La República coronada yo
por
Francisco Muñoz de Escalona
La Devesa (Asturias)
Índice
I Las aguas afluentes, 5
II Tirando tasquivas, 11
III La Transición, 23
IV República coronada o monarquía republicana, 29
Anexos, 39 a 175
El abrazo (Juan Genovés)
I
Las aguas afluentes
En mi adolescencia oía con frecuencia, en el pueblo sevillano donde nací, una expresión ciertamente expresiva: “tirar tasquivas”. Seguro que hoy ha caído en el olvido. La decían los campesinos cuando iban a regar sus cultivos. Llamaban tasquivas a los caballones con los que encauzaban el agua que les llegaba por las presas que ellos llamaban regueras. El pueblo sufrió un drástico cambio después de las obras de canalización de las aguas del Guadalquivir que se hicieron en los años veinte, durante la Dictadura de Primo de Rivera. De los cultivos de secano (cereales, olivo y vid) se pasó a los cultivos de regadío (remolacha, algodón, pimientos, lino…). Bajo la singular expresión citada pretendo, en base a mis recuerdos, recoger los acontecimientos históricos del periodo que va desde 1975 al momento presente.
Empezaré aclarando que, para mí, el siglo XX ha sido un siglo de coletazos y transiciones. En 1923, la monarquía estaba dando coletazos, y a Alfonso XIII lo convencieron de que imitara el ejemplo de Víctor Manuel III de Italia con la dictadura de Benito Mussolini. Así aconteció la primera transición, la que empezó el 13 de septiembre de 1923 con el golpe de estado de Primo de Rivera, concertado con el rey. La Dictadura acabó el 28 de enero de 1930 con otro coletazo, el que tuvo lugar cuando el Dictador dimitió. Tomó el relevo el general Berenguer, de acuerdo, una vez más, con Alfonso XIII.
Tras el fracaso de la llamada dictablanda de Berenguer, el rey decidió nombrar en febrero de 1931 al almirante Juan B. Aznar para que formara un gobierno de concentración monárquica y colaboración regionalista. El almirante convocó elecciones municipales para el 12 de abril de 1931. Poco antes, el 23 de marzo quedaron restablecidas las garantías constitucionales que la dictadura había suprimido; se eliminó la censura previa de los medios de comunicación y se admitieron los derechos de reunión y asociación. Debían elegirse unos ochenta mil concejales en todos los ayuntamientos de España, pero para nadie era un secreto que lo que estaba realmente en juego era la continuidad de la propia Monarquía de la Restauración.
Los resultados fueron favorables a la monarquía en las zonas rurales, pero en las ciudades ganaron clamorosamente los partidos republicanos. Tras el coletazo de la Monarquía de la Restauración que se produjo al conocerse los resultados de las elecciones, dos días más tarde, el 14 de abril, tuvo lugar el inicio de la segunda transición del siglo con la clamorosa proclamación de la II República Española, un sistema de gobierno que implantó la democracia, pero con no ocultas aspiraciones revolucionarias, con la pretensión de cambiar aceleradamente la España atrasada y pobre por otra rica, moderna, europea y, por ende, presentable.
La II República llevó una vida convulsa por mor de sus excesivas prisas y por su integrismo modernizador a ultranza. A los 5 años de su proclamación se dio un coletazo más: el 18 de julio de 1936, los militares dieron un golpe de estado que, al fracasar, dio paso al inicio de una sangrienta la guerra civil de tres años y un millón de muertos. La guerra terminó el primero de abril de 1939. A este nuevo coletazo siguió el comienzo de la tercera, y larga, transición del siglo, a la que se dio el nombre de Franquismo por el nombre de aquel tímido y anodino militar de voz aflautada que pasó de Comandantín a Generalísimo y Jefe del Estado en un tiempo record.
En 1975 colapsó el Franquismo dando paso a los preparativos para una nueva transición, la cuarta, la que trajo la que llamo Democracia Coronada, fraguada entre 1975 y 1978. Al dictador Franco le sucedió, de acuerdo con las normas dictadas por él mismo, un nieto de Alfonso XIII, Juan Carlos de Borbón a título de rey, saltándose la estricta legitimidad dinástica.
Tuvo lugar con ello, como digo, la cuarta transición, la que se conoce como La Transición, es decir, la transición por antonomasia. Todos los tratadistas, al unísono, la consideran así, olvidando, incomprensiblemente, las tres anteriores.
Esta transición, es decir, La Transición, tuvo una duración sobre la que no se ha llegado aún a un consenso entre los estudiosos, no solo en cuanto a su inicio, tampoco en cuanto a su final. Por ello, cada cual es muy dueño de establecer su duración. Para mí, se inició con la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 y terminó con la entrada en vigor de la nueva Constitución, el 6 de diciembre de 1978. Hay tratadistas que sitúan su inicio en el nombramiento del almirante Luis Carrero Blanco como presidente del Gobierno, en febrero de 1973. Hay quien sostiene, a su vez, que acabó con la llegada al poder de Felipe González, tras las elecciones del 28 de octubre de 1982. Los que así opinan parecen pensar que, por fin, la izquierda había ganado la perdida (por ella) guerra civil, que ahora la perdían los facciosos, quiero decir, los herederos de los rebeldes. Porque, en efecto, las segundas elecciones de la Democracia Coronada (las primeras tuvieron lugar en junio de 1977) las ganó la izquierda, encarnada en un PSOE refundado (hay quien piensa que fundado ex novo) en Suresnes, cerca de París, ocho años antes, con lo que la derecha de Adolfo Suárez (UCD) y la de Manuel Fraga (Alianza Popular) quedaron en la oposición después de más de 40 años en el poder durante el Franquismo.
Pero a mí me parece más realista admitir que el final de la Transición queda marcado, como he dicho, por la entrada en vigor de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978, ya que fue en ese momento cuando dejó de estar en vigor el ordenamiento normativo del Franquismo para dar paso al nuevo periodo, al que llamo, como digo, Democracia Coronada, una etapa a la que hay quien llama Monarquía Parlamentaria y otros Monarquía Instaurada, porque lo fue de acuerdo con la normativa impuesta por Francisco Franco en su Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1966. No hubo, por consiguiente, Restauración, la que querían los juanistas, la que esperaban desde hacía décadas. Franco se opuso a que Don Juan de Borbón fuera Juan III.
Así, pues, nos adentramos en un periodo que arranca a finales de 1978 y que aún no ha terminado, siendo, por tanto, uno de los que más está durando de nuestra historia reciente. Es en su terreno en el que pretendo tirar mis tasquivas atendiendo sobre todo a mis vivencias, las que complementaré con los libros que he leído y también, por qué no, con los datos de esa biblioteca asequible desde el hogar que es internet.
En mi exposición no me sujetaré al criterio cronológico que seguí en “El franquismo y yo”, es decir, el criterio ordenador de los decenios. En esta ocasión me atendré a los diferentes manantiales que aportaron el agua con la que se iba a regar el futuro y que yo iré distribuyendo por medio de las necesarias tasquivas. Hubo manantiales que afloraron en las sucesivas etapas por las que pasó la Dictadura, unos “legales”, otros clandestinos internos y otros clandestinos externos, del exilio. Los últimos fueron los manantiales subterráneos, los que aportaron las aguas que regaron la Democracia Coronada.
Bueno será advertir que hay básicamente dos versiones explicativas del proceso seguido hasta llegar a nuestros días. Hay una versión que se caracteriza por valorar, tanto el proceso como sus frutos, como ejemplares y modélicos, incluso como exportables. Destacan estos el elogiable acierto de todos sus agentes, tanto de los enraizados en el franquismo como de los que encarnaban la oposición clandestina. Así mismo, resaltan que los frutos del proceso hacia la actual Democracia Coronada fueron de una alta calidad y enteramente homologables con nuestro entorno. En esta onda están historiadores como Santos Juliá, Javier Tusell y otros. Es la versión hegemónica.
Hay otra versión más crítica. Basan su visión en el hecho de que el proceso fue protagonizado por personalidades procedentes del franquismo y de la oposición tolerada sin que tuviera lugar una participación significativa de las escasas y febles organizaciones civiles existentes, e insurgentes. En ella militan Gregorio Morán y Tom Burns Marañón entre otros. Sostiene este grupo la visión que llamo crítica, la que piensa que la oposición, tanto la tímida del interior como la soterrada procedente del exilio, ambas obviamente clandestinas durante todo el proceso, no supieron, no pudieron o no quisieron contraponer sus planteamientos a los de aquellos jóvenes franquistas que entendieron que el Régimen, sin Franco, tenía, necesariamente, que evolucionar hacia la democracia, pero, eso sí, sin perder los elementos que seguían considerando defendibles del Franquismo. Los que sostienen la versión acrítica consideran que el pueblo español, que se había hecho acomodaticio, como consecuencia del desarrollismo de los sesenta, no estaba dispuesto a emprender el cambio drástico que había que llevar a cabo para implantar una democracia conquistada, exenta de elementos franquistas. Recuerdo que la izquierda rechazaba con tenacidad la opinión según la cual el pueblo español no estaba aún preparado para la democracia. Se les atoraba el resuello rechazando esta opinión. Para la izquierda, el pueblo español no es que estuviera maduro, es que estaba harto maduro, no fuera a ser que quien lo negara se aferrara a su supuesta inmadurez para obstaculizar la llegada de la democracia. No cabe duda de que, en su inasequible tesis de madurez, se ocultaba una defensa un tanto voluntarista de la democracia a cualquier precio como futuro inmediato e ineluctable. Una vez conseguida, parecían pensar, ya se utilizarían las libertades para reorientarla hacia donde, en esos momentos, las circunstancias, y los que se dieron en llamar “poderes fácticos”, no aconsejaban apostar.
Desde antes de la muerte de Franco, pero sobre todo después, se presentaron dos opciones. Los franquistas y la oposición de derechas proponían una reforma del Régimen mientras que la oposición de izquierdas defendía que había que ir a la ruptura sin matices. Los defensores de la versión crítica consideran deleznable que, al final, la oposición de izquierdas, la llamada Platajunta, se sacara de la manga la propuesta de una “ruptura pactada”, fórmula con la que la oposición que iba de radical parecía darse por satisfecha con lo que los reformistas no dudaron en aceptar sin tapujos. Ven en ella la demostración palpable de que la componente franquista en la Democracia Corona terminó primando sobre la componente opositora, una oposición cuyas propuestas no eran otras que las que se propuso y no consiguió la derrotada II República.
Los recuerdos que conservo de estos años coinciden con esta postura crítica. Es obvio que los partidarios de la reforma defendían una transición pacífica, no solo porque así garantizaban la permanencia en ella de elementos franquistas sino, también, porque eran conscientes de que el Ejército (el más temido de los Poderes Fácticos) podía oponerse a la ruptura que defendía la izquierda. La ruptura que esta defendía implicaba la asunción de una transición no pacífica. Dado que su opción era la superación absoluta del Franquismo, seguida de la proclamación inmediata de la Tercera República, aun sin nombrarla, es obvio que apostaban por una transición sin consenso, única forma de conseguir una democracia no otorgada, la que proponía la derecha, sino una democracia conquistada. Los críticos insisten en que la democracia de la Democracia Coronada no se conquistó plenamente, sino que fue una inestable mixtura de elementos otorgados y conquistados.
“Sin producirse una ruptura, como pretendía la oposición, escribe Javier Tusell, tuvo lugar algo muy parecido a ella, pero por procedimientos reformistas”, frase que manifiesta una opinión edulcorada, deliberadamente falsa e incluso contradictoria en sí misma, puesto que las dos alternativas en discusión eran reforma o ruptura, pero nunca ruptura reformista. Como ya he dicho, el PCE, para demostrar que su legalización en 1976 había sido merecida, admitió lo que se llamó “ruptura pactada”, expresión encaminada a ocultar al pueblo las negociaciones de gabinete que estaban teniendo lugar en las altas esferas.
II
Tirando tasquivas
La Democracia Coronada es, obviamente, una democracia en gran parte otorgada, un diagnóstico cuya pertinencia trataré de justificar. Habrá quien proponga ajustar los conceptos y admitir que no fue ni otorgada ni conquistada, sino ambas cosas a la vez, pero personalmente prefiero quedarme con el diagnóstico de que fue otorgada en base a lo que ya expuse en el “Franquismo y yo”, periodo del que sin duda procede la mayor parte del agua que distribuiré por medio de las sucesivas tasquivas.
Procedencia de las aguas de riego
La fuente tecnocrática
En febrero de 1956 se asistió a un conato significativo de cambio de rasante del Franquismo más totalitario con el nacimiento de la protesta estudiantil que tuvo lugar en Madrid en la fecha indicada. Como ya dije en “El franquismo y yo”, aquella protesta fue el comienzo de la progresiva pérdida de poder de la hasta entonces omnímoda Falange “franquista”. Un año después, esa pérdida se confirmó con la entrada en el gobierno de los primeros tecnócratas del Opus Dei. El cambio de gobierno de febrero de 1957 facilitó una nueva concepción de la política económica del Régimen. Hay quien considera que fue entonces cuando el Franquismo moderó su imitación del fascismo dando entrada al nacionalcatolicismo. Entre los “tecnócratas”, jóvenes economistas cercanos al Opus Dei, destacaron Alberto Ullastres, Navarro Rubio, López Bravo y Laureano López Rodó, secretario técnico adjunto a la Presidencia del Gobierno que ocupaba el almirante y alter ego de Franco, Luis Carrero Blanco, y director de la Oficina de Coordinación y Planificación Económica. En esta Oficina se elaboró el Plan de Estabilización Económica que mediante Decreto Ley entró en vigor el 21 de julio de 1959. Con este Plan acabó el cerrado intervencionismo estatal en la economía española de la Autarquía de 1939, impuesta por el bloqueo internacional de la Dictadura. Los planes de desarrollo pusieron las bases para que, por medio de cuatro planes sucesivos, el PIB creciera, como de hecho creció, a una tasa media del 7% anual entre 1960 y 1973, la más alta de la Europa de su tiempo, tanto que, por ello, se llegó a hablar de “milagro económico español”. Fue la época del desarrollismo. El sistema económico español se puso así en línea con los países de su entorno.
Los tecnócratas del Opus Dei abrieron así una fuente de agua “técnica”, la que abrevarían en el próximo futuro las tasquivas necesarias al cultivo de la previsible Democracia Coronada. Esta fuente aportó un considerable aumento del nivel de vida de la sociedad española y con ello la generalizada aceptación del Régimen, lo que Amando de Miguel llamó “franquismo sociológico”. El historiador Juan Pablo Fusi ha reeditado recientemente un libro de su autoría publicado en 1985. Se trata de la obra Franco. Autoritarismo y poder personal, En ella Fusi trata de alejarse tanto de las hagiografías franquistas como de las condenas izquierdistas sobre la figura del general Francisco Franco. Por su formación británica, este historiador se coloca en la postura del científico que se nutre de hechos y no de prejuicios partidistas. Aduce, además, una razón de peso, la de que la larga duración del Franquismo se debió a que la sociedad española terminó acomodándose a él, una acomodación que hay que entender, según él, como una adaptación por conveniencia a las circunstancias, no como una identificación emocional con ellas. Procede aportar esta frase de la obra citada porque explica tanto el Franquismo como la Transición y la Democracia Coronada:
“Y eso es lo que ocurrió en el caso español: que una sociedad que no se identificaba con la ideología oficial del franquismo se adaptó al mismo no solo ni principalmente por la naturaleza represiva del régimen, cuya severidad no debe en ningún caso minimizarse, sino porque Franco supo apelar a ciertos valores tradicionales de la sociedad española, a su conciencia católica, a su concepción tradicional de la familia, a su sentido del orden y de la autoridad, a sus sentimientos españolistas, incluso a su valoración negativa de la política, porque es un hecho que el régimen de Franco, a diferencia de otros regímenes totalitarios, buscó más la desmovilización de la sociedad que su indoctrinación sistemática.
El pueblo español no fue activa y mayoritariamente antifranquista. No lo fue. Franco murió en su cama y la transición a la democracia a su muerte fue una reforma hecha desde el interior de la propia legalidad franquista, conducida, además, por hombres procedentes del franquismo. La tesis no disminuye el valor del antifranquismo. Al contrario, entiendo que, al precisar su verdadera importancia, pone de relieve su grandeza histórica: la oposición a Franco fue una minoría de valor excepcional moral que supo mantener, pese a todas las dificultades imaginables y ante la indiferencia de la mayoría, la memoria democrática del país”
El diagnóstico de Fusi lo comparto casi en su totalidad con excepción de la adulación a la oposición al franquismo con la que acaba la frase. Malquisto por historiadores rotundamente antifranquistas como Paul Preston, Fusi trata con estos halagos de balancear su neutralidad como historiador que hace historia no desde la política sino desde la honestidad del científico. Hasta el punto de que acierta plenamente en la diana cuando proclama que “el factor Franco constituirá siempre una de las claves del análisis [histórico] del siglo XX español”. Pues cuarenta años de vigencia de un régimen tan singular dejan ineluctablemente en una sociedad marcas que tardan en borrarse más de lo que sería deseable. De aquí que haya que evitar sesgos analíticos que pueden impedir su cabal comprensión.
Las fuentes políticas
Del exilio
También en 1956 se abrió, si no una fuente, sí un manantial clandestino, el que aportó una declaración inesperada por parte de la oposición, la del PCE en el exilio, la única que tuvo el Franquismo durante toda su existencia. Me estoy refiriendo a la consigna de la Reconciliación Nacional que propuso el PCE en junio de 1956, encaminada a conseguir una “solución democrática y pacífica del problema español”. En el texto que emitió este partido puede leerse lo que sigue:
Al acercarse el XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco.
Fuera de la reconciliación nacional no hay más camino que el de la violencia; violencia para defender lo actual que se derrumba; violencia para responder a la brutalidad de los que, sabiéndose condenados, recurren a ella para mantener su dominación.
El Partido Comunista no quiere marchar por ese camino, al que tantas veces ha sido lanzado el pueblo español por la cerril intransigencia de las castas dirigentes a todo avance social.
Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte.
Las fuerzas democráticas españolas no pueden continuar como hasta ahora, al margen de la vida de España, imposibilitadas de enriquecerla y servirla con su aportación cultural y su experiencia política.
Una política de azuzamiento de rencores puede hacerla Franco, y en ello está interesado, pero no las fuerzas democráticas españolas.
Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en «rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos.
Es un hiriente sarcasmo que once años después de la derrota del fascismo en el mundo, España sea casi el único país que conserva un régimen fascista. De esta situación sufren todas las clases sociales, excepto un pequeño grupo de monopolistas y gente corrompidas.
La pervivencia de este régimen es funesta para el país. No existen leyes que garanticen verdaderos derechos a los ciudadanos; no hay instituciones políticas estables respaldadas por el consenso popular. Se mantiene el principio del Partido único fascista. Se persigue a los españoles por motivos ideológicos y políticos. Si la represión se ceba en los comunistas, socialistas, cenetistas y nacionalistas vascos y catalanes, las persecuciones políticas alcanzan también a monárquicos, democristianos, liberales e incluso a los falangistas disidentes. La censura campa por sus respetos, irresponsable, y en muchos casos, analfabeta. La menor expresión discrepante es reprimida utilizando un sistema judicial de excepción que es, de hecho, la continuación de la jurisdicción militar de tiempo de guerra.
El general Franco continúa amenazando con la guerra civil y con lanzar de nuevo la «ola de camisas azules y de boinas rojas» contra las fuerzas de derecha e izquierda que discrepan de la dictadura.
Si las fuerzas sociales que retiran su apoyo a Franco se pronunciasen por la reconciliación nacional, el entendimiento que no pudo lograrse entre los españoles durante la guerra civil podría hacerse hoy, tendiendo un puente entre el pasado y el presente, de cara al porvenir, en el camino de la continuidad española.
El Partido Comunista de España, al aproximarse el aniversario del 18 de julio, llama a todos los españoles, desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, cenetistas y socialistas a proclamar, como un objetivo común a todos, la reconciliación nacional.
En este largo párrafo se pone de manifiesto que, en 1956, el PCE, ante la aplastante evidencia de que todas sus acciones contra el Régimen se saldaban con el más rotundo fracaso, decidió optar por renunciar a ellas, al tiempo que proponía las vías pacíficas como herramienta para acabar con el Franquismo. No cabe la menor duda de que la consigna de reconciliación fue un señuelo con el que el PCE trataba de aglutinar a todas las fuerzas disidentes del interior, todas ellas de derechas, o como mucho de centro, habida cuenta de que el PSOE aún no tenía una presencia significativa en el interior. Es cierto que todo quedó en meras declaraciones oportunistas, pero también lo es que estaban llamadas a dar sus frutos años más tarde. Por esta razón, creo que el abandono del activismo violento abrió una nueva fuente de agua, de tipo “político” esta vez, reforzando la que muy poco después aportaría la que he llamado tecnócrata.
Félix Ovejero ha escrito recientemente sobre esta declaración del PCE en 1956:
Varias cosas asombran en esta elección de perspectiva. La menos importante, el olvido del exacto sentido de la propuesta del PCE en 1956, apunta a otra más seria: la “reconciliación nacional”, “la reconquista de España para la libertad y la democracia (que) no (podía) ser obra de un partido o una clase, sino el resultado de la conjugación de esfuerzos de todos los grupos políticos nacionales, desde los católicos hasta los comunistas”, no buscaba un imposible equilibrio entre franquismo y democracia, sino una democracia, incompatible con el régimen de Franco, en la que todos pudieran reconocerse como ciudadanos. Nuestra Constitución, poco más o menos.
Fue esta una fuente realmente prometedora de cara a la Transición, y harto avanzada, en verdad, para su época. Tardó más de veinte años en hacerse realidad. Pero hoy, a la vista de la actitud que viene adoptando la llamada izquierda, suena a oportunista. No hay más que ver el cordón sanitario que el Pacto del Tinell (14 de diciembre de 2003) firmó para aislar a la derecha ganada para la democracia de cara a sumarla a cualquier coalición de gobierno. Aquel pacto fue la negación de la prometedora reconciliación nacional que propuso la misma izquierda en 1956. Hoy, finales de 2018, la izquierda está incurriendo, una vez más, en la misma negación, repetida multitud de veces para dejarla ominosamente clara.
Del interior
Del 5 al 8 de junio de 1962 se celebró en Múnich el IV Congreso del Movimiento Europeo, evento al que la prensa franquista llamó “Contubernio de Múnich”. Participaron 118 políticos españoles de todas las tendencias opositoras al Régimen, tanto del interior como del exterior (PCE, monárquicos juanistas, republicanos, democristianos, socialistas, socialdemócratas, nacionalistas vascos y catalanes, todos convocados por el republicano Salvador de Madariaga. Los participantes emitieron una declaración, en la que se decía:
El IV Congreso del Movimiento Europeo (…) estima que la integración, ya en forma de adhesión, ya de asociación de todo país a Europa, exige de cada uno de ellos instituciones democráticas, lo que significa en el caso de España, de acuerdo con la Convención Europea de los Derechos del Hombre y la Carta Social Europea, lo siguiente:
1.- La instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el Gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados.
2.- La efectiva garantía de todos los derechos de la persona humana, en especial los de libertad personal y de expresión, con supresión de la censura gubernativa.
3.- El reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales.
4.- El ejercicio de las libertades sindicales.
5.- La posibilidad de organización de corrientes de opinión y de partidos políticos.
Los delegados españoles, presentes en el Congreso, expresan su firme convencimiento de que la inmensa mayoría de los españoles desean que esa evolución se lleve a cabo de acuerdo con las normas de la prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo.
En el transcurso del congreso, Rodolfo Llopis le pidió a Joaquín Satrústegui que transmitiera al Conde de Barcelona:
El PSOE tiene un compromiso con la República que mantendrá hasta el final. Ahora bien, si la Corona logra establecer pacíficamente una verdadera democracia, a partir de ese momento el PSOE respaldará lealmente a la Monarquía.
Algunos participantes en el Congreso, al volver a España, quedaron confinados en las Canarias, y otros se exiliaron.
La ofensiva de la prensa franquista contra el «contubernio» fue un escándalo nacional. Los falangistas maniobraron para hacer daño a los juancarlistas. Para hacer frente a tal presión, el presidente del Consejo Privado del Conde de Barcelona, el poeta y dramaturgo José María Pemán, acompañado por su secretario, fueron a visitar a Don Juan mientras navegaba en su velero, y redactaron la siguiente nota:
El Conde de Barcelona nada sabía de las reuniones de Múnich hasta que después de ocurridas escuchó en alta mar las primeras noticias a través de la radio. Nadie, naturalmente, ha llevado a tales reuniones ninguna representación de su Persona ni de sus ideas. Si alguno de los asistentes formaba parte de su Consejo, ha quedado con este acto fuera de él.
Este texto supuso la liquidación en de José María Gil-Robles, único miembro del consejo privado presente en Múnich, que había servido con fidelidad a Don Juan durante los años más difíciles de la posguerra.
La reacción del Régimen contra los participantes de la reunión en Múnich causó fuertes críticas en el extranjero, sobre todo en la Comunidad Económica Europea, a la que España había solicitado la asociación pocos meses antes. La solicitud quedó prácticamente sin posibilidades de avanzar a partir del «Contubernio». Franco se dio finalmente cuenta de que su reacción ante el Congreso de Múnich había sido un grave error. Unas semanas después, el 10 de junio de 1962, destituyó, dentro de una crisis amplia de Gobierno, al ministro de Información y Turismo, que ocupaba el cargo desde 1951 y al que Franco hacía responsable de la histeria de la Prensa sobre Múnich. El ministro sólo sobreviviría unos días a su destitución. Le sustituyó Manuel Fraga Iribarne, el que había sido mi profesor de Teoría del Estado en la Universidad Central. Fraga, cuatro años después, con la ley de prensa que lleva su nombre, permitió criticar al Régimen. Con ello dio comienzo una cierta liberalización.
La tibia apertura, junto a la actividad de la oposición en el exilio, podemos calificarla como la consolidación definitiva de fuente “política” que, unida a la “tecnócrata”, aportaría el agua con la que abrevar las tasquivas para la plantación de la previsible monarquía parlametaria.
Riego a manta
Las aportaciones de agua citadas me permiten tirar las tasquivas necesarias para encauzar y distribuir por la plantación el agua que empezó a entrar a manta con la designación de Carrero Blanco como presidente del gobierno, cargo en el que sustituyó al mismísimo Francisco Franco, el cual quedaba ahora solo como Jefe del Estado.
Como ya he señalado, hay quien sitúa en este cambio el inicio de la Transición. Patricia Sverlo escribió el 30/11/ 21012, el artículo que copio a continuación titulado “Juan Carlos impasible, al lado de Franco, mientras la masa grita: No queremos apertura sino mano dura”:
Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, Príncipe de España.
Antes de que Franco acabara de morir, cosa que le llevó varios meses de agonía, el Príncipe de España, tuvo ocasión de establecerse interinamente en el puesto de rey durante un tiempo y, de este modo, demostrar, a él mismo y a todos los españoles, de lo que era capaz.
La primera vez fue en julio de 1974, cuando el Caudillo se puso enfermo por una flebitis en la pierna derecha y tuvo que ser ingresado. Ya veía venir la parca y comenzó a decir: “Esto es el principio del fin”. Llamó al presidente Arias y mandó que se preparara el Decreto bisiesto de poderes para aplicar el artículo 9 de la Ley orgánica… “por si acaso”. Y antes de que se hiciera el trámite mencionado, el 18 de julio, Juan Carlos le sustituyó presidiendo en La Granja la recepción que Franco acostumbraba a ofrecer cada año para conmemorar una fecha golpista tan importante, y que aquel año, entre las atracciones contaba con un montaje sobre la vida de Boquerini en la corte de los Borbones, escrito por Antonio Gala para la ocasión.
Los días siguientes, Franco no mejoraba. Y Juan Carlos, probablemente aconsejado por quien sabía más, era contrario a asumir la interinidad. “Contentaos con esperar”, le decían los de su entorno, que movieron todos los hilos para intentar retrasarlo tanto como pudieron. Se preparaban para algo más importante: aprovechar la enfermedad del Caudillo para declarar directamente rey a Juan Carlos, y que fuese rey del todo, un rey con las manos libres. Pío Cabanillas, entonces ministro de Información y Turismo, fue uno de los que participaron en aquel contubernio, y la cabeza de turco que pagó la maniobra monárquica con su cargo, del cual fue cesado en octubre.
Juan Carlos iba a ver al Caudillo al hospital todos los días y le decía amablemente que su enfermedad no era lo bastante grave para justificar el traspaso de poderes. Pero no pudo ser. Un día Franco fue víctima de una fuerte hemorragia y los médicos que le cuidaban se mostraron pesimistas. Era necesario actuar ya. Y el príncipe, el 20 de julio de 1974, decidió asumir la jefatura del Estado, aunque fuera de manera interina. “¡Vaya, buen servicio que has hecho a ese niñato de Juan Carlos!”, le dijo enfadado Villaverde al doctor Gil cuando se enteró. Todo el “búnker” estaba que mordía.
Aquel mismo día, el príncipe llevó a cabo el primer acto oficial de su mandato interino: la firma de una declaración conjunta para prorrogar el tratado de ayuda mutua con los Estados Unidos. Y su cargo ya no dio mucho más de sí. No le gustó nunca renunciar a sus vacaciones y no se perdería el veraneo en Mallorca sólo porque fuera jefe del Estado en funciones. Franco salió del hospital el 30 de julio y volvió al Pardo, donde Juan Carlos fue en visita relámpago desde las islas Baleares, para presidir un consejo de ministros el 8 de agosto.
Después, a mediados de mes, Franco se reunió con su familia en el Pazo de Meirás para pasar la convalecencia. Y otra vez tuvo que ir volando Juan Carlos, esta vez un poco más lejos, a Galicia, para presidir otro consejo el día 30. Cuando visitó al Caudillo, lo encontró francamente recuperado, paseando por el jardín, pero tan sólo consiguió que le dijera: “Alteza, creedme, lo estáis haciendo muy bien. Continuad”. Aquella misma noche, el príncipe cogió el avión hacia Palma de Mallorca.
Pero Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, que además de marqués era doctor, había formado un equipo de médicos muy bien elegidos para garantizar que el Caudillo se curase inmediatamente a cualquier precio. Y no tardaron en conseguirlo. Menos de 50 días (43 exactamente) fue lo que duró el cargo de rey interino, antes de que el aparato del Pardo consiguiera que dieran el alta a Franco y éste llamara de nuevo a Arias para anunciarle: “Arias, ya estoy curado. Prepara los papeles”. La mayor parte del tiempo Juan Carlos se lo había pasado de vacaciones en la playa. De todos modos, aquello de la recuperación milagrosa de Franco no se lo creyó nadie, ni él mismo. En la primavera de 1975 visitó España el general Walters, un peso pesado de la CIA. Se reunió con el Generalísimo y, tras hablar un rato de cosas intranscendentes, Franco le preguntó abiertamente: “¿Usted viene a saber qué pasará en España el día que yo muera? Pues voy a decírselo: reinará el príncipe don Juan Carlos, que es lo establecido, y se hará lo que el pueblo español quiera. De los políticos no me fío”. El general Walters también se reunió con personal de La Zarzuela, concretamente con el general Armada, que le aseguró que, igual que el aparato había funcionado para la interinidad, funcionaría después. Un poco más adelante visitó España el presidente Ford. Unas visitas tan reiteradas de los norteamericanos desvelaban que el final no podía estar muy lejos.
Las negociaciones de Francisco Franco con don Juan de Borbón, y la importante renuncia éste hizo a aquel dejando en sus manos la educación de su hijo, dieron el fruto apetecido al designar Franco a Juan Carlos como sucesor en la Jefatura del Estado (1969). A partir de ese momento, Juan Carlos empezó a participar en las tareas de gobierno.
Desde 1971, las funciones del que dio en llamarse Príncipe de España se completaron con la previsión de que sustituyera temporalmente a Franco en situaciones de ausencia o enfermedad. Tal situación se produjo en dos ocasiones (julio de 1974 y noviembre de 1975), en las que Juan Carlos asumió interinamente la Jefatura del Estado por enfermedad de Franco. Durante su segundo interinato, viajó a la colonia española del Sahara Occidental, amenazada por la Marcha Verde organizada el Rey de Marruecos, Hassan II; su intervención resultó decisiva para evitar la guerra con el reino alauita, al que más tarde fue transferida la soberanía en el territorio saharaui. El periodista Guillermo Medina vaticinó muy pronto que los historiadores fijarían en este segundo interinato de Juan Carlos el inicio de la Transición. Como sabemos, poco después de este interinato, Juan Carlos pasó a ser proclamado Jefe del Estado a título de Rey el 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte de su predecesor en el hospital de La Paz del Dictador, el Generalísimo y Caudillo Francisco Franco.
Como digo, con la entrada del agua a manta en la plantación no hay más remedio que empezar a tirar tasquivas a toda prisa y sin solución de continuidad. Había que ir de un Reino franquista sin Rey a otro Reino, también franquista, pero ahora con Rey, y de éste a la monarquía parlamentaria que ya se vislumbraba como inmediata en el cercano horizonte. Es lo que se hizo entre el 22 de noviembre de 1975 al 6 de diciembre de 1978.
III
La Transición
En el terreno de la plantación empezó a entrar, como digo, el agua a raudales, a manta. A las aguas legales, alimentadas por las previsiones sucesorias y su cumplimiento, se unieron las que procedían de la plural oposición clandestina, la cual ya había empezado a enseñar sus orejas en la medida en se barruntaba el inminente final del Franquismo por carquesia del titular de un Régimen fuertemente personalista. Mucho se especula con que Franco asumiera que, después de su muerte, su sucesor tendría que abrir su herencia a fórmulas más abiertas, admitiendo las llamadas libertades democráticas. La Ley de Sucesión de 1966 lo corrobora de alguna forma. El nombramiento del Príncipe de España como sucesor en la Jefatura del Estado lo consolida, y lo mismo cabe decir con el gobierno de Luis Carrero Blanco (9 de junio de 1973), en el que Franco se desprendió de su presidencia, la que había estado ejerciendo desde el 1 de octubre de 1939. El atentado de ETA, en el que resultó muerto el presidente del gobierno, el 20 de diciembre, puso fin a su mandato, siendo nombrado duque de Carrero Blanco a título póstumo.
Cuando la conocida como Operación Ogro asesinó a Carrero pensé que el beneficiado por su desaparición no era otro que el Príncipe de España, Juan Carlos de Borbón. Me basaba para creerlo así en que, si el Príncipe se proponía llevar a cabo la superación del Franquismo, la muerte de Carrero, conocido como el alter ego de Franco, le facilitaba llevarla a cabo. A Carrero se le atribuía, no sin razones, la continuación de la dictadura después de la muerte de Franco. Estaba equivocado. Carrero, partidario de los tecnócratas del Opus Dei desde 1957, era el valedor que el Príncipe tenía en el Poder. Franco nombró presidente del gobierno a un falangista, el que hasta ese momento ocupaba la cartera de Gobernación, Carlos Arias Navarro, con escasas simpatías por el sucesor a título de rey. Durante su mandato, Juan Carlos estuvo apartado de las altas esferas del gobierno. Tom Burns sostiene que eso le permitió cultivar las amistades de la oposición, personificada en las nuevas generaciones de políticos franquistas, con los que, dice, fue pergeñando sus planes políticos para cuando fuera el nuevo Jefe del Estado. Disiento de tanta previsión. En el libro de Tom Burns (“De la fruta madura a la manzana podrida”) se percibe un tufillo hagiográfico de Juan Carlos que excede de las facultades intelectuales de éste.
Carlos Arias no dimitió como presidente del Gobierno en base a que el difunto le había nombrado para cinco años y en que el nuevo Jefe del Estado venía obligado a asumir las decisiones de su predecesor. No cabe duda de que las antipatías mutuas entre el presidente del gobierno y el nuevo jefe del Estado estaban obstaculizando las supuestas pretensiones de este. El problema era cómo cesarlo, pero al fin lo consiguió. El presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, a la sazón Torcuato Fernández Miranda, su preceptor durante años, le presentó la consabida terna de nombres para que Juan Carlos nombrara al nuevo presidente del Gobierno. Entre ellos, de común acuerdo con el Rey, estaba el nombre de Alfredo Suárez, el cual ocupaba en ese momento el cargo de ministro secretario general del partido único, el Movimiento Nacional.
Púsose con este nombramiento la primera tasquiva para llevar el agua hasta la Transición que estaba dando sus primeros pasos. Se ha dicho que la Transición fue la obra de un empresario, el Rey, un actor, Suárez y un guionista, Torcuato. Como metáfora no está mal alumbrada. Lo cierto es que el Rey se proponía transformar la Dictadura en una Democracia, pero desde la misma Dictadura. Se dice que fue Torcuato el que le convenció de que era posible ir a la legalidad desde la legalidad y por medio de la legalidad. Dicho de otro modo; que el Rey, como sucesor de Franco y con todos los poderes de Franco, tenía poder para alumbrar una nueva Ley Fundamental del Reino. Y así se hizo, y para ello se contó con el concurso necesario del primer actor de la obra, el joven y encantador nuevo presidente del gobierno, Adolfo Suárez, el cual acababa de ser nombrado con el preciso objetivo de llegar hasta ella y para que entrara en vigor de acuerdo con los mecanismos establecidos por el mismo Franco.
La nueva, y última, Ley Fundamental del Reino fue la llamada Ley para la Reforma Política, de 4 de enero de 1977, aprobada por las Cortes Franquistas el 18 de noviembre de 1976 con el apoyo de 435 de los 531 procuradores. Fue sometida a referéndum el 15 de diciembre de este año con una participación del 77% del censo y un 94,17% de votos favorables.
En diciembre de 1975 el rey Juan Carlos había trasladado al secretario general del PCE, Santiago Carrillo, el mensaje de que pretendía democratizar el régimen, pidiendo paciencia y el fin de los ataques a la Monarquía. El PCE, que hasta entonces seguía impulsando la ruptura democrática, en el comité ejecutivo de enero de 1976 dejó a un lado las críticas al rey y bajó el nivel de ofensiva y movilización. En 1977, el rey anunció, en un viaje a EEUU, que el PCE renunciaba al marxismo-leninismo. Ese mismo año, un sector denominado Oposición de Izquierda (OPI), que había surgido tras el VIII Congreso, abandonó el PCE fundando el Partido Comunista de los Trabajadores (PCT).
El 24 de enero de 1977 tuvo lugar lo que se conoce como la matanza de Atocha: un comando de ultraderecha entró en un despacho de abogados laboralistas de CCOO y del PCE en el centro de Madrid asesinando a balazos a cinco de ellos y dejando a otros cuatro heridos. Al entierro asistieron más de cien mil personas. Fue una multitudinaria manifestación que transcurrió sin incidentes. Le siguieron importantes huelgas y muestras de solidaridad en todo el país, además de un paro general de trabajadores el día después del atentado.
El 11 de febrero de 1977 el PCE presentó la documentación para ser incluido en el Registro de Asociaciones y el 9 de abril de ese mismo año el PCE es legalizado. Los militantes del interior, muy próximos a la realidad española y representantes de las posturas rupturistas con la dictadura, se veía como los custodios del Partido hasta que los «históricos» exiliados pudieran retornar. Pero cuando así ocurrió se comprobó que los exiliados retornados estaban tremendamente apartados de la realidad española debido a su larga ausencia.
El 9 de abril de 1977 se legalizó el PCE, el partido fundado en 1921 por la escisión del PSOE de un grupo de militantes que optó, contra la oposición del mismo, por sumarse a la Tercera Internacional. Durante la Dictadura de Franco, el PCE estuvo en la clandestinidad y desde ella fue la oposición de mayor calado, por no decir la única, que luchó contra el Franquismo. La jornada de la legalización fue rebautizada por los simpatizantes del PCE como el Sábado Santo Rojo. Ese día me encontraba como invitado en la vivienda de un capitán de infantería que se había pasado al Cuerpo Nacional de Policía. Sus compañeros le llamaron al centro de control donde se estaban recibiendo por radio las peticiones de órdenes por parte de los policías que estaban tratando de controlar los desórdenes provocados en las calles de Madrid por los comunistas que celebraban su legalización. La legalización de este partido, fuertemente rechazada por los militares y por la derecha, se concibe como un paso más en el proceso democrático que se estaba instaurando en nuestro país.
Una decisión muy destacada del primer gobierno Suárez fue la aprobación de los llamados Pactos de la Moncloa, los denominados Acuerdos para la Reforma de la Economía y el Acuerdo sobre el Programa de Actuación Jurídica y Política, el 25 de octubre de 1977. Los firmantes fueron, por un lado, el Gobierno de España y, por otro, los principales partidos políticos representados en el Congreso con el apoyo explícito de las asociaciones de empresarios y los sindicatos CCOO y CNT. UGT los rechazó de entrada, pero acabó aceptándolos finalmente. El objetivo de estos pactos consistía en apoyar el proceso de la transición a la democracia y en la adopción de una política económica capaz de luchar contra una inflación desbocada que superaba el 26%.
Pocos meses antes, el 15 de junio, en las primeras elecciones democráticas al cabo de cuarenta años, el PCE se presentaba a las elecciones con Santiago Carrillo como candidato. Obtuvo solo 19 diputados. Ganó las elecciones UCD, el partido que Suárez aglutinó alrededor de su persona para presidir el primer gobierno democrático después del último de la II República en 1939. Las nuevas Cortes adoptaron el carácter de constituyentes y aprobaron la actual constitución, la que entró en vigor el 6 de diciembre de 1978.
El gobierno de Suárez, ahora en funciones, convocó unas nuevas elecciones el 3 de marzo de 1979, las cuales ganó por segunda y última vez, dando así comienzo a su tercer mandato en poco menos de tres años.
Sin embargo, el triunfo en las elecciones generales quedó muy en segundo plano tras el acceso de la izquierda a los principales ayuntamientos del país después de las primeras elecciones municipales de abril. El acuerdo entre el PSOE y el PCE permitió que las grandes ciudades españolas fueran gobernadas por alcaldes de partidos de la oposición.
Fue una etapa de gobierno llena de dificultades políticas, sociales y económicas. En 1980, el PSOE presentó una moción de censura que, aunque estaba derrotada de antemano, deterioró aún más la imagen de un Suárez, desprovisto ya incluso de apoyos en su propio partido. Finalmente, el 29 de enero de 1981, Suárez optó por presentar su dimisión tanto como presidente del Gobierno como de la Unión de Centro Democrático. En su mensaje al país, que duró doce minutos, afirmó:
“Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”,
frase que dio pie a pensar a muchos que renunciaba por la presión de los militares, teoría que pareció confirmada por el intento de golpe de Estado que tuvo lugar durante la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo el 23 de febrero.
Sin embargo, algunos autores insisten en el cansancio y la falta de apoyo de la Corona como principales factores para su dimisión. Otros, como Gregorio Morán, apuntan a las amenazas militares junto con la falta de apoyo real, todo lo cual unido a la rebelión en marcha de los miembros democristianos de su partido, que habrían pactado ya con los de Alianza Popular, serían, en opinión de Morán, las causas decisivas de la dimisión.
Supe de la dimisión de Suárez como presidente del gobierno al oír la noticia en la radio de mi coche durante un viaje trabajo de Madrid a Murcia en el que me acompañaban los abuelos maternos de mis hijos. Nos sorprendió a pesar de que en al ambiente flotaban hacía meses las dificultades que estaba encontrando Suárez para seguir gobernando. En 1981, el rey le concedió el título de duque de Suárez en reconocimiento a su papel en el recién iniciado proceso de la Transición.
Las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 marcaron para muchos, como ya he dicho, el fin de la Transición por haber sido ganadas por el PSOE.
Pero años antes, en vista de que se cumplieran las previsiones que daban al PSOE ganador de las mentadas elecciones, el XXVIII Congreso que se celebró en Madrid en mayo de 1979 bajo el lema de Construir la libertad, después de un agrio debate, se rechazó la propuesta de Felipe González de que el partido renunciara al marxismo como ideología oficial. Felipe mostró su rechazo a tal renuncia dimitiendo como secretario general. A nadie se le ocultaba que su dimisión era un golpe de efecto. En septiembre se celebró otro congreso en Madrid, esta vez extraordinario, claro, para admitir la propuesta que había hecho González. Desde entonces, la ideología oficial del PSOE es el socialismo democrático, por otro nombre, la socialdemocracia, la misma que todos le atribuían y que tanto enojo causaba a algunos militantes, entre ellos, mi compañero de trabajo Manuel Panadero, futuro director general de transportes en el primer gobierno de González. Felipe González volvió a ser secretario general y, poco después, presidente del gobierno. La renuncia al marxismo se entendió como la señal inconfundible que avalaba al partido como candidato a gobernar en la España de la transición a la monarquía parlamentaria.
IV
República coronada o monarquía republicana
Etapa socialista
Un compañero de trabajo, forofo de Felipe González, tratando de conseguir que votara por el PSOE, me propuso ir al mitin que el joven candidato a la presidencia del gobierno había convocado en los terrenos que hoy ocupa el Jardín Botánico de la Ciudad Universitaria. Nunca lo hiciera. En su proclama no pudo evitar dar claras muestras de sentirse ya como presidente in péctore y la moderación política, le salía hasta por las orejas. No era reconocible el político radical que tantos años llevaba adoptando una postura de extrema izquierda, tratando de hacer creer que estar a la izquierda de la izquierda, la encarnada por el PCE. Felipe, el carismático líder socialista, se venía mostrando como republicano de toda la vida, como ferozmente antimonárquico y anti OTAN (había hecho ya una campaña bajo el eslogan oportunista “OTAN de entrada no” que contó con mi firma en al pasar por el puesto montado en la glorieta de San Bernardo. No supe hasta poco después que me había engañado. Felipe no aceptaba la bandera roja y gualda de la Monarquía y del Franquismo. Su bandera era la tricolor republicana, la que ahora prefiere de nuevo la izquierda y muestra en todas las manifestaciones. Tampoco aceptaba como himno nacional la vieja Marcha Real, por la misma razón. Pero ahora, al sentirse a las puertas de la Moncloa, Felipe se mostraba entusiasta siendo de centro izquierdas, es decir, socialdemócrata convencido, como su amigo del alma, el canciller alemán Willy Bran, la misma que hasta un momento antes había estado denostando con todas sus fuerzas.
Las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 fueron las que tuvieron el mayor índice de participación de la democracia —fue del 79,8 %, lo que significó más de veinte millones de votantes—, por lo que tuvieron muchos la interpretaron como un «efecto relegitimador», en palabras de Santos Juliá, de la democracia y del proceso de transición política.
Bajo el lema Por el cambio, el PSOE cosechó un resonante triunfo al obtener más de diez millones de votos, cerca de cinco millones más que en 1979, lo que suponía el 50% de los votantes y la mayoría absoluta en el Congreso de Diputados (202 diputados) y en el Senado. El segundo partido más votado, Alianza Popular (106 diputados), obtuvo la mitad de los votos (5 millones y medio) y se quedó a 20 puntos porcentuales de distancia, aunque había mejorado de forma espectacular sus resultados respecto a 1979 al pasar del 6% al 26% de votos, convirtiéndose a partir de entonces en la nueva alternativa conservadora al poder socialista. El PCE (con 4 diputados) y UCD (con 12) fueron prácticamente barridos del mapa, así como el Centro Democrático y Social de Suárez (que sólo obtuvo 2 diputados). Por otro lado, la extrema derecha perdió el único diputado que tenía y el partido Solidaridad Española, promovido por el golpista del 23-F, el teniente coronel Antonio Tejero, el del “se sienten, coño”, no llegó a alcanzar ni los 30.000 votos. Mi voto fue para el PCE.
A fines de 1982 daba comienzo la larga etapa de los gobiernos socialistas del PSOE. Poco tardó Felipe González en decir digo donde digo Diego en el caso de la OTAN. En efecto: de un modo sin duda cínico, el 31 de enero convocó un referéndum que se celebró el 12 de marzo de 1986 para seguir o salir de la OTAN, organización a la que ya pertenecía nuestro país desde el 20 de mayo de 1982 por decisión del gobierno anterior, el de Calvo-Sotelo. El gobierno hizo campaña a favor de que España siguiera en la OTAN. O sea: “España de entrada en la OTAN no”, pero ahora defendía lo contrario, es decir, que España de salida, nada. El vuelco a la derecha de un partido que había jugueteado con el izquierdismo, esa enfermedad infantil del socialismo como dijo Lenin supuso su repentina curación de tan molesta enfermedad.
Un compañero de trabajo, Manolo Panadero, que militaba en UGT, fue nombrado director general de transportes con Enrique Barón como ministro de esa rama, manteniéndose en el cargo hasta 1992 con sucesivos ministros. Con motivo de una visita de cortesía que hizo Manolo a sus viejos compañeros, me enteré de que la consigna del partido que sustentaba al gobierno era esta: “Que España funcione”. Recuerdo que le espeté: Pero Manolo, esa es la misma propuesta que hizo uno de los últimos ministros de Franco, Silva Muñoz, de Obras Públicas, el llamado por eso Ministro Eficacia. Manolo no supo qué decir. Era obvio que Felipe se había propuesto que España creciera, que España se desarrollara, que España continuara con la senda desarrollista que el franquismo había iniciado en 1959 y que superara definitivamente la vieja y corrosiva dialéctica de las izquierdas y las derechas. Nunca escuché en boca de Felipe presumir de izquierdas y mucho menos acusar a otros del delito de ser de derechas.
Un hito especialmente resaltable del primer gobierno de Felipe González fue la firma del Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, evento que tuvo lugar el 12 de junio de 1985 en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid y que entró en vigor el 1 de enero de 1986
Esta incorporación se realizó al mismo tiempo que la de Portugal. Tras esta adhesión, se produjo en España un periodo de prosperidad económica, en el que durante cinco años seguidos logró el mayor índice de crecimiento de toda la Comunidad. Este hecho constituyó el proceso más completo y sistemático de liberalización, apertura y racionalización de la economía española tras el Plan de Estabilización Económica de 1959. Esta adhesión, además del progreso económico, supuso la salida del aislamiento internacional que padecía desde la Declaración de Postdam de agosto de 1945 y la estabilización de la recién instaurada Democracia Coronada, aunque, como es sabido, el proceso de apertura se inició en 1953 con el acuerdo entre USA y la España de Franco, lo que la sirvió para entrar en la ONU.
Justo por lo contrario tengo que destacar la ignominiosa creación de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), agrupaciones parapoliciales que practicaron el llamado terrorismo de Estado contra ETA y su entorno. Los GAL estuvieron en activo entre 1983 y 1987, durante los primeros años de los gobiernos del PSOE. Durante el proceso judicial contra esta organización fue probado que fue financiada por altos funcionarios del Ministerio del Interior. Aunque decían combatir a ETA y a «los intereses franceses en Europa», a estos últimos por responsabilizar a Francia de «acoger y permitir actuar a los terroristas de ETA en su territorio impunemente», también realizaron acciones indiscriminadas debido a las cuales fallecieron ciudadanos franceses sin adscripción política conocida. Gracias a la investigación del diario El Mundo, en febrero de 1988, el juez Baltasar Garzón inició e instruyó una serie de hechos delictivos dentro de la guerra sucia contra ETA que llevaban a cabo los GAL. El ministro del Interior José Barrionuevo, el secretario de estado para la seguridad Rafael Vera y el gobernador civil de Vizcaya Julián Sancristóbal fueron condenados por malversación de caudales públicos y secuestro. También fueron condenados agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. Todo un baldón para el PSOE, cuyo magisterio propagandístico ha conseguido borrar de la memoria ciudadana.
El caso GAL tuvo una cosa: el caso Lasa y Zabala por los apellidos de dos vascos de 18 años que formaban parte del comando Gorki de ETA junto con otros terroristas. Uno de ellos, Íñigo Alonso, fue detenido cuando junto, sus compañeros de comando, acababa de atracar un banco. Los demás se enfrentaron a tiros con los agentes de la Policía y consiguieron huir. Lasa y Zabala pasaron a Francia. En 1983 se encontraban en Bayona, ciudad en la que trataron de acogerse al estatuto de refugiados políticos. El 15 de octubre de dicho año fueron secuestrados por los GAL y llevados al cuartel de Intxaurrondo de la Guardia Civil
Siguiendo instrucciones del general Galindo, los llevaron al palacio de La Cumbre, en San Sebastián, donde fueron torturados. A la vista del estado en que quedaron, el general Galindo, con el conocimiento del gobernador civil, Julen Elgorriaga y del teniente-coronel Ángel Vaquero, ordenó su asesinato y desaparición. Los guardias civiles Enrique Dorado y Felipe Bayo los llevaron a Busot (Alicante), cavaron una fosa, y el primero les disparó tres tiros en la cabeza. Después los enterraron y cubrieron los cadáveres con cal viva. En enero de 1985 se hallaron sus restos. En la primera autopsia de los restos se encontraron signos de tortura, pero no fueron identificados hasta 1995.
En abril de 2000 la Audiencia Nacional condenó por este crimen al general Galindo de la Guardia Civil destinado en Intxaurrondo; Ángel Vaquero, teniente coronel del mismo cuartel; Julen Elgorriaga, a la sazón gobernador civil de Guipúzcoa; Enrique Dorado y Felipe Bayo, agentes del instituto armado. En julio de 2001 el Tribunal Supremo aumentó estas condenas, por considerar como agravante su condición de funcionarios públicos, y en julio de 2002 el Tribunal Constitucional rechazó dar amparo a los condenados. El 2 de noviembre de 2010 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos avaló estas condenas.
En total se les asignaron 365 años de cárcel; aunque, finalmente, y tras cumplir unos pocos años de cárcel (solamente cinco, en el caso del general Galindo) Galindo y Elgorriaga salieron de prisión aprovechándose de medidas penitenciarias favorables: ambos condenados fueron cambiados de régimen por motivos de salud, cumpliendo el resto de su condena bajo el régimen de libertad vigilada. Ángel Vaquero, en el momento de los hechos capitán del Servicio de Información destinado en Intxaurrondo, continuó sin embargo su condena en la prisión de Ocaña.
Otro baldón especialmente vergonzante de los gobiernos de Felipe González fue el caso Filesa, Malesa y Time-Sport. También este ha sido barrido de la memoria histórica y hasta de la memoria del partido. Se trata de la trama ilegal que usó el PSOE para financiarse. Transcribo en el Anexo II un artículo de El Mundo escrito por Agustín Yanel sobre este impresentable asunto, según el cual, un senador y un diputado socialistas, junto a otras personas del partido, con la colaboración de agentes de la Policía Nacional y números de Guardia Civil pusieron en marcha en la segunda mitad de la década de los ochenta un entramado empresarial con el objetivo de recaudar dinero para financiar ilegalmente el PSOE. En poco más de dos años amasaron unos 1.000 millones de pesetas, hasta que el escándalo fue conocido y todos acabaron condenados y en la cárcel, como en el caso de los GAL.
Fue uno de los casos más representativos de corrupción política en democracia. Incluso el ex presidente del Gobierno Felipe González y el exvicepresidente Alfonso Guerra se vieron obligados a declarar ante el juez.
Ocurrió en 1991 tras las denuncias de un contable de las empresas de la trama. La investigación se prolongó durante cuatro años, se inculparon a 39 personas acusadas de ser parte de una trama para la presunta financiación ilegal del PSOE por medio de las empresas Filesa, Malesa y Times Sport, con las que estaban estrechamente ligados tres de los principales encausados: el diputado Carlos Navarro y el senador Josep María Sala y otros altos cargos del PSOE. El diputado Guillermo Galeote, responsable de las finanzas del Partido tuvo que dimitir por este caso.
Asimismo, fueron inculpados Emilio Ybarra y José Ángel Sánchez Asiaín, presidente y vicepresidente respectivamente del BBV (ahora BBVA) además de Alfonso Escámez, ex presidente del Banco Central y otros directivos de diversas empresas que dieron dinero al PSOE mediante la realización de inexistentes informes.
El senador socialista Josep María Sala fue condenado, por asociación ilícita y falsedad en documento mercantil, a una pena de tres años de prisión, así como a una multa de 350.000 pesetas.
Tras
permanecer 25 días en la cárcel barcelonesa de Can Brians, Sala fue puesto en
libertad provisional mientras se tramitaba el recurso de amparo presentado
contra la sentencia.
Finalmente,
se anuló la condena por falsedad en documento mercantil, y la pena total se
situó en dos años de prisión. En septiembre de 2004, Sala regresó a la
dirección del PSC. Asimismo, Carlos Navarro y los apoderados de
Filesa, Luis Oliveró y Alberto Flores, fueron condenados a 11 años de
prisión, pero no llegaron a cumplir sus condenas de forma íntegra, ya
que obtuvieron en el año 2000 un indulto parcial, concedido por el Ejecutivo de
José María Aznar, de tal forma que se redujeron a la mitad las condenas. En
aquel momento, ya disfrutaban del tercer grado penitenciario.
El indulto se amplió al resto condenados y fue el de mayor concedido por
un gobierno desde la Transición.
Mención aparte merece el llamado caso Juan Guerra que se destapó en 1989, así llamado por el hermano del vicepresidente Alfonso Guerra que fue acusado de enriquecimiento ilícito y de tráfico de influencias realizadas desde el despacho que ocupaba en la Delegación del Gobierno en Sevilla sin ostentar cargo alguno, por su condición de «asistente» de su hermano. Alfonso Guerra restó importancia al asunto y desafiante se negó a dimitir. La dirección del PSOE le apoyó y el grupo parlamentario socialista se opuso a la petición de la oposición para que se constituyera en el Congreso una comisión de investigación sobre el caso. La consecuencia de esta negativa fue el enrarecimiento de las relaciones entre el PSOE, por una parte, y el PP e Izquierda Unida, por otra, que se tradujo en el «enconamiento de la vida parlamentaria». Finalmente, Felipe González optó por destituir a Alfonso Guerra en enero de 1991. Por su parte Juan Guerra fue condenado en 1995 a dos años de cárcel, 50 millones de pesetas de multa y seis años y medio de inhabilitación para ejercer cargos públicos.
La salida del gobierno de Alfonso Guerra ahondó la división interna del PSOE que se había manifestado en el XXXII Congreso celebrado en noviembre de 1990 y durante el cual se enfrentaron el sector guerrista, fiel al todavía vicepresidente y crítico con el gobierno, y el sector renovador, afín al presidente González. Se desató entonces una sorda lucha que se agudizó con el estallido en mayo de 1991 de un nuevo escándalo de corrupción desvelado por el diario El Mundo, el ya comentado caso Filesa que esta vez involucraba a todo el partido.
Aún queda por reseñar el tercer caso de corrupción que salpicó al PSOE. Es el llamado «caso Ibercorp», también destapado por el diario El Mundo en febrero de 1992. El gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, fue acusado y encarcelado por mantener una cuenta con dinero negro en Ibercorp, la entidad financiera de su amigo Manuel de la Concha, ex síndico de la Bolsa Madrid, también procesado. El exministro de Economía y Hacienda Carlos Solchaga, que había nombrado a Rubio, dimitió como diputado. Este escándalo mostró las conexiones entre el gobierno socialista y la llamada beautiful people (‘gente guapa’), anglicismo con el que se designaba a los hombres de negocios y nuevos ricos que habían surgido en la «era socialista». No en vano Solchaga presumía de que España era el país del “pelotazo”, el mejor país del mundo para enriquecerse pronto.
Como apuntó David Ruiz, esta acumulación de escándalos de corrupción dio lugar «a una casi generalizada decepción política de la ciudadanía. No sólo se incrementó de modo considerable la hostilidad de la oposición en el parlamento al grupo socialista, sino que se convertiría en clamor popular la recuperación de la ética pública».
El PSOE quedó tan cuestionado que careció de credibilidad cuando presentó la denuncia de un caso de corrupción que afectaba al Partido Popular, el llamado «caso Naseiro», por el nombre del tesorero del PP, Rosendo Naseiro. Finalmente, el caso fue sobreseído por el Tribunal Supremo al anular como prueba las grabaciones de conversaciones telefónicas en que se basaba la acusación.
En medio de este clima político se celebraron los dos grandes eventos previstos para 1992 y que colocaron a España en las primeras páginas de los medios de comunicación de todo el mundo —fue «el gran año de España en el mundo», según David Ruiz—. Los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, los primeros de la «posguerra fría» por lo que participaron 171 países, la cifra más elevada de las registradas hasta entonces, fueron un completo éxito —también para los atletas españoles que obtuvieron 32 medallas, cuando en las anteriores olimpiadas de Seúl sólo habían conseguido 4—. Por su parte en la Exposición Universal de Sevilla del mismo año estuvieron representados 112 países y 23 organismos internacionales y fue visitada por 18 millones de personas, muchas de ellas llegadas a la capital andaluza en el AVE Madrid – Sevilla, inaugurado por Felipe González al efecto. Los dos eventos brindaron «la oportunidad de presentar a España en el V Centenario del Descubrimiento de América como un país moderno, definitivamente alejado del estereotipo romántico (de charanga, pandereta, bandoleros y toreros)».
Los dos grandes eventos de 1992 ocultaron que se había iniciado una fuerte recesión económica que se tradujo en un aumento brutal del desempleo que llegaría a alcanzar una cifra sin precedentes, 3,5 millones de personas, lo que suponía el 24% de la población activa. Los dirigentes socialistas reconocieron que el año 1992, que iba a ser el de la proyección al mundo de la modernidad de España, fue «catastrófico». En mayo de 1992 ya tuvo lugar una huelga general convocada por UGT y Comisiones Obreras como protesta por el «decretazo» del gobierno que recortaba las prestaciones por desempleo. Sin embargo, en 1992 el gobierno obtuvo un resonante éxito en la política antiterrorista gracias a la colaboración francesa: los tres máximos dirigentes de ETA eran detenidos en la localidad de Bidart cerca de la frontera española.
La ruptura de la unidad del partido se volvió a poner en evidencia durante la discusión del proyecto de ley de huelga presentado por el gobierno que fue criticado por el grupo parlamentario socialista en el que los «guerristas» tenían la mayoría. La disputa se zanjó con el adelanto de las elecciones a junio de 1993.
A pesar de todos los pesares, el PSOE volvió a ganar las elecciones de junio de 1993 en contra de todo pronóstico. Obtuvo 159 escaños por 141 el PP, mientras que Izquierda Unida, liderada por el comunista Julio Anguita consiguió 18 diputados. Según Santos Julià, la clave del inesperado triunfo del PSOE «se debió en muy destacada medida al liderazgo de Felipe González, que aseguró a sus electores haber entendido el mensaje y se hizo acompañar, como número dos en la candidatura de Madrid, de Baltasar Garzón, el juez que más se había significado por sus investigaciones sobre la guerra sucia contra ETA Sin embargo, los socialistas no renovaron la mayoría absoluta que tenían desde 1982 —se quedaron a 17 escaños—, por lo que para poder gobernar Felipe González tuvo que llegar a un acuerdo parlamentario con los nacionalistas catalanes y vascos —descartando el pacto con Izquierda Unida, como habían insinuado algunos miembros del sector «guerrista»
La tarea más urgente del nuevo gobierno fue afrontar la crisis económica. El ministro de Economía y Hacienda Pedro Solbes presentó a finales de 1993 un paquete de Medidas Urgentes para el Fomento del Empleo entre las que se volvían a incluir los contratos a tiempo parcial y en prácticas del anterior Plan de Empleo Juvenil, además de la legalización de las agencias de trabajo temporal. La oposición a los llamados por los sindicatos «contratos basura» culminó con la convocatoria por UGT y CC OO de una huelga general para el 27 de enero de 1994, que obtuvo un gran éxito, constituyendo según David Ruiz «la última huelga general obrera del siglo». Por el contrario, el gobierno socialista sí alcanzó el consenso con el resto de las fuerzas políticas y con los sindicatos en el tema de las pensiones, fruto del cual fue el acuerdo llamado Pacto de Toledo de abril de 1995.
Sin embargo, el principal problema al que tuvo que hacer frente el gobierno socialista de Felipe González fue la aparición de nuevos escándalos, que se tradujeron en un duro enfrentamiento con la oposición, tanto del Partido Popular como de Izquierda Unida, por lo que el cuarto mandato socialista sería conocido como la «legislatura de la crispación».
A finales de 1993 el Banco de España, respaldado por el gobierno, intervino el Banco Español de Crédito y su presidente Mario Conde fue destituido del cargo. Un año después Conde fue procesado por estafa y encarcelado. Otro «tiburón» de las finanzas, Javier de la Rosa, también fue detenido por estafa y malversación de fondos en la empresa Gran Tibidabo y como representante en España del grupo inversor kuwaití KIO. Fue encarcelado en octubre de 1994, abandonando la prisión en febrero después del pago de una fianza de mil millones de pesetas.
Entre los nuevos escándalos, el más espectacular y el de mayor impacto popular y mediático fue el llamado caso Roldán. En noviembre de 1993, Luis Roldán, primer director no militar de la Guardia Civil de toda su historia, fue detenido acusado de haber amasado una fortuna gracias al cobro de comisiones ilegales de los contratistas de obras de la Benemérita y a la apropiación de los fondos reservados del Ministerio del Interior. Cuatro meses después, en abril de 1994, Roldán se dio a la fuga. El antiguo ministro del Interior que nombró a Roldán, José Luis Corcuera, tuvo que dimitir como diputado, así como el ministro del Interior del momento, Antoni Asunción, por haberlo dejado escapar. Roldán fue detenido un año después de su fuga en Laos y devuelto a España donde fue juzgado y condenado a 28 años de cárcel y al pago de una multa de 1.600 millones de pesetas —aunque algunos medios estimaron que su fortuna, depositada en bancos suizos, superaba los 5.000 millones—. Otro caso de arribismo dentro del PSOE fue el de Gabriel Urralburu, un excura que llegó a ocupar la presidencia de la Comunidad Foral de Navarra y que fue condenado a once años de prisión por el cobro a las constructoras que obtenían contratos públicos de comisiones que iban a parar a su bolsillo o el de sus amigos y familiares.
Estos escándalos abrieron de la nueva crisis de confianza en el gobierno socialista, que se tradujo en la exigencia de la dimisión del presidente del gobierno por parte de José María Aznar, presidente del PP y de Julio Anguita, coordinador general de IU. El primero no se cansó de decir en el Congreso un dicterio que se hizo famoso, “Váyase señor González”. Los dos juntos conculcaron la pinza contra natura contra el PSOE.
La última legislatura de González se ganó a pulso el sobrenombre de “legislatura de la crispación”.
Ante el cúmulo de escándalos el líder de CiU y presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, retiró el apoyo parlamentario de los diputados de CiU al gobierno, por lo que éste quedó en minoría en las Cortes. El presidente del gobierno Felipe González no tuvo más remedio que convocar elecciones para el 3 de marzo de 1996.
El PP ganó estas elecciones, pero no por el amplio margen que se esperaba. Sólo superó al PSOE en 300.000 votos —9,7 millones frente a 9,4 millones y se quedó lejos de la mayoría absoluta. Consiguió 156 diputados, 15 más que el PSOE. Por eso Felipe González dijo aquello de que la suya había sido “una dulce derrota”. De todas formas, el PP logró su objetivo: Desalojar a los socialistas del poder «después de intentarlo con denuedo durante más de una década». Aznar imitó al PSOE y recurrió a los nacionalistas para poder formar gobierno entre los partidos nacionalistas. Pero como nadie regala nada, los nacionalistas se cobraron, una vez más, sus favores a la gobernabilidad de España en nuevas prebendas de cara a la independencia que se añadieron a las ya conseguidas durante los gobiernos del PSOE. Recuerdo que, ante tamaña anomalía, escribí una carta el director de El País defendiendo que había llegado el momento de ir a la Gran Coalición. Qué inocencia la mía.
La gran decepción por el resultado electoral se la llevó IU, que esperaba acercarse al PSOE, e incluso superarle, y se tuvo que conformar con 21 diputados.
Etapa popular
José María Aznar, el nuevo presidente del Gobierno de España, tuvo la bufonada de decir que comenzaba la que llamó Segunda Transición. Se basada en que, si la Transición acabó con el triunfo socialista en 1982, con el suyo se iniciaba una nueva Transición, la segunda según él por haber vuelto al poder la derecha de toda la vida, la que fue tildada por la izquierda de ser heredera del franquismo. Hay que anotar que, en 1978, Aznar, militante del partido Alianza Popular, que había cambiado su nombre por el de Partido Popular, manifestó públicamente que no le gustaba la Constitución que acababa de entrar en vigor. Una confesión que la izquierda le echó en cara en numerosas ocasiones. Con razón. No obstante, como la Moncloa bien vale una conversión a la democracia de 1978, no tuvo inconveniente de jurar cumplirla y hacerla cumplir como gobernante. Desde entonces el Partido Popular, sus dirigentes y sus militantes se declararon constitucionalistas, una decisión que conviene celebrar, lo que no ocultaba a nadie que en sus filas había quienes pertenecían al llamado “bunker”, es decir, nostálgicos del franquismo. Por esta razón, Santiago Carrillo decía que si en España no había extrema derecha es porque estaba dentro del PP. No obstante, si esto fue así, hay que congratularse de la labor de domesticación de fachas que consiguió este partido.
Durante los gobiernos de Aznar. El primero (1996 – 2000) con apoyo del nacionalismo catalán se recuperó algo la economía y se cumplieron las normas para entrar en el club de países de la UE que implantaron el euro como nueva moneda. El segundo (2000 – 2004) fue un gobierno del PP con mayoría absoluta. Aznar escoró la política exterior de España hacia USA y apoyó la invasión norteamericana en Irak después de participar en la reunión de Las Azores con el presidente americano y el premier británico.
La oposición socialista desarrolló una aparatosa campaña basada en el No a la guerra a pesar de que España solo participó en ella con una nave hospital anclada en el golfo Pérsico.
El 14 de marzo de 2004 tuvieron lugar las elecciones generales, pero el día 11 se produjo en Atocha el atentado que costó la vida a cerca de 200 personas. El gobierno inculpó a ETA y lo mismo hizo el del País Vasco. Los socialistas sostuvieron que el atentado fue obra de comandos islamistas como represalia al apoyo de España a la guerra de Irak. Por ello, el 13 de marzo, día de reflexión antes de las elecciones, los socialistas convocaron una manifestación en Madrid al grito de “Aznar asesino”, un eslogan con el que continuaron su campaña antibélica. Se dijo que si el atentado hubiera sido obra de ETA, el PP habría ganado las elecciones como vaticinaban todas las encuestas. Pero que, si se demostraba que el atentado era islamista como castigo a la participación en la invasión de Irak, los socialistas podían ganar las elecciones. La Opinión se inclinó por esta hipótesis y el candidato a presidente del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, un casi desconocido diputado que había sido previamente nombrado secretario general, se alzó con la victoria frente a Mariano Rajoy, el nuevo presidente del PP, el cual había sustituido a Aznar en el cargo cumpliendo así su promesa de renunciar al cabo de dos mandatos.
El atentado del 11-M fue el hecho más destacado que cambió radicalmente la política de España. Durante el primero gobierno de Zapatero, conocido como ZP (2004 – 2008) se produjo la gran crisis económica mundial de 2007 como consecuencia de la burbuja inmobiliaria del sistema bancario americano exportada al resto del mundo. El gobierno de ZP negó que la crisis afectara a España y continuó practicando una política de gasto hasta que fue llamada al orden por la Unión Europea y por USA en mayo de 2010. Ante la gravedad de la situación, ZP adelantó las elecciones a noviembre de 2010, elecciones que ganó el PP por mayoría absoluta.
El primer gobierno de Mariano Rajoy (2011 – 2015) tuvo que enfrentarse a una grave situación económica y financiera que recordó a la que el mundo padeció durante el crac de 1929. El paro laboral alcanzó niveles de vértigo y el sistema bancario, el que para ZP era el más sólido del mundo, entró en una situación de emergencia. La economía española estuvo al borde de ser intervenida por la UE como ya lo había sido la griega.
Rajoy volvió a ganar las elecciones de 2015 pero sin mayoría absoluta, lo que le obligó a gobernar en minoría. Tuvo que adelantar las elecciones a 2016 y volvió a ganarlas de nuevo sin mayoría debiendo gobernar con apoyos puntuales de otras fuerzas políticas. En junio de 2018 el PSOE presentó una moción de censura al gobierno apoyado por Unidos Podemos y por los nacionalistas vascos y los separatistas catalanes, inmersos estos en las consecuencias judiciales por el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. El gobierno del PP perdió la moción y el nuevo secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, que no era diputado, fue investido presidente del gobierno.
El gobierno de Pedro Sánchez necesitaba renovar puntualmente los apoyos de la moción, pero le fallaron a la hora de aprobar los presupuestos generales del estado de 2019. Por ello se vio obligado a adelantar las elecciones generales al 28 de abril. Todas las encuestas dan ganador al PSOE, pero sin mayoría absoluta. Por ello se especula con la posibilidad de que tenga que gobernar, de nuevo, con el apoyo de Unidos Podemos, nacionalistas vascos y separatistas catalanes.
Anexo 1
Antifranquistas: ¿todos?
La lectura de Golpe mortal, el reportaje brillante y documentado de tres periodistas acerca de la muerte de Carrero Blanco, llama la atención por un punto que no ha sido suficientemente destacado y que, en cierto sentido, constituye una excepción para lo habitual en España. A lo largo de sus páginas se siente la impresión, casi inesperada, de que los ministros de Franco no eran de plástico, sino que respondían a una racionalidad de acción, aunque ésta pueda ser juzgada luego en términos políticos positivos o negativos. En definitiva, se trata de seres humanos que responden de forma variada al estímulo de la circunstancia. ¿Significa este tipo de tratamiento, tan hábilmente llevado a cabo por los autores, un cambio en el talante global de los españoles al tratar del régimen franquista? Es difícil decirlo, pero de lo que no cabe duda es de que cuando se echa una ojeada a nuestro entorno, por lo menos hasta hace muy poco tiempo, la forma de tratar el régimen pasado, habitual en todos los medios, sean periodísticos o no, ha sido muy diferente. Da la sensación de que el régimen de Franco sea la oprobiosa; es decir, no sólo una dictadura, sino un tipo de régimen absolutamente montado en el predominio de poquísimos sobre una inmensa masa de opositores irracional en el comportamiento y, por tanto, inexplicado en sus praxis.
Cuando apenas se había iniciado la transición, Raymond Carr recuerda haber oído las declaraciones de un futbolista, expulsado del campo de juego por comportamiento poco correcto, declarando a la radio: «No creía que en una democracia pudieran pasar estas cosas». La democracia fue recibida como una especie de acto mágico que necesariamente purificaba a los malos del pasado, que, de forma consiguiente, habrían sido multiplicados basta el infinito. Ahora, en el ambiente popular, lo que caracteriza al juicio sobre el régimen pasado es un cierto antifranquismo retrospectivo. Respecto de él, lo que habría que recordar es que tenía sentido ser antifranquista en el momento en que existía Franco; entonces era lo éticamente correcto y lo peligroso, aunque bastante menos de lo que puede pensarse en principio. El antifranquismo retrospectivo tiene el inconveniente de ser una actitud autocompasiva y auto justificativa, pero, sobre todo, el de modificar la realidad pasada inmediata. La modificación más evidente sería la de considerar que todos los españoles habían sido antifranquistas durante aquel régimen. Ahora bien, basta con tener un mínimo de voluntad de veracidad para comprobar que no fue así. Si tomamos tan sólo el mundo intelectual, comprobaremos que figuras destacadas de él en el momento presente ejercieron funciones para las que fueron nombradas a dedo, ocuparon puestos de censor o de entusiasta ditirámbico del régimen, tradujeron e introdujeron ideologías de corte fascista y, sobre todo, escribieron bajo premisas que eran hechas posibles por la ideología propia del régimen.
Ahora bien, admitiendo esta realidad indudable, ¿qué pasa porque los hechos hayan sido objetivamente así? Lo que probablemente habría que hacer sería asumirla, tratar de comprenderla en su sentido real y no maquillarla con el propósito de modificar retrospectivamente el pasado. La dictadura de 40 años fue, ante todo, una situación que, a los ojos del historiador, parece inevitable después de una guerra civil. Que fuera una situación quiere decir que más que un régimen y antes que ello era la admisión por parte de aquella porción de la sociedad española que había ganado la guerra civil de un arbitraje ejercido por Franco. Es difícil prever qué hubiera sucedido si la guerra civil la hubieran ganado los otros, pero muchos (y entre ellos algunos extranjeros ilustres como Willy Brandt y George Orwell) juzgaron en su momento que un régimen dictatorial de algún tipo hubiera sido, en todo caso, la salida lógica del final de la guerra civil. Este tipo de situación perduró porque, guste o no guste, hubo años en los que tuvo un consenso relativamente elevado entre la población. Es difícil decir cuáles fueron exactamente esos años, pero probablemente deben situarse entre 1950 y 1956. La asunción de lo que realmente fue el franquismo debiera partir también del conocimiento de que no hubiera perdurado todo el tiempo que se mantuvo en el poder sin los errores de la oposición. Hemos hecho con frecuencia la historia no del franquismo, sino del antifranquismo, y probablemente hemos errado los historiadores en la atribución relativa de peso político de este último, quizá inferior a lo que le correspondería si hemos de prestar atención a los juicios que con respecto a él se hacen habitualmente.
Incluso habría que decir que las vías de salida del franquismo tampoco suenan como excesivamente heroicas, sino como paradójicas y con unos puntos de partida que hoy nos pueden resultar difícilmente aceptables. El falangismo de izquierdas era discrepante con respecto a Franco porque la apariencia de éste le parecía poco heroica, pero sobre todo lo era porque resultaba infinitamente más fascista que el general. Lo curioso es que de él se haya nutrido una cierta socialdemocracia. En cuanto al monarquismo liberal, al principio era mucho más lo primero que lo segundo, y sólo con el paso del tiempo supo percibir que la democracia tenía necesariamente que venir vinculada al establecimiento de un nuevo régimen institucional. Ha habido una tercera vía de crecimiento del antifranquismo, que es la de la edad, de la cual se puede decir que no es un mérito, sino un estado, y como tal tiene algo de inevitable. Incluso habría que añadir que la evolución producida en los sectores juveniles fue mucho más lenta de lo esperable y de lo que hoy habitualmente se dice. La generación que en los años sesenta estaba en la universidad no era en su totalidad, ni siquiera en su mayoría, antifranquista; los que estábamos en contra del régimen éramos más bien una exigua minoría. Sólo luego, aunque muy rápidamente, ser a la vez profesor universitario y ser franquista se convirtió en una extravagancia.
El conjunto de hechos y de datos que aquí se mencionan no quisiera ser sólo un desagradable recordatorio, sino un intento de asumir el pasado de forma que la reconstrucción del mismo tenga una voluntad inequívoca de veracidad. Eso, desde luego, cuesta, pero, evidentemente, es un sano ejercicio colectivo. La prueba de que no es fácil es que sólo hace unos años Italia ha empezado a juzgar con voluntad de imparcialidad al régimen fascista, un sistema político que, si produjo por represalias mil veces menos muertos que el franquismo, sin embargo, fue infinitamente más totalitario. En los últimos años se ha producido, sin embargo, un intento de asumir su historia, de aceptar que Italia fue pasivamente fascista en una buena cantidad de años y de que lo fueron incluso personajes relevantes que ocupan un lugar merecidamente importante en la Italia actual. Si Italia ha tardado 30 años en hacer esta operación de reconversión de sus juicios históricos, España podría hacerlo antes. No en vano hemos hecho ya una operación histórica difícilmente repetible, como es la transición desde un régimen dictatorial a una democracia.
Si no tuviera un contenido excesivamente moralizante, yo me atrevería a decir que el franquismo fue un pecado colectivo, de todos los españoles, como una especie de purgatorio impuesto como consecuencia de haber cometido el acto contra natura de una guerra civil. Habría que admitir además que la dictadura es siempre una tentación. El hacerlo es la mejor vacuna para evitar que se produzca un régimen de este tipo.
Anexo 2
Después de las elecciones del 20D de 2015 “En España la situación es seria y preocupante”
Formado en Oxford, Juan Carlos Fusi es uno de los referentes de la historiografía española. Un nuevo libro disecciona su trayectoria
3 ABR 2016 – 00:09 CEST El historiador Juan Pablo Fusi en Madrid.
El rigor académico, un inmenso caudal de lecturas, su larga experiencia como docente y una importante bibliografía, en la que se mezclan trabajos de investigación con brillantes ensayos de divulgación, han convertido a Juan Pablo Fusi (San Sebastián, 1945) en uno de los referentes indiscutibles de la actual historiografía española. Formado en Oxford con Raymond Carr, donde fue después director del Centro de Estudios Ibéricos del St Antony’s College, es catedrático emérito de la Universidad Complutense y enseñó también en las de Cantabria y el País Vasco. Fue director de la Biblioteca Nacional, del Instituto Universitario Ortega y Gasset y de la Fundación del mismo nombre. “Mi generación ha estado ‘a la sombra de la democracia’, por servirme de una idea del británico David Cannadine, que dice de los historiadores de su país que han estado a la sombra de Churchill”, comenta. “Qué pasó para que fracasara la República y se produjera la Guerra Civil, y qué había que hacer para restablecer una democracia que fuera estable tras la dictadura: ésa ha sido la preocupación que nos define”. Fusi acaba de publicar BREVE HISTORIA DE ESPAÑA Galaxia Gutenberg), donde sintetiza admirablemente cuánto ha pasado desde la Edad Media hasta hoy. Además, un libro colectivo Juan Pablo Fusi, el historiador y su tiempo (Taurus) que han coordinado María Jesús González y Jesús Ugarte disecciona su trayectoria.
¿Cuáles son sus credenciales como historiador?
Tengo que ver con lo que se llama empirismo británico: el horror a las generalizaciones y la exigencia de que las afirmaciones que sean verificables. No usar lenguajes aparatosos, no abusar de los conceptos de clase. Raymond Carr fue muy importante. Y también Isaiah Berlin. Me interesa su crítica del determinismo: su idea de que la historia es azarosa e irrepetible amplía la libertad del individuo. Trabajé también muy intensamente con el grupo de historia social de Oxford.
Dedicó mucho tiempo al País Vasco y subraya su pluralismo. ¿No es extraño con un nacionalismo tan fuerte?
A partir de 1880 la industrialización y la modernización rompen el País Vasco etnográfico. Hay una llegada masiva de trabajadores y una ruptura del tejido tradicional con la industrialización masiva de la ría de Bilbao, y empiezan a coexistir varias culturas y subculturas políticas. El pluralismo es lo que define a la sociedad vasca de entonces y conviven allí una cultura vascoespañola y una cultura euskaldun, hay liberales y conservadores, carlistas, socialistas, republicanos y nacionalistas.
¿Por qué entonces la irrupción de ETA?
Los historiadores no podemos contestar a los porqués sino a los ‘cómo y cuándo’, que a veces puede ser otra manera de explicar el porqué. ETA surge en los sesenta por la falta de libertades en España durante el franquismo y como una reacción generacional, pequeña, y minoritaria, en el interior del nacionalismo a la pasividad del PNV, desaparecido en la clandestinidad y el exilio. Hay un temor evidente en sus primeros dirigentes a que el intenso desarrollismo de aquellos años fuera a acabar con cualquier conciencia de identidad vasca.
¿Eran muy fuertes esas señas de identidad?
Esa conciencia identitaria nunca desapareció: la mantuvo una parte de la Iglesia, estaba en los deportes rurales, en la vida de las localidades pequeñas, en el euskera, aunque fuera declinante. Ese sentimiento, que parecía dormido y anestesiado, está en el surgimiento de ETA. Y la dureza de la represión que se da entre 1970-1975 favorece su legitimación no sólo entre los nacionalistas, sino también entre los que luchaban contra la dictadura.
Su interés por el nacionalismo, ¿viene de ahí?
Influye la preocupación por el País Vasco y por “las circunstancias” de España, por utilizar términos de Ortega. Mi primer libro es de 1975, y el establecimiento de la democracia y la reorganización territorial del Estado español son en ese momento cuestiones insoslayables. Había una idea que pesaba mucho: el supuesto fracaso de España como nación durante el siglo XIX y XX, que se había traducido en la destrucción de la República y la Guerra Civil. Toda mi generación se ha acercado a este asunto por diferentes caminos, estudiando la Restauración, el caciquismo, el movimiento obrero, la izquierda, la ultraderecha… La gran preocupación era conquistar una democracia estable.
¿El peso de un Estado español fuerte provocó el surgimiento de los nacionalismos periféricos?
En España no hubo un nacionalismo fuerte. Así lo entendió Ortega cuando decía en 1916 o 1917 que del localismo que hay, había que hacer el nacionalismo que no hay. O Azaña, cuando al final de la guerra afirmaba que España no tuvo nunca un gran Estado como Francia: estaba pensando que no habíamos tenido escuelas, ni maestros que explicaran una idea del país, ni una acción del Estado que construyera carreteras por todo el territorio. El Estado español del XIX es débil, pequeño e ineficiente y no sirve como elemento de vertebración nacional. Así que no supuso ninguna presión para que surgieran los nacionalismos periféricos.
No sería un Estado fuerte, pero España no dejó de provocar incontables lamentos.
En términos académicos, el esencialismo español, ese agonismo trágico del 98, me parece agobiante e históricamente falso. Es un Estado débil, incluso se podría hablar de Estado fallido, pero no creo que haya una excepcionalidad española. Tal vez el error que produce tanto catastrofismo sea medirse con Gran Bretaña, Francia o Alemania. Si la comparación es con Italia, Portugal, los países del este de Europa o Grecia, se ve claramente que no estamos en la cola del furgón. Lo que es llamativo es esa gran crisis de conciencia nacional, ese dolor de España.
¿Cuál es el peso de Franco en todo esto? Le dedicó una biografía.
Fue un encargo de EL PAÍS. El Franco que aparece ahí es un Franco distante, frío, anodino, mediocre. Y, fundamentalmente, un militar. Esto es importante porque, en ese Estado débil, fue el Ejército, y sobre todo el Ejército de Marruecos, el que termina encarnando el nacionalismo español. Nunca fue de masas, como el fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán, pero sí existió un Ejército que fue hostil al liberalismo, al sistema parlamentario, y luego a la República. Un Ejército que se identifica como la columna vertebral de España y que interviene con dureza cuando la ve amenazada. Eso le da carácter al régimen franquista: fue menos fascista que el fascismo italiano, pero infinitamente más represivo. La dictadura fue una amalgama de ideas de Falange, del catolicismo y del sentido de unidad, disciplina y orden de los militares.
¿Puede hablarse de la dictadura como de un paréntesis en la historia de España?
No. Hay dos cambios importantes: el despegue económico y social de los sesenta; y la construcción de un fuerte sector público y una Administración poderosa con cerca de un millón de funcionarios. Poco a poco, la distancia entre una sociedad en vías de modernización y un régimen anacrónico es cada vez mayor. No es que la Transición ocurriera de manera automática, pero aquello no podía aguantar: no habría franquismo tras la muerte de Franco.
¿De dónde viene su interés en tantas de sus obras por la cultura?
Es una de las contradicciones con mi formación anglosajona. El historiador Alan Taylor llegó a decir que Virginia Woolf carece de interés para el historiador. Pero los de mi generación estuvimos en esto, íbamos a jugar a los intelectuales en la facultad con Camus debajo del brazo, y comprábamos Le Monde los viernes por el suplemento de libros y las crónicas de cine. Yo las recortaba y las pegaba en un cuaderno. Isaiah Berlin sí creía en el poder de las ideas. El mundo del pensamiento explica y jalona buena parte de la actividad humana, y la novela o el cine son una reflexión sobre esta condición: un pedazo de la realidad de la que también debe ocuparse el historiador.
¿Y su dedicación a tantos trabajos de síntesis?
Me propusieron hacer una “historia mínima” de España y acepté halagado porque el encargo procedía del Colegio de España de México y era un homenaje a Daniel Cossío Villegas: palabras mayores. Es un trabajo que exige muchas lecturas para poder ir a lo esencial y establecer los temas más sustantivos. He querido ir introduciendo la idea de que hay mucho de azaroso en la historia, y las cosas pudieron haber sido muy distintas.
¿Cómo ve la España de ahora?
Con perplejidad, irritación y preocupación. Hay mucha confusión. Quizá un sistema de partidos más complejo favorezca el juego de consensos y alianzas, habrá que esperar. Pero todo lo que he ido viendo me resulta desolador, o por quitar dramatismo, decepcionante. Camus dijo en algún momento refiriéndose a la crisis de Argelia que la situación era seria, pero no trágica. En España la cosa es seria y preocupante, decepcionante en muchos sentidos, pero todavía no ha llegado a ser trágica.
Anexo 3
La paradoja de la Transición
(cita del libro de Javier Cercas “El punto ciego”)
En el año 2009 publiqué un libro titulado Anatomía de un instante, que en su momento la mayoría de los lectores españoles no consideró una novela; yo mismo, aunque sabía o sentía que era una novela, prohibí de entrada a mi editor que lo presentara como tal.
Anatomía explora un momento decisivo en la historia reciente de España. Ocurrió la última vez que los españoles practicamos nuestro deporte favorito, que no es el fútbol, como suele pensarse, sino la guerra civil o, en su defecto, el golpe de Estado; como mínimo hasta hace poco: al fin y al cabo, hasta hace poco tiempo todos los experimentos democráticos terminaron en España con golpes de estado, de tal manera que en los dos últimos siglos se produjeron más de cincuenta. El último tuvo lugar durante la tarde del 23 de febrero de 1981, seis años después de la muerte del general Franco, cuando un grupo de guardias civiles entró disparando en el abarrotado Parlamento español con la intención de terminar con la democracia, instaurada apenas cuatro años atrás, y solo tres de los parlamentarios se negaron a obedecer sus órdenes y tirarse bajo los escaños: uno de los tres era Adolfo Suárez, antiguo secretario general del partido único franquista, primer presidente democrático y arquitecto principal de la transición de la dictadura a la democracia; otro era Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del gobierno y antiguo general franquista reconvertido en líder del ejército democrático; el último era Santiago Carrillo, secretario general del partido comunista, líder del antifranquismo durante la dictadura y, junto con Suárez, coarquitecto de la transición. Siempre he pensado que las preguntas más fértiles son las que hacen los niños (…) así que mi libro se hace una pregunta elemental, casi infantil: ¿por qué precisamente los tres?; ¿or qué quienes aquella tarde se jugaron la vida por la democracia fueron precisamente esos tres hombres que la habían despreciado durante casi toda su vida?; ¿significa algo especial ese instante?; ¿qué sentido encierra ese triple gesto, si es que encierra alguno?; y sobre todo,: casi intuimos de inmediato el porqué del gesto de Gutiérrez mellado, un viejo general que había hecho la guerra con Franco y llevaba la disciplina en las venas, pero ¿por qué el gesto de Suárez –alguien por quien, dicho sea entre paréntesis, entes de escribir el libro yo no sentía la menor simpatía-, qué significado encierra el gesto de este hombre, qué significa la imagen grabada por televisión de Suárez sentado en su escaño azul de primer ministro, solo e inmóvil en el hemiciclo bruscamente desierto mientras silbaban a su alrededor las balas de los golpistas?. Tratar de contestar a esas preguntas o de agotar el significado de ese instante obliga a indagar en las biografías de los tres protagonistas y en los azares inverosímiles que las unen y las separan, así como a describir la extraña figura que componen, obliga a explicar el golpe de Estado del 23 de febrero, obliga a contar la historia del triunfo de la democracia en España en los años setenta y ochenta del siglo pasado. (Es lo que hace Anatomía de un instante de forma convincente)
Anexo 4
La obligación de la verdad
La política es más que nunca una lucha de intereses que se camufla como una lucha de ideales. No alcanzar un acuerdo sobre quién debe gobernar no es la causa de la enfermedad, sino tan solo uno de sus síntomas más mordicantes
Como constitucionalista interino en tareas políticas (me apunto a la autodefinición de Ortega como diputado por León en las Cortes republicanas: “transeúnte de la política”), no tengo más remedio que contrastar cada día mis teorías adquiridas en libros y aulas con la realidad de gobierno. El ejercicio es apasionante pero difícil porque descubro que no pocas de las ideas que me parecían incontestables no son sino un envoltorio de relatos mitológicos; no son ideas, sino ideología, es decir, el mapa de una realidad conflictiva que se dibuja no desde las coordenadas reales de cómo funcionan las cosas, sino de cómo algunos imaginan que sería deseable que lo hicieran.
Recuerdo las agudas reflexiones de Ortega sobre la búsqueda de la verdad en El espectador. De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, escribió Ortega, “la más acerba, inquietante e irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la Tierra es la de los hombres veraces”. Y constataba: “No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas a usar de las cosas como les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en el libro de versos y en el libro de Historia, en el gesto rígido del hombre moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en la celda del monje. Hace falta afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad”. Por supuesto, ese deseo de la verdad no asegura su éxito en quien lo alega. Es posible que solo quien dude seriamente y no solo a efectos retóricos de sus propias “verdades” está en condiciones de acceder a la verdad íntima de las cosas, y siempre de modo precario. Joubert dijo que hay que presumir de ser razonable, pero no de tener razón.
Todo esto viene a cuento porque me parece que lo peor de nuestro estancamiento político actual no proviene de la dificultad concreta de formar Gobierno, sino que trae causa de un problema mayor y anterior de ética pública, un problema de actitud, estilo y formas. No alcanzar un acuerdo sobre quién debe gobernar no es la causa de la enfermedad, sino tan solo uno de sus síntomas más mordicantes. Me atrevería a resumir el problema en la dificultad de nuestros actores políticos para conjugar un “nosotros” que abarque de modo creíble a toda la ciudadanía. Por el contrario, a la mayoría solo parece importarle “los nuestros” y “lo nuestro”.
Una aspiración a la unidad total es incompatible con la idea democrática
Los nuestros. Obviamente, “partido” es lo opuesto a “entero”. El proceso político es impensable sin posiciones diferentes porque debe reflejar el pluralismo social. Una aspiración a la unidad total, incluso en momentos críticos como el presente, es imposible e incompatible con la idea democrática, que solo avanza desde el conflicto derivado del pluralismo, o, mejor dicho, desde la resolución pacífica y dialogada de ese conflicto. Los partidos expresan un “nosotros” diferente a “los otros”. Pero en nuestro país ese “los nuestros” está alcanzando una densidad paroxística y las cúpulas de los partidos corren el riesgo de convertirse en sectas especializadas en asaltar el poder y mantenerse en él. Los ciudadanos, e incluso los militantes de base, asistimos atónitos e impotentes (ya que luego se nos permitirá elegir solo a quienes hayan resultado vencedores) a las luchas de clanes dentro de los partidos, eso sí, envueltas en toda una justificación retórica sobre no sé qué elevados ideales. Postulan un “nosotros” limitado a los que forman parte de la tribu, a “los nuestros”. El tono sectario se agrava aún más en el caso de los populistas (que parten de una presunción de culpabilidad moral de todos los que no son como ellos) y de los independentistas (cuyo discurso opone, casi genéticamente, a unos españoles frente a otros).
Lo nuestro. El paupérrimo equipaje ideológico de nuestros partidos solo les sirve a sus élites para disfrazar con un aura de respetabilidad su ansia de poder. Solo se habla de “lo nuestro” para legitimarse ante “los nuestros”. El resultado es el argumentario previsible, políticamente correcto (incluso cuando es incorrecto) y pobre de costumbre. La única verdad que importa es la electoral. No dejemos que la realidad estropee nuestros prejuicios. Los intelectuales han huido de los partidos: ya solo hay expertos en comunicación. El parlamento real, el que está en los platós de las televisiones, y los otros, los formales, sirven para teatralizar las discrepancias según un guion prefijado. Lo único que interesa es asaltar el poder, pero ¿cómo podría hacerse con éxito si hubiera que explicar a la ciudadanía que, por causas nacionales e internacionales que nos superan ampliamente, tenemos que reducir drásticamente las cuentas o que, por ejemplo, la sanidad y la Seguridad Social no son sostenibles sin cambios?
Los intelectuales han huido de los partidos: ya sólo hay expertos en comunicación
Como miembro de un Ejecutivo regional, por cierto, bien riguroso en el manejo de los dineros públicos, me preocupa y mucho la creciente esquizofrenia entre el discurso de la realidad económica, tan crudo y restrictivo aún, y el discurso político de la extensión ilimitada de los derechos, tan halagador para el electorado y tan deseable como imposible. En contra de la demagogia partidista, el dinero no se reproduce por esporas; no va a haber más dinero a corto plazo; no podemos negarnos a pagar a nuestros acreedores (ya no cuela hacerse un Tsipras); el dinero que va para una cosa y para alguien hay que detraerlo de otra y de otros destinatarios; no es fácil distribuirlo consensuadamente entre las comunidades; y la idea de despojar a los ricos para repartir a los pobres y de esa manera solucionar todos los problemas funciona mejor en el bosque de Sherwood que en un país real.
Evidentemente, hay que embridar a los que se están haciendo salvajemente ricos con la crisis y hay que revertir el crecimiento de las desigualdades, pero con enfoques menos simplistas y anticuados. Como también es una obligación de la verdad, en contra de la otra gran demagogia partidista (que, de nuevo, tan solo oculta el ansia por mantenerse en el poder), observar que no cabe la independencia de un territorio de una manera tan sencilla y amable como la que se propone, y, mucho menos, si es de manera unilateral. La política es más que nunca una lucha de intereses (la defensa de “lo nuestro” para “los nuestros”) que se camufla como una lucha de ideales (de igualdad, de nación, etcétera). Nuestros partidos tienen graves dificultades para construir un discurso serio sobre un “nosotros” nacional. El problema no es ya solo tener Gobierno, sino cumplir o no con la obligación de la verdad.
Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid y consejero de Educación de Castilla y León.
Anexo 5
Gregorio Morán: «Los padres de la Transición eran absolutamente impresentables»
Publicado por Antonio Yelo
Leídos los libros de Gregorio Morán (Oviedo, 1947) no se entiende por qué aún no ha sido aupado por los medios de comunicación de nuestro país a la categoría de leyenda del periodismo de investigación como sí se ha hecho en los Estados Unidos con Seymour H. Hersh o Bob Woodward por poner solo dos ejemplos. Algo tan injusto e incomprensible tiene dos ventajas. La primera que el protagonista de esta entrevista sigue trabajando en lo que mejor sabe hacer, escribir ensayo periodístico. Y la segunda que continúa siendo una persona accesible que se caracteriza por la claridad con la que habla. Caiga quien caiga, Gregorio Morán se mantiene fiel a sus principios y sigue compartiendo con sus conciudadanos toda aquella verdad de la que tiene conocimiento. Esa suerte tenemos.
Gregorio Morán escribe desde hace veinticinco años una columna en La Vanguardia, «Sabatinas Intempestivas», ha trabajado también en Diario 16, Opinión y La Gaceta del Norte, rotativa de la que fue director. Tiene publicados varios libros sobre los temas más polémicos de los últimos cuarenta años de la historia de España de los que destacan las dos biografías sobre el primer presidente de la democracia: Adolfo Suárez: Historia de una ambición (Planeta, 1979) y Adolfo Suárez: Ambición y destino (Debate, 2009). Se le sigue considerando uno de los más fiables expertos en un tema siempre controvertido: la Transición política española del franquismo a la democracia.
Me gustaría comenzar recordándole la dedicatoria de su biografía del primer presidente de gobierno de la democracia, Suárez. Ambición y destino (Debate, 2009): «A mi generación que empezó luchando contra la mentira que fue el franquismo y que luego acabó aceptando todas las demás». ¿Realmente toda su generación luchó contra el franquismo?
Se trata de un recurso retórico. De otro modo tendría que utilizar «yo y mis amigos» u otra expresión del estilo. ¿Toda mi generación luchó contra el franquismo? Pues no. Hubo una parte —no la más importante— que sí lo hizo, pero no la mayoría. Ahora se ha inventado una forma perfecta de meternos a todos que es aquello de la «oposición silenciosa». Me parece una fórmula preciosa para engañarnos a nosotros mismos. Mi abuela se murió sin saber que había pertenecido a la «oposición silenciosa» porque nunca había dicho absolutamente nada, ¿me entiende? Esto lo inventó un profesor cuyo comportamiento político y el de su familia fue el de una muy silenciosa oposición. Pero se puede decir que en la generación de los sesenta y los setenta era ya insólito encontrarte a alguien que fuera franquista. A partir del 68 o 69 ya no recuerdo que se dijera que «fulano es un franquista». Hablo del entorno generacional. Sí había algo significativo —aunque ahora se niegan a reconocerlo—. Sí había mucho Opus. Opus «opositor», que te vendía como una maravilla a Gonzalo Fernández de la Mora y al resto de los pensadores (o supuestos pensadores) del Opus. Luego todos esos que te querían convencer pasaron al PCE. Tengo, por ejemplo, un amigo, que tuvo importancia durante un tiempo en la política asturiana e incluso en Madrid, al que hace poco recordé que, en aquellos tiempos, paseando por un parque en Oviedo, me dijo que estaba en la obra (el Opus) y que había que leer a Fernández de la Mora. Me lo negó. «¿Yo?, imposible», me dijo.
Conociendo lo que fue Suárez antes de llegar a presidente del gobierno: su poca formación, su falta de cultura, su incapacidad para aprobar unas oposiciones… ¿Por qué se le eligió para ser el primer presidente de la democracia?
Bueno, ahora resulta que Suárez tiene muchos padrinos. Además, al estar mudo, sordo y ciego —podríamos decirlo así— tiene muchísimos más. Suárez es un sucesivo descubrimiento para cosas diferentes: Franco lo descubre como gobernador civil, otro lo descubre para dirigir la televisión, otro como secretario general de algo… Para la Transición el hombre que lo descubre —no hay discusión posible— es Torcuato Fernández Miranda. Lo que ocurre es que ya nadie se acuerda de este señor. El otro día me invitaron a la universidad Pompeu Fabra a hablar de la Transición y los chicos, nacidos en el 93, no tenían ni idea de quién fue Torcuato Fernández Miranda. Por eso la única figura que queda es la del Rey. El Rey como supuesto descubridor de Suárez. Además, con esta última galería de pelotas… ¿Cómo se llama el que le hizo el famoso discurso a Suárez?
Fernando Ónega.
Fernandito, si. Conozco demasiado a Fernando Ónega como para leerme su libro, su última mentira [se refiere a Puedo prometer y prometo; Plaza & Janés, 2013, NdR]. No es que le hiciera ese discurso a Suárez, le hizo todos los discursos. Por orden siempre de Torcuato Fernández Miranda. Del mismo modo que hacía todos los editoriales del diario Arriba, de la Falange. Siempre por orden de don Torcuato. Y si fue cesado para realizar esa tarea, se debió a que un día se le ocurrió a Ónega publicar un editorial sin consultar con él. Es decir: era simplemente un plumilla. Un plumilla brillante, aunque también es verdad que no tenía mucha competencia. Bueno, sí, alguien había: en Arriba también publicaba Pedrito Rodríguez, otro gallego. Ahora nadie se acuerda de nombres como ese, pero en su día fue importante. No me imagino las boberías que ahora puede estar diciendo Fernando Ónega.
¿Y lo que Suárez hizo por el entonces príncipe Juan Carlos cuando era director de TVE, o cuando era gobernador de Segovia? ¿Y lo bien que gestionó Adolfo Suárez lo de la huelga de Vitoria o lo de la tragedia de Los Ángeles de San Rafael? ¿Todos aquellos servicios no influyeron en la decisión del Rey en favor de Adolfo Suárez?
Para el Rey aquello no fue significativo porque eran cosas que las hacían también otros. Quizá no tenían el talento que tenía Adolfo, porque Suárez era un seductor de serpientes. Ahora, que al Rey le llamaba la atención la predisposición de Suárez al servicio —para entendernos—, eso es obvio. En definitiva: el Rey sí sabía quién era Suárez.
Se ha dicho repetidas veces que el Rey y Torcuato no eligieron a Areilza o a Fraga que, en principio, y analizando los candidatos de forma objetiva, estaban más cualificados, porque no hubieran sido tan manipulables como Suárez. ¿Es eso cierto?
La decisión se tomó entre el Rey y Torcuato. El Rey no se distingue —y lo ha demostrado a lo largo de su carrera— por un talento político notable. En una sociedad normal —esto hay que decirlo así de claro— hubiera sido ya derrocado. Por todo tipo de motivos: irregularidades económicas, irregularidades personales, colaboración en el 23-F, etc, etc… Es decir que en su cartilla de servicios el Rey no puede presumir de sus méritos, no. Sus méritos son absolutamente para echarlo. Claramente. Por eso necesitó primero una sociedad española muy transigente y de alguien que le ayudara a orientarse en la política, algo de lo cual no tenía ni zorra idea. Y ese hombre era Torcuato Fernández Miranda, un profesional de la política al que conocí mucho, y en el que todos tienen un interés especial en eliminar de la película. Ónega por razones obvias, porque las servidumbres que le hizo no le gusta recordarlas. Y el resto porque los engañó. Torcuato los fue engañando a todos prometiéndoles a cada uno aquello que querían.
En su libro he leído que uno de los «utilizados» por Fernández Miranda fue José María de Areilza.
La forma en que engañó a Areilza fue magistral. Magistral e inédita en los estilos políticos que se manejaban entonces en España. Torcuato era un tipo con talento para el juego político. Se defendía muy bien a pequeña escala, pero siempre con una visión estratégica. Veía más allá del corto y medio plazo.
¿Podríamos decir que Torcuato Fernández Miranda tenía un estilo británico de hacer política?
Sí, pero con un tono italiano, un tono andreottiano. Fue un hombre —también como Andreotti— que nunca tuvo ninguna preocupación económica. Me refiero a preocupación por quedarse con dinero. Al punto que me consta que al final de su vida tuvo que pedir ayuda al Rey porque no le llegaba el sueldo. Esa ayuda la consiguió de una forma un tanto rarita, pero… la verdad es que no le llegaba.
Usted habló con Fernández Miranda y verificó con él los contenidos de su primera biografía de Adolfo Suárez que fue publicada en 1979.
En la primera biografía de Suárez que escribí no cito tanto a Torcuato. En la segunda la situación había cambiado. La primera y la segunda tienen poco que ver. En la primera, Adolfo Suárez aún era presidente del Gobierno, acababa de ganar las elecciones de marzo del 79 y era el intocable. Cuando hago la segunda (2009) es a partir de la foto inefable con el Rey (aquella en la que salen los dos de espaldas y el Rey le pasa un brazo por el hombro a Suárez) que es con lo que empiezo mi relato en ese libro. Las reacciones al primer libro fueron brutales. Mucho más brutales desde la izquierda que desde la derecha, lo cual es sorprendente. Santiago Carrillo llegó a decir que era «pornografía política». Entonces Carrillo estaba intentando formar la gran coalición para, de ese modo, entrar en el gobierno; el PSOE estaba muy radicalizado… Adolfo Suárez, sin embargo, reconoció años después que la biografía más objetiva que se había hecho de él en aquellos años era la mía. Porque luego, claro, cuando empezó su decadencia política, lo pusieron a parir.
Hay dos libros porque hay dos etapas. El hombre sigue siendo el mismo, lo que cambia son los entornos. Hay personas que me dieron información para la elaboración del primer libro a los que entonces no podía citar. Algunos de ellos, treinta años después, en el segundo libro, sí los pude citar con nombre y apellidos.
Una de sus aportaciones a la historia reciente de España es la descripción que hace usted en la biografía de Suárez de la votación —entonces secreta— que el Consejo del Reino hizo el 3 de julio de 1976 para elegir la terna que debía ser presentada al Rey para la elección de presidente del Gobierno.
Se ha dicho que fue Torcuato quien me facilitó esa información y no es cierto.
¿No va a desvelar, perdone que le interrumpa, cuál fue su fuente? Ya han pasado treinta y cuatro años.
No, nunca. Porque se quedaría todo el mundo tan sorprendido que parecería una charada. Y el tío —la fuente— se moriría del susto.
Perdone la interrupción. Por favor, continúe con el relato de su entrevista con Torcuato Fernández Miranda.
Sí, se lo voy a contar porque periodísticamente es muy bonito. Yo entonces era joven, audaz y temerario. Más que ahora, claro. En el proceso de comprobación de los datos que había obtenido, a todo el mundo —los que intervenían en mi libro— le decía lo mismo: «usted va a leer la parte que le corresponde antes de que se publique». Con lo que todos encantados. Y yo cumplí estrictamente lo prometido. Pero, como diría el propio Torcuato Fernández Miranda, era una trampa saducea. Porque yo les decía que lo iban a leer, no que lo iban a poder corregir. Ellos pensaban que iban a tener la capacidad de hacer lo que se hacía en el franquismo —y hoy aún más—, eso de «lo he leído, pero esto no me gusta y me lo tiene que cambiar y aquello quítemelo que no puede salir». No, no, yo les respondía que si hubiera errores los quitaría, pero eso no significaba que ellos pudieran corregir.
Con Torcuato fue terrible, fue terrible. La escena con Torcuato fue una de las más hermosas, periodísticamente hablando, de mi vida. Él estaba en su chalet de Somió, en Gijón. Estamos en verano del 79. Entonces Torcuato seguía siendo Torcuato. Tenía mucho poder. Además, todo el mundo sabía que yo estaba escribiendo aquel libro. Había mucha tensión. Me presionaban para que enseñara el libro. Pero tenía claro que, si lo enseñaba antes de que se publicase, se acababa el libro. Lara (el dueño de Planeta, editorial que publicó el libro), a mí me constaba, lo había dejado leer a algunas personas, pero todos disimulaban como si no lo hubieran hecho. Lara no quería meterse en más líos de los necesarios, por eso no permitió que circulase mucho el manuscrito antes de la edición. No quería verse comprometido a quitar una parte.
Voy a ver a Torcuato a Gijón, me acuerdo como si fuera ahora. Yo entonces estaba pasando una muy mala racha económica y la gente lo sabía. Las ofertas eran suculentas. Hubo un momento en que me decían que podía ganar más dinero vendiendo el libro que publicándolo.
Jaime Campmany, en un artículo de ABC de 28 de octubre de 1979 titulado «El parto de los montes», cuenta que se había leído el libro en una noche gracias al interés que el ministro Pérez Llorca tenía en que no se publicase. Y habla de ofertas de millones y muchas presiones.
Ofrecieron de todo. Le sigo contando mi visita a Torcuato. Entonces mis padres vivían en Oviedo, me fui a su casa y al día siguiente cogí el autobús y me planté en Somió, cerca de Gijón. Me había citado a las cuatro. Hay una cosa curiosa sobre Torcuato: lo vi tropecientas veces; pues nunca me ofreció ni un café. Es una cosa muy significativa. Yo era como del servicio. Era para él —así me veía— como lo fue Ónega en la época del diario Arriba. Nunca olvidaré las formas en que me recibió. Él, a veces, se refería a sí mismo en tercera persona, lo cual me llamó siempre mucho la atención. Decía: «entonces Torcuato Fernández Miranda dijo…» Era una cosa fascinante.
[En este momento Gregorio Morán interpreta delante del entrevistador su escena con Torcuato Fernández Miranda, como si de una obra de teatro se tratara, haciendo las dos voces].
—Torcuato: ¿Ya ha terminado el libro?
— Gregorio: Sí.
— Torcuato: Ah, muy bien, muy bien. ¿Y cuándo piensa usted sacarlo?
— Gregorio: Pues pienso sacarlo ahora en otoño.
— Torcuato: Muy bien, muy bien. ¿Y cuál es la parte que le interesa a Torcuato?
— Gregorio: Le he traído la parte que le había prometido: lo que tiene que ver con el Consejo Nacional del Movimiento, con el Consejo del Reino, las votaciones…
— Torcuato: Pues déjemelo y hablamos, no sé… Llámeme la próxima semana.
— Gregorio: No, no, está usted equivocado. Yo se lo traigo para que lo lea y luego me lo llevo.
Me miró con aquella mirada que tenía él y me responde con cara de pocos amigos:
— Torcuato: ¿Quiere usted decir que me voy a tener que leer esto delante de usted? Pero ¿no se fía usted de mí?
— Gregorio: Yo me fio de usted, pero el libro no se separa de mí.
Usted, entonces, sabía que tenía algo muy valioso, ¿verdad?
Sabía que tenía dinamita. Entonces se puso a leer —con una mala leche de la hostia— y yo allí enfrente, sin un mísero café. Y llega a la parte de las votaciones en el Consejo del Reino para lo de la terna y de muy mala hostia me pregunta:
—Torcuato: ¿Quién le ha dado a usted esto?
—Gregorio: Mire, yo se lo he traído para que lo lea, pero igual que a los otros no les he contado qué datos me ha dado, tampoco puedo decirle a usted quién ha sido el que me ha contado esto.
— Torcuato: De la lectura de este texto se desprende que yo hice trampa, porque aquí hay un voto que entra y sale.
Entonces le hice un gesto como diciendo: eso es problema suyo, no mío. Yo, desde luego, no estaba en aquella reunión del Consejo del Reino.
O sea, que él se da cuenta de que el texto refleja claramente el truco en la votación con el objetivo de favorecer a Suárez. Pero no lo reconoce ¿es así?
En público no, pero delante de mí sí. Yo, entonces le pregunto: «vamos a ver: ¿esto es falso o es cierto?» y él dice: «quién se lo ha dado». En ese momento comenzamos una conversación absolutamente surrealista en la que yo reitero mi pregunta «¿es cierto o es falso?», y él repite: «¿quién se lo ha dado?» y así estamos un rato. Yo le argumentaba que si él afirmaba que era falso tenía que quitarlo, pero si era cierto lo pensaba dejar en el libro. Y él: «¿Quién se lo ha dado?».
Pero él no lo niega en ningún momento.
No lo niega, no. No lo niega porque además era innegable. Yo tenía el manuscrito. Alguien de allí sacó los papeles. Él no lo niega, además, porque técnicamente la operación, la maniobra, era como un elogio para él en el sentido de lo bien que lo había hecho. Porque era una operación andreottiana, era una maravilla de operación. Ojo, una inteligentísima operación teniendo en cuenta que el resto de los presentes en aquella reunión era un personal del todo deleznable. Porque listos allí había dos o tres y eran en total, creo recordar, dieciséis consejeros. Los engañó a todos, los embaucó.
¿Realmente los engaña o los miembros del Consejo del Reino saben de antemano que tienen que incluir a Suárez en sus votos conscientes del poder de Fernández Miranda y de que el Rey estaba detrás? Torcuato —según se puede leer en su libro— había utilizado previamente a Miguel Primo de Rivera para convencer a su suegro, un Oriol y miembro importante del Consejo del Reino, de la necesidad de incluir a un político joven en la terna.
No. Porque tal y como lo había organizado Torcuato se vienen a dar cuenta de la jugada solo en la tercera votación. Hay uno de los miembros del Consejo que manifiesta extrañado que el nombre de Suárez sale continuamente en las votaciones. Pero no es hasta la tercera votación. Es entonces cuando se mosquean, cuando se comienzan a dar cuenta de que los están llevando al huerto. Porque además se van eliminando los nombres fundamentales. La trampa la hace Torcuato y en esencia es sencillísima: Torcuato tiene que conseguir que al menos uno de los quince miembros del Consejo no incluya en su terna a Federico Silva Muñoz, que era el más cualificado de entre los treinta y dos candidatos iniciales. Ahí es donde aparece la trampa. Porque, claro, ¿cómo iban a nombrar a Suárez si había unanimidad acerca de otro nombre? Tiene que romper esa unanimidad. Y eso es lo que más trabajo le cuesta. Organiza un cambalache que le sale perfecto. Por eso todos los miembros del consejo del Reino le odiarán de por vida. Porque los ha engañado.
Pero a mí aquella escena con Torcuato Fernández Miranda en su chalet no se me olvidará en la vida. Lo recuerdo mirándome como si estuviera pensando: «pero, y este hijo de puta, este pringado que además es de Oviedo…» Y yo le hago luego aquella crueldad asturiana que hoy la volvería a hacer. Aquello le ofendió terriblemente. Habíamos estado juntos sin salir de aquella habitación más de cuatro horas. Terminamos pasadas las ocho de la tarde. Entonces me dijo: «Bueno, ya estará contento. Este no es el libro que yo hubiera querido». Yo le respondí que claro, que era yo quien lo había escrito. Porque él pensó que yo iba a hacer de Ónega. Entonces yo le dije que tendría que llamarme un taxi. Aquello fue demoledor. «¿Cómo dice?», me preguntó. Pero es que yo no tenía otra forma de salir de allí, de Somió, en el culo del mundo. Eso de que yo, el pringado, después de hacerle aquello, le pidiera un taxi a él, el jefe de la banda… Se me quedó mirando de aquella manera y pocos segundos después le dijo a su mujer que pidiera un taxi. Se marchó entonces sin despedirse de mí.
En la mayoría de los libros sobre Adolfo Suárez se le describe como un hombre muy simpático, con mucho encanto. ¿Usted lo conoció personalmente?
Sí. La verdad es que era un hombre fascinante. En ese aspecto de las relaciones personales tenía mucho talento. Era un gran político en lo referente al regate en corto. En aquellos años se corrió la voz de que era un gran hombre. Cuando me entrevisté con él, me dijo que no había leído un libro completo en su vida y que, por ejemplo, sobre literatura no podía discutir con nadie porque no sabía. Era un hombre demasiado normal.
Entonces, ¿cómo consiguió meterse en el bolsillo a Santiago Carrillo? En una entrevista que es de 2006 pero Público reprodujo en 2012, poco después de la muerte de Carrillo, este dijo: «Suárez vivió y actuó como lo que era, porque Suárez era hijo de los vencidos, no de los vencedores».
Porque eran iguales. Carrillo tenía una cultura mínima. Menos que mínima, diríamos ahora. A Carrillo le gustaban las películas de Luis de Funes, con eso se lo digo todo. Pero la distancia lo presenta de otro modo. Cuando escribió aquello de Eurocomunismo y Estado la gente decía que era un gran libro, de mucha altura ideológica. Y yo, cuando lo leí, me quedé turulato. Era una parida, una gran tontería. La mejor anécdota sobre los políticos de la Transición y la cultura es aquella en la que están cenando varios de ellos en el Palacio de la Generalitat invitados por Josep Tarradellas, el President. Entre los comensales se encuentra Antonio de Senillosa, un político ahora olvidado pero que tuvo mucho peso en aquella época. En aquel momento Adolfo Suárez era presidente del gobierno y en la cena se habla de la situación de España. Entonces Senillosa, que era un hombre muy arrogante, dice, dirigiéndose a Tarradellas: «Pero President, si tenemos un presidente de España que no ha leído un libro nunca». Tarradellas le respondió: «Y esa suerte tenemos, porque imagínese si además lee».
En el último libro publicado sobre Adolfo Suárez —Puedo prometer y prometo, de Fernando Ónega (Debate, 2013)—, en su página ciento veintiocho, después de describir lo bien que se entendieron finalmente Adolfo Suárez y Josep Tarradellas (entonces presidente de la Generalitat en el exilio), su autor, refiriéndose a la situación actual en Cataluña, opina: «nunca entenderé por qué se ha roto aquel entendimiento. Tiendo a pensar que en algún momento España y Cataluña perdieron aquellos hombres de Estado». ¿Es, a su modo de entender, real esa diferencia entre los políticos de la Transición y los actuales?
Ese tema me tiene ya harto. Ahora parece que los padres de la Transición fueron unos políticos acojonantes. Mire usted: los padres de la Transición eran absolutamente impresentables. Lo que pasa es que la cosa salió bien. Le pongo un ejemplo: Miguel Roca Junyent. Este señor consiguió arruinar prácticamente a todo el mundo que se implicó en la campaña política más derrochadora de la historia de España, que fue la de la Operación Reformista. Y todo para no conseguir salir elegido ni él. Solo sacaron un diputado en todo el país.
Cuando en 1976 Adolfo Suárez, que aún no era presidente del Gobierno, defiende ante las Cortes franquistas el Proyecto de Asociación política, pronuncia un gran discurso. En tu libro destacas un trozo que tiene mucho significado: «Pensar, a la altura de 1976, que la eficacia transformadora del sistema no ha sido capaz de fundar sólidas bases para acceder a las libertades públicas es, señorías, tanto como menospreciar la gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre deberemos homenajes de gratitud y que se llamaba Francisco Franco». ¿Qué opinión le merece ese fragmento?
Ese es un texto de Fernando Ónega dictado palabra a palabra por Torcuato Fernández Miranda. El texto es genial, fruto de la privilegiada mente de Torcuato. Adolfo Suárez, hasta que se celebra el referéndum sobre la ley para la reforma política de diciembre de 1976, no es más que una marioneta inteligente en manos de Torcuato. La ruptura se produce en enero. Cuando gana la consulta popular Adolfo Suárez decide: «ahora me toca a mí». Ya ha aprendido. Ha, por así decir, terminado el máster. Entonces es cuando se celebra en el palacio de la Zarzuela aquella comida del Rey, Suárez y Fernández Miranda en la que este último nota que está perdiendo pie.
Usted cuenta en su biografía de Suárez que después de esa comida, a la que había asistido también la Reina y las esposas de los dos políticos, y acompañados de la hermana del Rey, doña Margarita, y su esposo, que se incorporaron a los postres, pasaron a otra sala a ver una película. Entonces, cuando se acababan de apagar las luces —según su relato—, se oyó la voz de Suárez que decía: «¿Pero ¿cómo no voy a estar agradecido a Torcuato? Sería entonces un malnacido».
Torcuato Fernández Miranda se indignó cuando leyó ese relato aquel día que lo visité en su chalet de Somió. «¿Quién le dijo esto?», me suelta. Y yo le pregunto: «¿Es mentira?». Y él: «No, no, pero es que yo ni me acordaba de la película. ¿Quién se lo contó?».
Claro, pero ocurre que en aquella sala solo había ocho personas. Los cuatro matrimonios.
Bueno, y el cámara que proyecta la película.
[Gregorio Morán se ríe satisfecho por el hecho de mantener sus fuentes en secreto, después de más de treinta y cinco años, y saber que muchos, entre ellos el entrevistador, quisieran conocerlas].
¿Qué significó para Adolfo el general Andrés Casinello en aquellos primeros años de la Transición?
Casinello había estado en los servicios secretos del almirante Carrero Blanco y luego a las órdenes de Arias Navarro. Andrés Casinello fue una figura importante de la Transición.
Se ha escrito que Andrés Casinello, en 1974, cuando estaba en los servicios secretos de Franco, facilitó los pasaportes a los socialistas —entre ellos a un joven llamado Felipe González— para acudir al congreso de Suresnes (Francia). Y que influyó sobre ellos para que tuvieran una actitud pacífica y negociadora durante la Transición.
Eso no me lo creo. Los servicios secretos de Franco tenían dos obsesiones: el PCE y Gil Robles. Cualquier conexión democristiana era más peligrosa —para los servicios secretos— que los socialistas. Al PSOE no le hacían ni puto caso. Es alucinante cómo se cuenta, pasados unos años, la historia. Mire, le voy a poner un ejemplo. Hace unos años conocí a unos chicos que iban contando que su padre, que tenía mi edad, era el encargado durante el franquismo de pasar por el puerto de Pajares, entre Asturias y León, a Felipe González. Yo me quedé de piedra. Según estos muchachos su padre facilitaba —como si hubiera en el puerto de Pajares una frontera muy vigilada por los cuerpos de seguridad— las visitas a los mineros asturianos de González cuando venía de Madrid. Yo he pasado por Pajares miles de veces y nunca ha habido allí ni una pareja de la Guardia Civil. Además, si la hubiera habido, no habrían conocido a Felipe. Pues ahora la gente va y se inventa la clandestinidad donde no la hubo. Yo asistí como periodista al XXVII Congreso del PSOE que se celebró en Madrid en diciembre de 1976. El partido aún no era legal. Pero ellos celebraron tranquilamente su congreso en un hotel madrileño. Allí vi a Olof Palme, a Willy Brandt a Altamirano, el chileno… Y la policía no entró a detener a nadie.
¿Es verdad que Andrés Casinello pasaba información sobre Arias Navarro a Suárez?
Se la pasaba a Torcuato que era el analista, el que sabía manejar los tiempos de la defenestración de Arias Navarro. El viaje del Rey a EE. UU. lo organiza Torcuato.
¿El Rey no participaba en toda aquella estrategia para quitarse de en medio a Arias Navarro?
El Rey no tenía talento para todo aquello. El Rey tiene un talento borbónico, es decir: muy limitado. Lo ha demostrado reiteradamente, no es una calumnia. Además de que históricamente no hubo ningún Borbón con talento. Se les dieron bien —porque eran reyes— las mujeres, la caza, etc… El dinero incluso. Pero para la política nunca tuvieron mucho talento.
He leído en varios libros sobre Suárez la expresión «si Graullera hablara».
José Luis Graullera se llevó muchos secretos a la tumba. Era el hombre de los secretos. En aquellos años la impunidad era mayor. Si alguien hubiera insinuado entonces que Graullera tenía que pasar por los tribunales, seguro que Adolfo hubiera dicho: pero bueno, y para qué están los tribunales. Acto seguido habría encargado a Pérez Llorca, «el zorro plateado», que se encargara del asunto.
José Luis Graullera se vio implicado en el juicio contra Mario Conde.
Lo que hundió a Conde fue su intención de echar un pulso al Estado. En la escalada de ambición de este tipo de personaje hay un momento que pierden la noción de los espacios. Y el Estado es una mierda, sí, pero como enemigo es implacable.
Hay una famosa carta que usted reproduce íntegra y en castellano en su biografía de Suárez de 2009. Me refiero a la que presuntamente envió el Rey al Sha de Persia pidiendo diez millones de dólares para la UCD, el nuevo partido de Adolfo Suárez. Esta carta aparece citada también en Los que le llamábamos Adolfo, el libro del periodista Luis Herrero (La esfera de los libros, 2007). ¿Se financió de este modo la creación de UCD?
Según Suárez en su partido no entró ni un duro proveniente de esa fuente. Tuve que comprar el libro —The Sha and I de Asadollah Alam, un antiguo ministro de Reza Pahlevi— en el que aparece esa carta. Lo compré en EE. UU. Y gracias a mi mujer, que traduce del inglés, realicé la transcripción en castellano.
Pero hay diferentes versiones sobre las fuentes de financiación de la UCD. Se habla de Irán, de Arabia Saudí, de los bancos españoles, de la CIA…
Hay un nombre importante en este asunto, el de Prado y Colón de Carvajal, el amigo del Rey. Este señor, que era un personaje absolutamente increíble, es otro que se ha llevado muchos secretos a la tumba. En mi libro cuento que se aprovecha de que Suárez no habla inglés para confundirlo con los millones y los miles.
Es muy importante, hablando de la financiación, el dinero que se pone para liquidar a Suárez. Llega un momento en que la CEOE, y a su cabeza Ferrer Salat, piensa que Adolfo Suárez es un peligroso izquierdista, que es capaz de pactar con el PSOE, o peor, con el PCE. Recuerdo haber hablado de este tema con Ferrer Salat en el 79, cuando preparaba el primer libro sobre Suárez. Entonces estaban muy amedrentados porque Adolfo Suárez había ganado las elecciones. Ahí se monta la conspiración para acabar con Suárez desde dentro del partido. Comenzaron a decir que los iba a llevar a la ruina. Curiosamente se decían entonces de Suárez cosas parecidas a las que hoy se dicen de Mariano Rajoy. Pero con la diferencia de que Rajoy tiene mayoría absoluta y es gallego —que eso es importante— y no les hace ni puto caso.
Entonces Suárez no dimite, sino que lo hacen dimitir. ¿Es así?
Absolutamente. Entre la derecha, el ejército y el Rey, se lo cargan.
La historia de que los generales le ponen a Suárez las pistolas encima de la mesa ¿es verdad o una leyenda?
Es verdad, pero no literalmente. No hay pistolas. No es exactamente así. Eso de las pistolas forma parte del guion tipo Hollywood de la Transición. Se celebra una comida en el Palacio de la Zarzuela. Adolfo Suárez no sabe qué se va a celebrar. El Rey lo invita a última hora y se encuentra allí con la cúpula militar. Suárez se mosquea mucho. En un momento dado el Rey se levanta y dice: voy un momento al lavabo. Y los deja solos. A los militares y a Suárez. Entonces los militares le dicen que no están dispuestos a consentir que la cosa continúe así. En ese momento sí hay alguno que hace metáforas con la palabra pistola. Pero no llegan a sacarlas, no era necesario. Hubiera sido algo absurdo. Hay que decir —haciendo un inciso— que Suárez tiene tropecientos defectos, pero hay que reconocerle algo que demostró siempre: una valentía inigualable. Muy superior a la de esos mandos militares. Si es algo referente a la inteligencia o al talento, se le puede cuestionar. Pero la cuestión testicular la tenía muy bien colocada. Cuando el Rey volvió, el almuerzo continuó. Pero Suárez tenía ya bastante claro que había llegado a un punto de no retorno.
¿Eran conscientes el Rey y Torcuato Fernández Miranda de que tenían poco tiempo para llevar a cabo la Transición? Lo digo porque si se analiza una cronología de aquel periodo todo transcurre con mucha rapidez.
La Transición empieza con la muerte de Franco, en noviembre del 75, y termina con la victoria en las elecciones generales del PSOE de octubre del 82. Es verdad que, sobre todo en su primera parte, la Transición va bastante rápido. Había que contentar a los diferentes sectores, principalmente a la izquierda. Una de las cosas más curiosas que ocurren entonces es lo que podíamos calificar de los engañadores engañados. Es decir: Adolfo Suárez y la derecha pensaban que el poder de la izquierda era acojonante. Carrillo tiene el talento de convencer a Suárez de que él puede poner en la calle a miles y miles de activistas. También le ofrece —en aquella primera reunión clandestina— que, a partir de la legalización, el PCE será capaz de frenar cualquier movimiento desestabilizador. Pero, le dice, siempre que ocurra algo tendrás que avisarme a mí. Fíjese qué astucia la de Carrillo. De ese modo se convierte en un interlocutor privilegiado. Suárez terminará dándose cuenta de que, a la postre, dicho intermediario no le sirve para nada. Porque Carrillo controlaba poca cosa. Y sobre todo después de las elecciones generales de junio del 77, en las que el PCE pasa a ser un partido más (veinte diputados y un nueve por ciento de votos). Entonces todo cambia.
¿En qué consistió el llamado «¿El pacto de los editores», ese acuerdo para no publicar informaciones que podían comprometer o perjudicar al Rey y a la monarquía que tuvo vigencia durante la Transición? ¿Continúa en vigor ese pacto?
Yo no creo que, como parece indicar la expresión, los editores de los medios de comunicación más importantes de la época se reunieran y acordaran nada. Sencillamente se produciría en algunos casos una llamada de la Zarzuela para decir a un editor (o dueño de medio de comunicación) lo que tenía que hacer en un momento determinado. Era obvio que el Rey era una figura intocable. Por lo tanto, no se podían sacar informaciones sobre él. En una medida semejante a lo que ocurre ahora. Es decir: que si hay un reportaje en el que el Rey aparece en una situación no decorosa o comprometida, llamarán desde Zarzuela a un millonario para que simplemente compre esas fotos. Así se arreglan las cosas.
Hablemos del papel de la prensa y el resto de los medios durante la Transición. ¿Hasta qué punto cumplió con su función de control al poder?
Visto desde la perspectiva de hoy, diciembre de 2013, la prensa de la Transición era lo más audaz y temerario que uno se puede imaginar. Porque ahora ya no se puede decir absolutamente nada. En la Transición hay varios periodos. El anterior a las elecciones de junio del 77 es un periodo interesante. No porque se pudiera decir de todo, sino porque todo era muy raro. Por ejemplo: a mí me detienen por aquel asunto del comisario Conesa. Y la detención ocurre en la misma redacción del periódico, Diario 16. Nunca tuve del todo claro por qué me habían detenido. Luego supe que el general Milans del Bosch estaba detrás. Me llevaron a la calle del Reloj número cinco, donde había entonces un famoso sitio de torturas. Pero no ocurrió nada. Había un policía que me hizo los papeles y allí me quedé. Luego, delante del juez, pregunté que por qué había tenido que pasar allí la noche. «Mire, yo no lo sé —me dijo el militar togado— yo lo único que le puedo decir es que mi general Milans del Bosch me dijo: “quiero a ese chaval (que no debió decir chaval sino ‘ese hijo de la gran puta’) aquí mañana a las nueve”». A las nueve del día siguiente firmé y me marché.
En la página web de la Fundación March se puede consultar el Archivo Linz de la Transición española. En ese archivo se guarda la noticia que el diario El Alcázar publicó el 21 de mayo de 1977 sobre su detención. Le leo, por lo curioso que hoy resulta, el final de la noticia: «El tribunal que entiende el caso planteado abrió proceso contra Gregorio Morán el pasado 10 de mayo que se encuentra en estos momentos en libertad condicional, tras haber pagado una fianza de doscientas mil pesetas. El señor Conesa pide una indemnización de veinte millones de pesetas, pues estima que la publicación le ha perjudicado una operación que mantenía con la editorial Planeta». Parece que con su reportaje en Diario 16 fastidió el negocio de este señor para publicar algo en Planeta.
Sí, claro, seguro que tenía ya hablado con la editorial la publicación de un libro. Puede que para contar la liberación de los generales secuestrados por el GRAPO, el grupo terrorista. No lo sé. El periodismo durante la Transición no se puede afirmar de forma categórica que fuera más libre. Sí que fue más caótico. Había más posibilidades. Por ejemplo, me acuerdo de lo que entonces era ser fotógrafo de prensa. Entonces había una cantera magnífica de fotógrafos. Es verdad que luego la trayectoria que han seguido algunos de esos fotógrafos, fue curiosa. Por ejemplo, yo me acuerdo de que el fotógrafo más audaz —no el mejor técnicamente, pero sí el más valiente— era Alfonso Rojo. Entonces Alfonso era mi fotógrafo y además era el representante de la CNT. Vete a recordárselo ahora. Y nos metimos en unos líos tremendos. Porque entonces investigaba yo las tramas ultraderechistas y ese es un tema delicado.
¿Eran los GRAPO un grupo terrorista organizado por la ultraderecha? Se argumenta esta posibilidad en El zorro Rojo (una biografía de Santiago Carrillo recientemente publicada por Paul Preston). Dice Preston (Página 298) que tres ministros (Gutiérrez Mellado, Martín Villa y De la Mata Gorostizaga) estaban convencidos de ello. Los secuestros de Antonio María de Oriol y Urquijo y de Emilio Villaescusa, que fueron reivindicados por el GRAPO, serían junto con los asesinatos de los abogados laboralistas del despacho de la calle Atocha, y siempre según esa teoría, esfuerzos de la ultraderecha para desbaratar la Transición.
Hombre, después de lo de Pio Moa… El que redactaba los comunicados del GRAPO era el hoy escritor Pio Moa. Hay historias paralelas muy interesantes. ¿Sabía usted que los archivos del Movimiento Nacional se quemaron? Pues esta es una de esas cosas interesantes que poca gente sabe. Martín Villa ordenó en 1977 que se prendiera fuego a todos aquellos papeles. Con lo que, por ejemplo, toda la información sobre confidentes e infiltrados se la llevaron las llamas. En Barcelona se conoce la fábrica en la que se quemó todo. Eran muchos kilos de papel. Yo he trabajado (investigado) en los archivos de la administración que hay en la calle Alcalá, pero lo más interesante no está allí. Uno de los rasgos más característicos de la Transición es que se amnistiaron a sí mismos. Yo fui militante clandestino durante un montón de años. A mí me hubiera gustado saber qué confidente tenía yo. Yo sabía que había alguien de mi entorno que pasaba información sobre mí. Si esos archivos no se hubieran quemado, habría sabido quién fue. Pero siempre me quedaré con la duda. El GRAPO no fue una invención policial. Lo que si hubo fue lo que podríamos llamar una instrumentalización del GRAPO. Los integrantes del GRAPO venían de Galicia y eran claramente unos pringados a los que manipularon.
¿Infiltró la extrema derecha a alguien en los GRAPO?
No se podía meter a un agente de extrema derecha en un grupo como aquel. En los movimientos subversivos se puede infiltrar un agente, pero debe ser alguien que en apariencia sea más radical que los que ya están dentro. Recuerdo el caso del Lobo, el famoso infiltrado en ETA. Recuerdo que en aquella época había muchas detenciones y a mí se me había encargado por el partido que documentara aquellos arrestos. Hoy lo de ETA parece una leyenda viva, pero las situaciones que se daban entonces eran para partirse de risa. Al comando en el que estaba infiltrado el Lobo, después de cometer varios atentados, no se le ocurre otra genialidad que convocar al infiltrado a una reunión en el Paseo Rosales de Madrid. Van y le dicen: «Oye, estamos sospechando que tú eres un confidente», el Lobo va y responde como ofendido: «¿Cómo? ¿Qué sospecháis de mí? Pues a partir de ahora estoy fuera. Vosotros decidiréis qué vais a hacer conmigo. Yo con esa sospecha no estoy dispuesto a seguir. Quedo a la espera de vuestra decisión». Esa noche no quedó ninguno, los detuvieron a todos. La policía se los llevó a todos ellos a comisaría. Claro. Por gilipollas.
En el reciente libro del historiador Paul Preston sobre Santiago Carrillo, El zorro Rojo, su último capítulo lleva el llamativo título de «De enemigo público número uno a tesoro nacional 1970-2012». Carrillo, en 1974, decía cosas como que «Juan Carlos es una criatura de Franco…» y que no había más salida que la República. Entonces decía públicamente que era necesaria la ruptura democrática. «¿Qué realismo es ese que se imagina el paso de una dictadura fascista a una democracia sin que medie una verdadera revolución política?» es otra de sus frases de la época. ¿Cómo cambió tanto en tan poco tiempo para aceptar la petición de un enviado de Juan Carlos de Borbón (Nicolás Franco) de mantener la calma cuando se produjera el «hecho sucesorio» y luego para aceptar la propuesta de Suárez de renunciar a la bandera y a la República a cambio de la legalización?
Es una cuestión bastante compleja porque ahí se mezclan, como en todo, elementos personales. Cuando éramos jóvenes dábamos poca importancia a los elementos personales y pensábamos que las coyunturas, las crisis, los contextos, etc… tenían más trascendencia. Vamos a ver: la legalización del PCE es un acuerdo al que llegan Adolfo Suárez y Santiago Carrillo solos. Sin el Rey y sin Torcuato. Para entender la legalización del PCE los elementos personales son fundamentales.
¿Entonces no es cierto que el Rey habló con Ceaucescu, el presidente de Rumanía, que tenía buena relación con Carrillo?
Eso es verdad, pero había ocurrido mucho antes. Es verdad que el Rey mandó a Prado y Colón de Carvajal a hablar con Ceaucescu. Lo que el Rey quería durante todo aquel periodo previo a la legalización era que el PCE aceptara un cambio de nombre, que se hiciera la legalización a la griega. En Grecia el partido comunista había participado en la Guerra Civil y se le dejó luego participar en política, pero con otro nombre. Algo así como Agrupación Democrática de Izquierdas. Esa fórmula al Rey le gustaba mucho porque de ese modo, quitándose de encima la palabra comunista, eliminaba la presión de los militares. Además, a los EE. UU. también le hubiera gustado mucho que se hiciera así. Es decir: había muchas opiniones que coincidían en que había que legalizar el Partido Comunista, pero sin que fuera el Partido Comunista. Ahora —treinta y cinco años después—, cuando analizo estos asuntos, me doy cuenta de la importancia de los aspectos personales. Carrillo, entonces, cuando vuelve a España, tenía ya una edad, casi setenta años. Aquel que pasa por delante de él es el último vagón del último tren. En mi libro Miseria y grandeza del Partido Comunista de España cuento que Carrillo, al morir Franco, sabe que ese tren se ha puesto en marcha. Entonces reúne en París a su cúpula, la del PCE en el exilio —catorce personas— y les dice: «Todos tenéis que volver a España». Les dice que él también va a volver. Le sugieren un debate, pero él dice que no hay nada que discutir, que «a volver todos». Recuerdo que yo tuve que recoger desde dentro de España a muchos de ellos, modestos funcionarios de la revolución, que venían acojonados. Treinta o cuarenta años sin pisar España y regresaban con mucho miedo. Entonces Carrillo fuerza las situaciones. Monta una rueda de prensa en la calle Atocha de Madrid (noviembre de 1976) con muchos periodistas presentes. Rueda de prensa con la que busca ser detenido. Quiere que lo detengan porque si eso no ocurre sabe que va a quedar en ridículo. Si no lo detienen significa que no es peligroso, que no tiene poder. La detención es pura parodia. Martin Villa, entonces ministro de Interior («de Gobernación» se llamaba entonces al cargo), le ofrece un pasaporte para volver a París. Carrillo se niega y, claro, lo meten en la cárcel. Pero no pasa fin de año en la cárcel. Entonces viene la negociación con Suárez.
La negociación se tuvo que realizar en el más absoluto secreto. El Rey no se podía enterar porque estaba en contra de la legalización tal y como se hizo. No solo era contrario el Rey, sino todo el gobierno y por supuesto los militares.
Y Torcuato Fernández Miranda también era contrario a la legalización, ¿no?
Lo de Torcuato es curioso. Torcuato —me lo dice a mí en las conversaciones que mantuvimos para la biografía de Suárez— era partidario de la legalización del Partido Comunista, pero a su ritmo. Y quiere ser él el que se entreviste con Carrillo en Madrid. Le sentó mal que Suárez se le adelantara. Su argumento era que un presidente del Gobierno no debe encontrarse con un dirigente de un partido ilegal, pero que él sí hubiera podido hacerlo. Entonces él era el presidente de las Cortes, con lo que opino que su argumento era bastante débil, pues él también era el representante de una institución del Estado. De ahí el cabreo de Torcuato cuando se entera de la reunión secreta de Suárez con Carrillo. Aquí entra José Mario Armero como intermediario entre Suárez y Carrillo. José Mario Armero era un informador de los Estados Unidos.
Se dijo que José Mario Armero era un agente de la CIA.
No. Un simple agente de la CIA puede ser un pringado. José Mario Armero era alguien más importante, informaba directamente al Departamento de Estado de los Estados unidos.
Vernon Walters fue entre 1972 y 1976 director adjunto de la CIA y llegó a entrevistarse con Franco. ¿Tuvo Armero relación con él?
Claro. José Mario Armero era amigo de Vernon Walters. Armero es el que monta el encuentro de Carrillo y Suárez. Y visto desde hoy podríamos decir que fue como una reunión de Anna Magnani con Sophia Loren. Dos actrices soberbias, dos vedettes. La conversación duró muchas horas. Me contó José Mario Armero que tuvo que mandar a su mujer a comprar algo para que comieran porque la cosa se alargaba. Ellos estaban a lo suyo, contándose su vida, sus batallas. Amor a primera vista.
Parece ser que Suárez, en aquella primera reunión, ejercitando su capacidad de seducción, le dice a Carrillo: «En España hay dos políticos: usted y yo».
Hay que decir que pasaron al tuteo a la primera de cambio. Allí nació una amistad. El pacto fue muy sencillo. Carrillo le dijo a Suárez que no podía cambiar el nombre del partido, pero que, si le legalizaba el PCE, podía aceptar la monarquía y la bandera y comprometerse a controlarle cualquier movilización o revuelta callejera. Fíjate si Carrillo cumplió lo pactado con Suárez que recuerdo un mitin del PCE en la plaza de toros de Las Ventas, durante los primeros años de la democracia, en que a unos chicos se les ocurrió sacar una bandera republicana. Pues llegó la seguridad del propio PCE y los forró a hostias. Había órdenes estrictas.
¿Y es verdad eso de que Carrillo llegó a decir al resto del Comité Central del PCE que no les podía contar lo que había hablado con Suárez porque era secreto de Estado?
Sí, eso es así. Pero no era la primera vez que actuaba de ese modo. Carrillo le cuenta la reunión con Suárez solo a dos militantes. Pero se la cuenta a su manera. Carrillo, veinticuatro horas después de hablar con Suárez, convocó al Comité Central y les comunicó los cambios (bandera, monarquía…). Aquello fue una demostración impresionante de poder para Suárez. Carrillo estaba cambiando cincuenta años de historia del PCE en un día. Con el miedo que se tenía a los comunistas, Suárez quedó encantado al ver cómo Carrillo manejaba aquello. Carrillo liquidó en aquel momento el partido, claro, pero eso a Suárez le importaba un comino. Suárez y Carrillo pactaron hasta las fechas. Buscaron una fecha idónea, la Semana Santa. Y en ese día pactado, Suárez hace exactamente lo mismo que Carrillo: no se lo comunican a nadie. Suárez solo avisa, pero sin desvelar de qué. Pide que el viernes por la noche haya alguien de guardia en información para que todos los medios de comunicación puedan recibir una noticia por si acaso ocurre algo. A Martín Villa, como ministro de interior, se lo cuenta una hora antes. No consulta con nadie. Hace lo mismo que Carrillo.
El Rey se pilló un cabreo monumental. Porque tampoco sabía nada. A partir de ese momento comienza la caída de Adolfo Suárez. Fernández Miranda tampoco tenía ni idea. Y tres años después, cuando me entrevistaba con él para el libro de Suárez, me hizo gracia que, argumentando a favor de que debía haber sido él quién se entrevistase con Carrillo, utilizase además el hecho de que Carrillo y él eran de Gijón. Como si fuera importante para el éxito de la negociación el que los dos fueran de la misma ciudad. Es curiosa la ingenuidad que a veces muestran las personas más inteligentes y calculadoras.
En la página cuatrocientos ochenta de las memorias de Teodulfo Lagunero (Umbriel) cuenta que él concertaba los contactos de Carrillo con políticos del franquismo. Fue Lagunero quien le presentó a José Mario Armero en París. Carrillo le pidió a Lagunero que en un viaje a Londres contactara con Fraga Iribarne, que entonces era embajador allí (lo fue en el periodo 73-75). Parece ser que Fernando Morán, que luego fue ministro de exteriores con Felipe González y entonces era cónsul en la misma embajada de Londres, le quitó la idea de la cabeza. Le dijo que Fraga quería ser quien liderase —dentro del respeto a las ideas franquistas— el proceso «democratizador» después de Franco y que no estaría interesado en ver a Carrillo. ¿Sería este un buen ejemplo del poco interés que los líderes del franquismo reformista tenían entonces, al principio, de escuchar a los líderes de la oposición demócrata?
Yo del inefable Lagunero me lo tomaría todo entre comillas. El papel de Lagunero fue absolutamente residual. No fue él quien puso en contacto a Carrillo con José Mario Armero. Si este último se entera de que el primero lo fue contando, se levanta de la tumba y lo mata. Lagunero era un señor del sur que ganó mucho dinero. Carrillo lo utilizó para la intendencia. La casa donde veraneaba Lagunero en Cannes era un sitio idóneo para celebrar reuniones al más alto nivel. Lagunero, políticamente hablando, no hace absolutamente nada más que servir de palanganero. Fraga no quiso ver a Carrillo porque le daba miedo. Pero, mucho antes, en el periodo de Arias Navarro como presidente del Gobierno, se celebró una reunión entre la gente de Fraga y algunos representantes del PCE. Se celebra esa reunión en la librería Turner, en la calle Génova. Representando al PCE acuden Armando López Salinas y otro que no recuerdo. Y por parte de lo que empezaba a ser Alianza Popular estuvo presente Pérez Escolar entre otros.
En referencia a Fernando Morán hay que decir que el que quería ser la gran figura era él mismo. La ambición de Fernando Morán era ilimitada.
Y el problema de Fraga era el concepto tan alto que tenía de sí mismo. Igual que Suárez tenía un concepto muy pobre de su persona, Fraga era lo contrario. Fraga era Fraga. Yo nunca conseguí hablar con Fraga sobre Suárez. No quería. Suárez (como presidente de Gobierno) era una humillación para Fraga. Que no lo hubieran escogido a él y sí a Suárez —al que despreciaba intelectual y profesionalmente— era algo que no podía soportar.
[En un momento de la entrevista Gregorio Morán apunta un nombre en mayúsculas sobre una servilleta. Pasada casi una hora interrumpe al entrevistador].
Hace un rato he apuntado un nombre que me parece clave para entender la Transición. Me refiero a Navalón, Antonio Navalón.
¿Por qué le parece que Antonio Navalón es un personaje clave de la Transición?
Yo tengo el único libro que escribió Antonio Navalón de verdad. Me refiero al primero, que es una especie de homenaje a Suárez publicado cuando es presidente. Es un libro alucinante. Debió vender tres ejemplares y uno de ellos es el que tengo en casa. Navalón es clave porque estuvo en todo. Estuvo primero con Suárez. Es luego el hombre clave de Boyer en la liquidación de Rumasa. Además —tome nota— trabajaba para Ruiz Mateos cuando aquello se produce. Es pieza clave de aquella expropiación. Navalón entra luego como subsecretario en el BOE cuando Solchaga es ministro de Economía. Es el hombre de Mario Conde en algunos asuntos muy polémicos. Ahora es el representante del grupo PRISA en México. Y lo último que ha descubierto es que es judío. Lo que le faltaba a Navalón acaba de ocurrir: ¡ahora ha descubierto que es judío! La verdad es que Navalón es un apellido judío. Resulta que su hermano es un rabino influyente en la comunidad judía de Nueva York. Navalón ha estado en todo: la UCD, el PSOE, el PP. Navalón es puro sistema.
En 1984, en Toledo, en un lugar llamado San Juan de la Penitencia y promovido por la Fundación José Ortega y Gasset, la clase política y algunos historiadores se reunieron para definir —según dices en un artículo— cómo debía pasar a la historia la Transición. En 2007 se funda la Asociación para la defensa de la Transición que comienza presidiendo el teniente general Andrés Casinello. Los firmantes de la escritura fundacional son Andrés Cassinello, Rafael Ansón, Aurelio Delgado, Ignacio García López, José Luis Graullera, Ernesto Jiménez Astorga, Eduardo Navarro y Manuel Ortiz, los más cercanos a Suárez. En 2000 (veinticinco aniversario), el congreso concedió cuatrocientos millones de pesetas y se creó una comisión para estudiar históricamente la Transición. ¿Por qué hace falta defender tanto la Transición?
Hombre, porque la Transición fue un negocio fabuloso. Lo que pasa ahora es que la empresa ha quebrado, pero entonces fue un gran negocio. La Transición es una operación que se realiza entre muy pocas personas. Y todos ganan. Unos ganan más que otros, pero todos ganan. Ganan todos los que participaron, no me refiero a la población. Y ganan mucho. Por ejemplo, Carrillo. En sus últimos años Carrillo parece un senador romano. La gente iba a verle como si fuera a ver a san Pablo. Todos se quedaban admirados ante él: «qué señor, qué bien se expresa, que humildad, que sencillez». Eso exclamaban al verlo. Cuando en los últimos años veía a Carrillo se me revolvían las tripas. Ver a un señor que conoces muy bien, que sabes que es capaz de lo peor y verlo convertido en un abuelo encantador. Pues imagínese lo que pasaba por mi cabeza.
¿Por qué siempre que se ha intentado debatir sobre la Transición a lo largo de estos años se ha acabado en los insultos? Por ejemplo Javier Tusell y Javier Pradera contra Viçenc Navarro en El País y en Claves de la Razón Práctica en 2010. O Fernando Savater en su artículo «¿El final de la cordura?» de 3 de noviembre de 2008, en El País, donde termina escribiendo: «Ahora veo derribar la cárcel de Carabanchel, en la que hace cuarenta años pasé una breve y no diré que feliz temporada. La despido sin tanta nostalgia como muestran por ella los que no la conocieron por dentro. Y así me gustaría ver irse también al olvido a los hunos y los otros, como diría don Miguel, a quienes no olvidan porque su memoria viene de la ideología y no de la experiencia. Son el peor cáncer de la España actual, la de la crisis, el paro y la hostilidad centrífuga».
Esto se debe a su propia mala conciencia. Yo ahora publicaré un libro, un folleto de unas ochocientas páginas o cosa así, en el cual cuento la Transición exclusivamente desde el punto de vista de los intelectuales. Es un libro que abarca desde el 62 hasta el 96. Ahí aparecerán muchas de estas manifestaciones. Todos estos eran más que radicales al comienzo y durante la Transición. Es el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 lo que los conmociona y los convierte a todos en simpatizantes del PSOE. No se quiere revisar ese periodo histórico, lo que se llamaría el tardofranquismo, los últimos años de Franco y los primeros de la democracia, porque las cosas que se dijeron eran una bestialidad. Bestialidad en el sentido de que, por ejemplo, había algunos que eran partidarios de la lucha armada. Todo eso hasta que llega el 23-F. Después del golpe se les baja la adrenalina, todos se acojonan e ingresan en masa en el PSOE. Pero es que revisar la Transición, para muchos, es revisar su propia vida. Ahí tienes a Martín Villa. Acaba de entrar en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas un tipo que es un fascista.
De ese asunto quería yo también preguntarle. El discurso de entrada de Rodolfo Martín Villa en la citada Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que fue pronunciado el 26 de noviembre de 2013, y que se puede leer en internet , tuvo como título «Claves de la Transición, El cambio de la sociedad, la reforma en la política y la reconciliación entre los españoles». En ese discurso utiliza Martín Villa un párrafo del libro de Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, España, de la dictadura a la democracia, para definirse a él mismo y a los que como él trajeron la democracia: «El factor generacional fue un componente decididamente importante del aperturismo. Se trataba de jóvenes procedentes del falangismo universitario, de la ACNP, o del monarquismo, nacidos hacia 1930-1940 y que por tanto no habían luchado en la Guerra Civil… Era una generación liberal, dialogante y europeísta, convencida de que la nueva y modernizada sociedad española de los sesenta exigía un sistema político igualmente moderno y nuevo equiparable a las democracias occidentales. Esto no era obstáculo para que muchos de ellos ocupasen cargos públicos, aceptasen la legalidad del sistema y, en suma, asumiesen las responsabilidades que se derivaban de su integración política en el Régimen. Creían en la reforma desde dentro, no en la revolución desde fuera». ¿Qué opina de esto?
Esto es un olvido absoluto de un fascista medular. Me afecta a las neuronas. Si eso es así, si ellos eran demócratas ya en el franquismo, entonces los demás, los que vivíamos en la clandestinidad, éramos gilipollas integrales. Porque según eso lo que teníamos que haber hecho era hacernos de Falange y esperar. Claro. Es que esto que dice Martín Villa es una auténtica ofensa generacional. Porque es verdad que les salió bien y por eso pueden seguir escribiendo estas cosas. Pero esto sigue siendo una mentira absoluta y escandalosa.
¿Les salió bien? No todo el mundo está de acuerdo en que les saliera bien la Transición. En el año 1991 se emitió un debate especial en el programa La Clave (dirigido por el periodista José Luis Balbín) que entonces se podía ver en Antena 3. Se tituló «500 claves de la transición» y en él se contiene una muy valiosa intervención de Antonio García Trevijano, que a la afirmación de José Mario Armero en el sentido de que en España sí hay democracia, argumenta que en España lo que hay son libertades pero no una democracia auténtica y completa. Apoya su afirmación en dos realidades: primero, el elector (por haber en España un sistema electoral proporcional en lugar de mayoritario) no elige realmente al representante que él quiere. «El sistema proporcional termina inevitablemente en el gobierno de una oligarquía» dice García Trevijano. Y segundo porque «igual que con Franco, hay un solo poder, que es el ejecutivo, que es el que manda sobre el judicial y el legislativo». Concluye García Trevijano manifestando que «la Transición fue un pacto y de algo así solo puede derivar corrupción».
Les ha salido bien a los que les ha salido bien. Les ha salido bien a los bancos y a aquellos que capitanearon la Transición. Incluso a aquellos que tenían serias dudas de que la Transición fuera a funcionar y temían por sus intereses. A esos les salió que ni bordado. Fue la operación perfecta. El PSOE de la primera etapa, por ejemplo. ¿Cómo Solchaga no va a decir que la Transición fue modélica? Si cuando yo lo conocí era asesor de la UGT en Bilbao donde ganaba una mierda de dinero y ahora es multimillonario. Les ha salido como Dios. Lo que ocurre ahora con la infanta y con Urdangarin es una herencia de la Transición. En el comienzo de la Transición hubo cosas como estas, pero no se sabían. Vamos, las sabían solo los que las sabían, punto.
Se publica en 2013 La Transición contada a nuestros padres de Juan Carlos Monedero (Editorial Catarata). Según Monedero, la corrupción que sufrimos en España viene de la Transición porque seguimos teniendo una sociedad franquista. No hemos tenido el «antifascismo» que según Monedero «es una reclamación radical del republicanismo democrático caracterizado por virtudes públicas que hacen, por ejemplo, que los políticos dimitan cuando se ven inmersos en casos de corrupción». Según Monedero ese antifascismo opera en Alemania, pero no en Italia y en España ¿Está de acuerdo con esa visión de la Transición?
Si, si, por supuesto. En Alemania hay una expresión acerca del nazismo que generó mucha polémica: «El pasado que no quiere pasar». Aquí, el pasado, no es que no quiera pasar, es que ni ha pasado. Se ha borrado incluso de la historia. Se ha quemado.
Anexo 6
LA GRAN DESMEMORIA… DE PILAR URBANO
(Roberto Muñoz Bolaños, doctor en Historia y autor de la tesis La involución militar durante la Transición: el golpe de estado del 23-F.)
La obra de Pilar Urbano, La gran desmemoria: lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar, ha provocado una enorme sacudida en la opinión pública, alcanzando incluso a la clase política y a la Jefatura del Estado, ya que su autora supuestamente ha desenmascarado el episodio más oscuro de la Transición -el golpe de Estado del 23-F-, utilizando como fuente principal el testimonio del ex presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Pero más allá de esta pretensión y contemplada historiográficamente, la obra presenta tres importantes problemas: su dudosa metodología, su desconocimiento de las Fuerzas Armadas del periodo 1975-1981, y su erróneo planteamiento del golpe de Estado del 23-F.
La metodología empleada se aleja completamente de los cánones académicos propios de la historia, y presenta cuatro defectos de singular importancia:
- Ausencia de cualquier tipo de crítica sobre las fuentes utilizadas. A título de ejemplo, da por cierto el supuesto episodio en el que cuatro tenientes generales amenazaron a Suárez en el palacio de la Zarzuela (pp. 566-570), sin indicar que el propio Suárez, antes de que la enfermedad nublase definitivamente su memoria, negó hasta la saciedad el incidente.
- Cita fuentes que no ha consultado y, lo que es más llamativo, que no existen. Entre ellas, la carta que el Rey envió a Suárez el miércoles 6 de abril de 1977, anunciándole la dimisión del ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, si se legalizaba el Partido Comunista. Carta que la propia autora admite no haber visto nunca y que Suárez no sabe dónde puede estar. Sin embargo, Urbano es capaz de reconstruirla íntegramente gracias a la excelente memoria del ex presidente del Gobierno (p. 289).
3. Reconstrucción de hechos históricos a partir de fuentes donde esos acontecimientos no están relatados. Por ejemplo, se reconstruye la conversación entre el teniente general Milans del Bosch y el general Armada, del 10 de enero de 1981 en el edificio de la Capitanía General de Valencia, apoyándose supuestamente en el sumario y en la vista oral de la causa 2/81, instruida tras el fracaso del golpe de Estado. Urbano dedica siete páginas del libro a a Suárez en el palacio de la Zarzuela (pp. 566-570), sin indicar que el propio Suárez, antes de que la enfermedad nublase definitivamente su memoria, negó hasta la saciedad el incidente.
4. Recreación de acontecimientos históricos sin apoyarse en ninguna fuente. Así, la supuesta conversación entre el Rey y Suárez el 24 de febrero de 1981, tras el final del golpe de Estado. En ella, según Urbano, el rey, además de llamar “cabrón (sic)” a Suárez, le comunicó que durante la noche del 23 al 24 de febrero se había visto obligado a decir a un “laureado teniente general”, en referencia a Milans del Bosch, que “ni abdico ni me voy” (pp. 701-705). El Rey conocía perfectamente que Milans no estaba en posesión de la cruz laureada de San Fernando, lo que hace pensar que esta conversación, que, si bien tuvo lugar, no se desarrolló en los términos que la autora indica.
El palmario desconocimiento de las FAS españolas en este periodo que demuestra Urbano queda patente en tres hechos:
1. El empleo de explicaciones simplistas y no comprobadas. En este sentido, llega a afirmar que el Ejército estaba dividido en dos grupos: de un lado, los coroneles y generales, partidarios del mantenimiento del Franquismo, y de otro, el resto de los jefes y oficiales favorables a la democracia (p. 49). Análisis que, además de no ajustarse a la realidad, no apoya en fuente alguna. Igualmente, sostiene que el general Gutiérrez Mellado, el militar más importante de la Transición, carecía de prestigio en el Ejército por haber sido “espía” (p. 32). Si hubiera consultado las fuentes disponibles sobre su trayectoria militar, o, más sencillo, las memorias del coronel San Martín, perteneciente al sector Azulo falangista del Franquismo, habría comprobado que Gutiérrez Mellado era, en 1975, un militar muy prestigioso, tanto entre sus compañeros de armas como entre la clase política franquista de ideología reformista.
2. Reiterados errores a la hora de identificar correctamente a los implicados en el golpe de Estado, pese a que la autora asegura haber leído el sumario y el acta de la vista oral de la causa 2/81. Para ella, Milans del Bosch era “artillero” y, como ya se ha visto, estaba en posesión de la “gran laureada de San Fernando” con la que “pisaba fuerte” (pp. 539-540). En realidad, Milans pertenecía al Arma de Infantería y, como ya se ha dicho, no poseía la laureada, sino la medalla militar individual. Por otra parte, es erróneo denominar “gran laureada de San Fernando” a la gran cruz laureada de San Fernando, condecoración que, a la realidad, no apoya en fuente alguna. Igualmente, sostiene que el general Gutiérrez Mellado, el militar más importante de la Transición, carecía de prestigio en el Ejército por haber sido “espía” (p. 32). Si hubiera consultado las fuentes disponibles sobre su trayectoria militar, o, más sencillo, las memorias del coronel San Martín, perteneciente al sector Azulo falangista del Franquismo, habría comprobado que Gutiérrez Mellado era, en 1975, un militar muy prestigioso, tanto entre sus compañeros de armas como entre la clase política franquista de ideología reformista.
2. Reiterados errores a la hora de identificar correctamente a los implicados en el golpe de Estado, pese a que la autora asegura haber leído el sumario y el acta de la vista oral de la causa 2/81. Para ella, Milans del Bosch era “artillero” y, como ya se ha visto, estaba en posesión de la “gran laureada de San Fernando” con la que “pisaba fuerte” (pp. 539-540). En realidad, Milans pertenecía al Arma de Infantería y, como ya se ha dicho, no poseía la laureada, sino la medalla militar individual. Por otra parte, es erróneo denominar “gran laureada de San Fernando” a la gran cruz laureada de San Fernando, condecoración que sólo tenía Francisco Franco en la segunda mitad del siglo XX.
3. Confundir la cronología de determinados acontecimientos de gran importancia en aquel periodo. Por ejemplo, el nombramiento de teniente general Gabeiras como jefe del Estado Mayor del Ejército (JEME), que provocó un auténtico conflicto en el seno de las FAS, no tuvo lugar en 1977, sino en 1979 (p. 372).
4. Llamar Mirage, célebre avión de ataque supersónico francés de la década de los sesenta, a los pequeños reactores del Ejército del Aire utilizados para los desplazamientos oficiales del Rey, del presidente y de los ministros (p. 559).
No obstante, la parte más polémica de la obra es sin duda la dedicada al golpe de Estado del 23-F, donde la autora, desarrolla su propia tesis del golpe, apoyada en los siguientes vectores:
1. El golpe del 23-F hay que situarlo en el contexto de la crisis global que vivía España a partir de 1979: crisis económica, crisis política, azote del terrorismo.
2. Su origen estaba en la llamada Solución Armada, operación encabezada por este general y dirigida a convertirle en presidente del Gobierno mediante una moción de censura apoyada por los principales grupos parlamentarios (pp. 494-6).
3. El único objetivo de la operación era expulsar a Suárez de la Presidencia del Gobierno (pp. 492-493).
4. Su planificación correspondió al Centro Superior de Investigación de la Defensa (CESID), donde, en 1979, se había elaborado un documento conocido como “Operación De Gaulle”, que desarrollaba la idea de un gobierno de concentración nacional, presidido por un militar (pp. 485-486). El encargado de hacerla realidad era el teniente coronel Javier Calderón, secretario general del CESID, y sobre todo el comandante José Luis Cortina, jefe de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales (AOME), amigo de Armada y perteneciente a la XIV promoción la Academia General Militar, a la que también pertenecía el Rey (p. 484).
5. El Rey apoyó y amparó esta operación, facilitando su desarrollo, especialmente su aceptación por los principales dirigentes políticos. Según Urbano, su actitud obedecía a su enemistad con Suárez y al temor de que se produjera un golpe de Estado que pusiera en peligro la Corona, ya que tanto Armada como Cortina le informaron de que había varias operaciones involucionistas en marcha, que se desencadenarían en mayo de 1981 (pp. 488-492 y 532).
6. El Rey autorizó a Armada a entrevistarse con el general Milans del Bosch, de acendrada ideología monárquica, para que se encargase de detener las operaciones golpistas, mientras se culminaba la Solución Armada (p. 531).
7. Suárez, conocedor de esta operación y del papel que la Corona jugaba en ella, decidió dimitir para evitar que Armada llegase a la Presidencia del Gobierno mediante la moción de censura preparada contra él (pp. 585-588).
8. Tras su dimisión, el Rey perdió todo interés por la Solución Armada y forzó la elección de Leopoldo Calvo Sotelo como sucesor de Suárez (pp. 596-604). Así se lo comunicó a Armada en la entrevista mantenida el 13 de febrero de 1981 (pp. 625, 627 y 628).
9. Armada, a pesar del cambio de actitud del monarca, decidió seguir adelante con la operación, aunque con un importante cambio: su elección como presidente del Gobierno no se produciría por el mecanismo de la moción de censura, sino provocando un golpe de Estado que le permitiese presentarse como salvador de la democracia, al frente de un Gobierno de concentración nacional (pp. 635-639).
10. Esta posibilidad se la daría el asalto al Congreso de los Diputados, realizado por 200 guardias civiles a las órdenes del teniente coronel Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981 (pp. 639 y 640).
11. Tras producirse el asalto, Armada pretendió personarse en el palacio de la Zarzuela para “reconducir” la situación al lado del Rey y culminar así su proyecto: convertirse en presidente del Gobierno. El monarca se mostró favorable inicialmente a que se trasladase a la Zarzuela, lo que impidió el general Sabino Fernández Campos, secretario general de la Casa de S. M., quien le informó que Armada estaba detrás de la acción protagonizada por Tejero (pp. 643-647).
12. A partir de ese momento, el único objetivo del Rey fue restablecer el orden constitucional y todas las dudas y retrasos que se produjeron en la consecución de ese objetivo fueron consecuencia de que la situación no estaba totalmente clarificada y de que no se querían cometer errores irreversibles. Este hecho explica, por ejemplo, la tardanza con la que se emitió el discurso del Rey en Televisión Española (pp. 673-678), y sobre todo que se autorizase a Armada a proponerse “a título personal” como presidente de un Gobierno de concentración nacional ante los diputados secuestrados por Tejero, ya que el Rey lo consideraba un instrumento válido para solventar la situación creada por el asalto al Congreso. Precisamente, esta autorización era el objetivo del general y, por tanto, la culminación de la operación desencadenada por la acción de Tejero. Sin embargo, Armada no logró su objetivo -hablar a los diputados-, porque Tejero se lo impidió, al no estar de acuerdo con la prevista composición del Gobierno de concentración (pp. 679-686).
13. El veto de Tejero hizo fracasar el golpe de Estado, liquidado en la mañana del 24 de febrero con la firma del llamado “Pacto del Capó” y el desalojo del Congreso de los Diputados por la Guardia Civil.
Para desarrollar esta tesis, que no es original, sino un remedo actualizado de la de Jesús Palacios –23-F: el golpe del CESID (Libros Libres, 2011)-, la autora vuelve a recurrir a su particular metodología, que consiste en lo siguiente:
1. Omitir cualquier acontecimiento que pueda poner en tela de juicio su tesis. Así, no habla de las operaciones puestas en marcha desde 1977 por un grupo de empresarios, militares y periodistas, procedentes de la élite franquista, con el objetivo de sustituir a Suárez por un político o empresario de ideología conservadora y dirigidas a limitar el desarrollo del sistema democrático, especialmente en el ámbito autonómico, y asegurar el papel de las empresas públicas. Estas operaciones, básicas para entender el golpe de Estado del 23-F, han sido relatadas con todo lujo de detalles en el libro de Juan María de Peñaranda, Desde el corazón del CESID (Espasa, 2012), que la autora no cita.
2. Manipular determinados acontecimientos históricos para ajustarlos a sus planteamientos. Por ejemplo, en la reunión del 18 de enero de 1981 con los impulsores de diversas operaciones involucionistas, convocada por Milans del Bosch a propuesta de Armada y mantenida en la calle General Cabrera de Madrid, tuvo dos objetivos: el primero, congelar estas operaciones y el segundo, estudiar la de Tejero -el asalto al Congreso de los Diputados- por si convenía utilizarla para que Armada fuese elegido presidente del Gobierno. Urbano omite el segundo de los citados objetivos para intentar demostrar que la Solución Armada siempre tuvo carácter legal y que sólo cambió su naturaleza cuando el Rey se desvinculo de ella a partir del 13 de febrero de 1981.
3. Faltar a la verdad a la hora de explicar determinados hechos históricos. Así, al relatar las conversaciones del Rey con los capitanes generales durante la noche del 23-F, afirma que todos se pusieron “incondicionalmente a sus órdenes para lo que fuera”; frase que no consta en las declaraciones sumariales de ninguno de ellos (pp. 652-656). Se trata de un error notable, ya que la autora se jacta de haber leído íntegramente los más de 6.000 folios del sumario.
4. Recrear acontecimientos históricos, ajustándolos a sus planteamientos, aunque sin aportar fuentes para demostrarlo. Así, a la hora de relatar la trascendental conversación del 13 de febrero de 1981, afirma, como ya se ha dicho, que el Rey se desvinculó de la Solución Armada, prohibiendo a su antiguo preceptor que siguiese adelante con sus planes. No existe fuente alguna que sustente que la conversación se desarrolló en esos términos. Por el contrario, el propio Armada, que es el único que se refirió a ella, afirmó en el sumario que solo le comunicó al Rey que cabía la posibilidad de que se produjera un golpe de Estado y que sería necesario reconducirlo.
5. Oscurecer a propósito determinados hechos, haciendo difícil la comprensión del desarrollo de los acontecimientos. Así, la autora, por razones no aclaradas, no contempla las conversaciones que Cortina y Tejero, Armada y Tejero, y Armada y Milans del Bosch mantuvieron los días 20, 21 y 22 de febrero de 1981. Conversaciones que aparecen relatadas con todo lujo de detalles en el sumario y que son claves para entender lo sucedido el 23-F, ya que en ellas Armada no sólo ordenó a Tejero asaltar el Congreso de los Diputados, sino que también informó a Milans del Bosch de lo que iba a ocurrir para que éste movilizase las tropas de la III Región Militar al objeto de apoyar la acción de Tejero.
Todas estas omisiones, tergiversaciones, manipulaciones, que convierten el relato de Urbano sobre el 23-F en algo incoherente, confuso y carente de hilo conductor, permiten a la autora alcanzar su principal objetivo: acusar al Rey de ser instigador directo de la Solución Armada e indirecto del golpe de Estado, poniendo en boca del fallecido general Sabino Fernández Campo, quien evidentemente no puede desmentirlo, que don Juan Carlos era el “Elefante Blanco” de la operación golpista, el que debía culminarla (pp. 691-694).
Para concluir este análisis, solo resta hacer referencia al epígrafe titulado “Gestando la glorificación del Rey” (pp. 732-736), donde la autora hace referencia al papel de salvador de la democracia que Juan Carlos I se ganó aquella noche, fraguándose “la leyenda de Mio Cid del 23-F” (p.734). Sin embargo, al redactarlo la “desmemoria” de la autora hace que olvide el artículo que ella misma publicó en ABC, el 5 de marzo de 1981, bajo el título “La noche de un rey en vela”, del que procede este fragmento: “Con Milans del Bosch se sucedieron distintas comunicaciones. Y es cierto que el Rey le tuteó y le llamó por su nombre, como también es cierto que le “ordenó”, sucesivamente y sin fisuras de debilidad, “la inmediata retirada de las tropas” que patrullaban
por Valencia, “la salida de Tejero y sus guardias civiles del Congreso de los Diputados”, la anulación de la “proclama” de asunción de todos los poderes en la III Región. Y no menos cierto es que el Rey en alguna de estas conversaciones, seguía unas breves notas, que previamente había escrito, no para no olvidar entonces lo que debía decirle, sino para no olvidar después, ni nunca, lo que le había dicho. Hay frases elocuentes del Rey que condensan su entereza en la decisión: “Estoy dispuesto a cumplir mi mandato constitucional por encima de todo…” “Sólo así seré fiel a la bandera… y lo seré hasta el final” “No cederé… Tendréis que fusilarme” La Reina está allí. Escucha. Vive íntimamente las horas más duras del reinado. Calla. Sufre. Alienta al Rey, y a todos los presentes, con su sola presencia”.
Anexo 7
¿La amnistía contra la Constitución?
El País 5 MAY 2010
Cualesquiera que sean sus auténticas motivaciones (reivindicar sinceramente a las víctimas del franquismo o replantear hipócritamente las reglas de juego político), las iniciativas para invalidar la Ley de Amnistía de 1977 han pasado a formar parte de las corrientes revisionistas de la Transición. La teoría según la cual la amnistía habría sido la formalización jurídica de un pacto político de silencio sobre los crímenes del franquismo suscrito por la oposición, atemorizada y empequeñecida ante los herederos de la dictadura, no es sólo una vileza moral para los derrotados en la Guerra Civil y los opositores que poblaron las cárceles de la dictadura; también pone al descubierto la ignorancia de los forjadores de la fábula. Esa peregrina tesis sólo podría ser tomada seriamente en algún debate entre las dos ramas más frikis del revisionismo histórico sobre la Guerra Civil: la escuela de historiografía policial acaudillada hoy -nunca mejor dicho- por Pío Moa y la cuadra de publicistas que niegan el carácter democrático del sistema político actual y lo consideran franquismo disfrazado.
El revisionismo sobre la Transición impugna también la validez de la Ley de Amnistía de 1977
Al mismo registro de simplezas derogatorias pertenece la elevación a categoría jurídica de ley preconstitucional la obvia constatación cronológica de que la amnistía de 1977 abrió la actividad de las Cortes que se cerraron con la aprobación de la Constitución de 1978. La fraudulenta equiparación entre la Ley de Amnistía, promulgada por el primer Parlamento democrático elegido tras cuatro décadas de dictadura, y las autoamnistías autocráticas (Franco amnistió en 1939 los delitos políticos por afinidad con el Movimiento Nacional entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936) injuria a los diputados que la votaron y falsea la historia de su elaboración. La amnistía fue una iniciativa de los partidos recién salidos de la clandestinidad boicoteada por los nostálgicos del franquismo. Sin la amnistía de 1977 no existiría la Constitución de 1978: forma parte de su génesis y empapa su articulado. La reconciliación entre vencedores y vencidos fue el cimiento de una Constitución que descansó por vez primera en la historia de España sobre el consenso social.
Otras circunstancias, fuera de la estupidez o la mala fe, ayudan a entender -aunque no a justificar- esa inesperada puesta en la picota de la Ley de Amnistía de 1977. Durante las dos décadas siguientes a la Transición española, en el marco de Naciones Unidas se aceleró el proceso de codificación de los instrumentos del Derecho Penal Internacional que castigan y consideran imprescriptibles las más graves violaciones de los derechos humanos. Los tribunales especiales sobre los crímenes en Ruanda y la antigua Yugoslavia anunciaron la Corte Penal Internacional. Los responsables de algunas feroces dictaduras latinoamericanas pagaron parcialmente sus culpas. De manera ilógica, los contornos aún brumosos de ese nuevo Derecho Penal Internacional convencional o consuetudinario en proceso de formación están siendo utilizados inadecuadamente para impugnar la validez de la Ley de Amnistía; la excelente monografía de la profesora Alicia Gil Gil sobre La justicia de transición en España. De la amnistía a la memoria histórica (Atelier, 2009) demuestra, sin embargo, la inaplicabilidad de esos recientes desarrollos a los hechos de la Guerra Civil española.
Los horrores de la primera mitad del siglo XX sensibilizaron a la opinión pública mundial a favor de la defensa de los derechos humanos. Entre el final de la II Guerra Mundial y el Estatuto de Roma fueron aprobados numerosos convenios preventivos y sancionadores de crímenes susceptibles de persecución universal. Los Estados firmantes de esos tratados vinculantes para el futuro están obligados, sin embargo, a respetar los principios de legalidad penal, prescripción de los delitos e irretroactividad de las normas desfavorables respecto a los hechos producidos con anterioridad al momento de la adhesión. En octubre de 1977, España no había tipificado penalmente ni declarado imprescriptibles en su derecho interno los delitos de lesa humanidad ahora incorporados al artículo 607 bis del Código Penal. Mal hubiese podido la Ley de Amnistía exceptuarlos de su ámbito pese a quienes desean derogarla precisamente por no haberlo hecho.
Anexo 8
¿El final de la cordura?
Hace poco más de 20 años me encantaba leer a los inusuales psicólogos de la escuela californiana de Palo Alto y sobre todo a Paul Watzlawick. Los libritos de éste (que en España publicó la editorial Herder) son muy breves, desenfadados y casi humorísticos, pero siempre plantean ideas-iceberg, o sea que tienen mucho más cuerpo de lo que aparece en la superficie… a diferencia de las obras de tantos pomposos gurús aquejadas de la deficiencia opuesta.
Me gusta en particular uno de ellos, titulado Lo malo de lo bueno. En él denuncia la tendencia a dar a los problemas y los conflictos lo que llama «soluciones clarifinantes», es decir, soluciones que no sólo eliminan el problema sino también todo lo que está relacionado con él: «Algo así como dice el chiste conocido: la operación ha sido un éxito, el paciente ha muerto». El mecanismo de las soluciones clarifinantes suele consistir en aplicar doble dosis de un remedio para duplicar su eficacia, desconociendo que medir la dosis forma parte también del remedio mismo: una aspirina puede aliviar nuestra jaqueca, pero kilo y medio de aspirinas no nos librará para siempre de los dolores de cabeza, sino que nos producirá úlcera de estómago…
En el caso de las fechorías del franquismo, opino que Garzón desbarra por completo
No tiene pies ni cabeza zanjar el debate histórico con sentencias
No diré que el libro de Watzlawick influyó en la transición española (al modo que los de Pettit inspiran hoy a nuestro primer mandatario) porque fue publicado más tarde, pero se diría que su prudente advertencia iluminó retroactivamente a los políticos y ciudadanos en aquel trance. Porque el comentado éxito de la transición estribó precisamente en renunciar a la aplicación contra viento y marea de una solución clarifinante a la dictadura: los remedios que tácita o explícitamente se convinieron tuvieron cuenta de la dosis y no se excedieron en ella, en contra de lo que algunos (entre los que, ay, debo incluirme) pedían con perentoriedad maximalista. Se procuró dar cauce a la ética de las consecuencias más que a la de los principios y se intentó alcanzar una forma institucional de justicia que renunciase a los ajusticiamientos. En líneas generales, fue toda una lección de cordura colectiva, algo inesperada desde luego en un pueblo que tiene como emblema literario la figura de un simpático orate. Hoy no faltan sabios sobrevenidos que nos recuerdan lo obvio, es decir, que pesó en aquella opción el miedo a poderes fácticos militares y civiles todavía vigentes. Cierto, sin duda, pero vamos a ver: esos grupos influyentes y temibles no venían del espacio exterior sino de la entraña misma de un país complejo y difícil de reconciliar. ¿Hubiera sido aconsejable azuzarlos en un sentido u otro hasta que pudieran desbocarse por instinto de conservación? Se optó prudentemente por cambiar el país, no por cambiar fieramente de país… y creo que se hizo bien.
A este criterio respondieron, con sus aciertos y errores, las medidas que se tomaron en los terrenos políticamente más escabrosos, como las nacionalidades, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el Ejército y las fuerzas de seguridad, la pluralidad sin restricciones de partidos o la condonación de responsabilidades por los desafueros cometidos durante la dictadura (incluidos los actos de subversión terrorista). Salieron de la cárcel los presos, volvieron los exiliados que así lo desearon, se repuso en sus cátedras a profesores represaliados, se modificó la legislación en cuestiones de buenas costumbres y orden público, etcétera. En cierta medida -probablemente insuficiente- se trataron de remediar los más señeros atropellos sociales y personales cometidos en el pasado inmediato. Por lo general, se actuó con cautela (aunque a muchos les pareció loca precipitación) pero es patente que se derrochó buena voluntad conciliadora: basta para comprobarlo releer hoy serenamente el texto constitucional, cuyos aspectos menos satisfactorios se deben precisamente al esfuerzo por calmar resabios y dar cauce moderador al radicalismo, a fin de recabar complicidad con la democracia incluso de aquellos que -partidarios del antiguo régimen o antifranquistas- mayor rechazo mostraban ante ella.
Con todos los altibajos que se quiera y bajo la amenaza persistente del terrorismo y del golpismo (que funcionaron en más de una ocasión mancomunados), esta lección práctica de cordura institucional dio notables frutos de prosperidad y regeneración de nuestra vida en común. Sin embargo, en los últimos años (¿cuántos? ¿15, 10, 5?) parece haber llegado a una fase de agotamiento e involución. Por lo visto, la sensatez se ha vuelto ya decididamente aburrida y muchos vuelven a reclamar las soluciones clarifinantes que prudentemente se dejaron de lado en el periodo transicional.
Volvemos por donde solíamos. En el terreno de la política lingüística, por ejemplo, ya no basta con que se puedan utilizar todas las lenguas oficiales en el terreno educativo y social: en algunas autonomías es preciso excluir y obstaculizar cuanto se pueda a la lengua común del Estado, negando como ilusorio el derecho a ser educado en ella o utilizarla para relacionarse con la Administración autonómica. Quienes protestan ante esta malversación de una legalidad pluralista son considerados fascistas y xenófobos, herederos de la peor reacción o al menos crispadores con afán de sembrar la discordia. Por otra parte, ya no basta que las creencias y prácticas religiosas sean respetadas en su ámbito propio igual que también en sus manifestaciones públicas, aunque siempre a título privado. Ahora se nos exige como necesario que la Iglesia mantenga intactos todos sus privilegios teocráticos de la época pasada y que incluso pueda decidir qué tipo de valores cívicos deben ser enseñados en la escuela, so pena de sublevar a la feligresía clamando contra la persecución religiosa. Un retroceso, dos retrocesos, varios retrocesos…
El último y por el momento más notable, la apertura de un proceso penal por las fechorías del franquismo, elevadas en la requisitoria de Garzón a la categoría de crímenes contra la humanidad. Lo que en un comienzo fue el razonable intento de satisfacer a quienes buscan los restos de sus seres queridos ejecutados para darles digna sepultura, pasó luego a una especie de revival de la vieja discordia fratricida para imponer a posteriori la salomónica justicia que no se hizo en su día: no ya desenterrar los muertos de la Guerra Civil, sino desenterrar a la propia Guerra Civil para que ahora por fin ganen los buenos. ¡Por fin va a quedar claro, judicialmente claro, que lo de Franco fue una dictadura y por tanto un rosario de abusos, arbitrariedades y crímenes! Ya me parecía a mí…
Tengo el mayor respeto por Baltasar Garzón: seguro que se ha equivocado a veces, pero como se equivocan los que hacen algo más allá de la rutina frente a los que sólo se atienen a ella, que aciertan siempre. El balance de sus iniciativas a lo largo de los años creo que es fundamentalmente favorable a la democracia y a la justicia. En este caso, en mi opinión desbarra por completo. Desde luego, ignoro si la razón jurídica está de su lado o la tiene el fiscal Zaragoza: la triste experiencia de los últimos años me ha demostrado que hay iniciativas que carecen de sentido común, pero tienen sentido legal. Lo que me asombra es que bastantes, pese a dudar mucho de la viabilidad jurídica del asunto (¿qué responsabilidades penales van a pedirse, y a quién, si el franquismo es declarado culpable? ¿guillotinaremos al Rey, establecido en el trono por el dictador?) y secretamente convencidos de que todo se quedará en agua de borrajas, traten de vendernos el encanto simbólico de todo este asunto. Pues no: precisamente en el plano simbólico es donde resulta más clara la majadería. No tiene pies ni cabeza tratar de zanjar un debate histórico con sentencias judiciales ni combatir a los historiadores falsarios desde un tribunal. Nos dicen que la derecha no reconoce sus vínculos genealógicos con el franquismo; bueno, ¿y la izquierda? ¿Aireamos de nuevo la lista de líderes políticos, catedráticos, periodistas, etcétera, con un pasado azul que tú bordaste en rojo ayer? Todos ellos fueron franquistas (o combatieron el franquismo «desde dentro», es decir, con cargos franquistas) en la época más dura del régimen: se fueron curando luego, qué cosas. Por no hablar de quienes heredan sus modos en la imposición lingüística (nuevas versiones autonómicas del «hable usted en cristiano» imperial) o sencillamente en el mangoneo de favores o de ostracismos desde cargos públicos, de tanta raigambre dictatorial.
Ahora veo derribar la cárcel de Carabanchel, en la que hace 40 años pasé una breve y no diré que feliz temporada. La despido sin tanta nostalgia como muestran por ella los que no la conocieron por dentro. Y así me gustaría ver irse también al olvido a los hunos y los otros, como diría don Miguel, a quienes no olvidan porque su memoria viene de la ideología y no de la experiencia. Son el peor cáncer de la España actual, la de la crisis, el paro y la hostilidad centrífuga.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
Anexo 9
La Transición y el 23F: la eterna nebulosa
Publicado por Antonio Yelo
Miembros del Gobierno aplauden la entrada en vigor de la Constitución en 1978. Fotografía: CEPC.
Han pasado treinta y tres años desde que se produjo el golpe de Estado del 23F (1981) y en breve se cumplirá el treinta y siete aniversario de las primeras elecciones democráticas después de Franco (1977). Se han publicado cientos de libros sobre la Transición y sobre el pronunciamiento militar. Miles de noticias, reportajes y artículos de opinión sobre estos asuntos han sido escritos en estos largos años. Hay documentales y series divulgativas para televisión que han analizado los acontecimientos. Y recientemente pudimos asistir incluso a una obra de teatro sobre Adolfo Suárez, el principal protagonista del periodo. ¿Por qué, disponiendo de toda esta información, es imposible a día de hoy tener una idea clara sobre lo que ocurrió y sobre quién es responsable de qué?
La muerte de Adolfo Suárez, la publicación del último libro de Pilar Urbano y las reacciones que han provocado, en lugar de clarificar, han contribuido a aumentar la confusión.
Los hechos recientes son:
Viernes 21 de marzo de 2014: Adolfo Suárez Illana (hijo del expresidente Adolfo Suárez) convoca para las once de la mañana una rueda de prensa en la Clínica Cemtro de Madrid para anunciar que la muerte de su padre es inminente y podría producirse dentro de las próximas cuarenta y ocho horas.
Domingo 23 de marzo: Fallece Adolfo Suárez poco después de las tres de la tarde. Han transcurrido cincuenta y dos horas desde el anuncio de su hijo. El expresidente del Gobierno había padecido durante más de diez años la enfermedad de Alzheimer.
Domingo 30 de marzo: Se publica una entrevista en El Mundo con la periodista Pilar Urbano sobre su libro La gran desmemoria: lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no recordar que va a ser publicado cuatro días después.
Lunes 31 de marzo: En la catedral de la Almudena de Madrid y presidido por los reyes se celebra un funeral de Estado por Adolfo Suárez.
Jueves 3 de abril de 2014: Sale a la venta —editado por Planeta— La gran desmemoria: lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no recordar firmado por Pilar Urbano. En este libro se da a entender que el rey fue parte de la «operación Armada» hasta que semanas antes de producirse el golpe cambió de idea y decidió apoyar la investidura de Calvo Sotelo como sustituto de Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno.
Viernes 4 de abril de 2014: Nueve antiguos colaboradores de Suárez (entre los que se encuentran exministros como Martín Villa, Marcelino Oreja y Arias Salgado) y su hijo Adolfo publican un comunicado en el diario ABC en el que acusan a Pilar Urbano de «tergiversar la verdad», califican el libro como «relato novelado-libelo» y denuncian que dicho texto «parece tener por objeto desestabilizar las instituciones y atacar frontalmente la figura de S. M. el rey y al presidente Suárez». Algunos de los firmantes de este comunicado son citados como fuentes por Pilar Urbano en su libro.
Ese mismo día 4 de abril un representante de la casa real califica las conversaciones que se citan en el libro de «pura ficción imposible de creer» y desmiente que el rey participase en lo que la autora denomina «Operación Armada».
¿Periodismo de investigación?
El pasado lunes 14 de abril se concedió el Premio Pulitzer (los Óscar del periodismo) a los diarios The Washington Post y The Guardian por la publicación de lo que luego se llamó el caso Snowden (la revelación del espionaje masivo realizado por la Agencia de Seguridad Nacional de los EE. UU.). La organización que concede el galardón destacó la labor de los citados periódicos por ser capaces de provocar un debate sobre la relación entre el Gobierno y el público sobre cuestiones de seguridad y privacidad y por ayudar al ciudadano a entender.
En un editorial de El País titulado «Periodismo valiente», del 17 de abril, se celebró la adjudicación de este premio a los citados periódicos anglosajones con las siguientes palabras:
Se ha premiado la valentía de un tipo de trabajo comprometido con su principal cometido: ofrecer a la ciudadanía información veraz y contrastada y ejercer la vigilancia del poder desde el rigor y la independencia.
Es el periodismo de investigación español el que, al igual que han hecho estos rotativos anglosajones en el caso Snowden, y dado que el Estado español continúa manteniendo en secreto algunos documentos y conversaciones telefónicas, debe averiguar todo lo ocurrido durante la Transición y en el golpe de Estado.
A modo de referencia es conveniente tener una definición. Con base en lo anterior se podría definir el periodismo de investigación como aquel que, con información veraz y contrastada, consigue provocar un debate entre el público y el Gobierno; ayuda al ciudadano a entender y ejerce la vigilancia del poder desde el rigor y la independencia.
Libros sobre la Transición. La carta
De entre todos los libros publicados sobre el periodo de la Transición solo unos pocos han hecho un análisis crítico de los acontecimientos y los personajes. La mayoría de las biografías y ensayos han recorrido el camino del halago y la alabanza —prefiriendo resaltar los aspectos positivos—dejando como conclusión en la mente del lector no iniciado que la Transición fue algo milagroso y lo mejor que pudo suceder a nuestro país en aquel momento; y que sus protagonistas fueron héroes que se sacrificaron en beneficio de sus conciudadanos. Tan acostumbrados estamos a este tipo de libros, que cuando en el penúltimo que se ha publicado —Puedo prometer y prometo de Fernando Ónega (Plaza & Janés, 2013)— su autor explica en la primeras páginas que lo suyo no es una biografía de Suárez, «aunque se le parezca» sino «Un cariño; el cariño del aldeano metido a escribidor al que un día uno de los más grandes hombres de la historia de España le ofreció colaborar con él», casi nadie se escandaliza —ni siquiera se extraña—; el libro pasa a integrar de forma casi automática la lista de los más vendidos y su autor conserva —incluso aumenta— su prestigio como profesional. Fernando Ónega fue director de prensa de Presidencia de Gobierno durante la etapa de Suárez.
En esa minoría de libros críticos llama la atención que casi todos incluyan el mismo documento: una carta. La carta que presuntamente envió el rey Juan Carlos al sha de Persia para pedirle dinero para UCD, el partido de Adolfo Suárez. Esta carta apareció por primera vez —en inglés— en el libro de Jesús Cacho El negocio de la libertad (FOCA, 1999). También incluyen esta misiva en sus obras José García Abad, Jesús Palacios, Luis Herrero, Gregorio Morán, Iñaki Errazkin, Carlos Aznares y, recientemente, Pilar Urbano. En la citada carta se solicitan diez millones de dólares y se argumenta que, si no se apoya al partido de Suárez, se corre el peligro de que el «marxista» PSOE gane las próximas elecciones, lo que pondría en peligro la monarquía y la estabilidad de España. La epístola —fechada el 22 de junio de 1977— se inicia con un «Mi querido hermano» y se finaliza con «Tu hermano. Juan Carlos». Todos los autores citan como única fuente para esta carta The Sha and I. The Confidencial Diary of Iran´s Royal Court. 1969-1977, el libro de memorias de Amir Asadollah Alam (abril 1919-abril 1978), primer ministro y amigo personal de Reza Pahlevi. Estas memorias fueron editadas en francés por A. Alikhani, otro ministro y amigo del autor, y luego traducidas al inglés y publicadas en Nueva York en 1991. Asadollah Alam se mantuvo en el cargo de ministro de la corte del sha hasta agosto de 1977 y murió de leucemia en 1978. Un año después estalló la revolución de los ayatolás en Irán. En la entrevista que el autor de este reportaje realizó con Jesús Palacios, uno de los periodistas que citan esa carta en sus libros, argumentó que él sí tenía otra fuente que confirmaba la veracidad de dicho documento pero que no podía revelar su identidad. Actualmente —treinta y siete años después de que presuntamente fuera redactada— se puede comprar el libro de Asadollah Alam —disponible, por ejemplo, en Amazon— y leer la reproducción de la carta traducida al inglés, pero no hay otra manera de verificar la existencia y veracidad de la citada carta.
Las fuentes
Jesús Palacios, periodista e historiador, ha colaborado en El Mundo, La Razón y El Periódico de Cataluña; ha sido contertulio de Intereconomía y fue uno de los reporteros que cubrieron el juicio de Campamento de 1982 en que se juzgó a los implicados en el golpe. Entre sus muchos libros publicados destacan dos: 23 F: El golpe del Cesid (Planeta, 2001) y 23 F, el Rey y su secreto (Libros Libres 2011). En ellos analiza, con base en numerosas entrevistas, la intentona golpista de 1981. La tesis principal de las citadas obras es que el rey de España fue pieza clave para el golpe de Estado y que estuvo en la operación hasta el final. Con su argumentación lleva la responsabilidad del monarca más allá de lo que lo hace Pilar Urbano en su último libro. Según esta última el rey «se baja» de la conspiración el 11 de febrero de 1981, dos semanas antes del golpe. Una de las pruebas sobre las que Jesús Palacios construye su tesis es que, según afirma en su libro 23 F, el Rey y su secreto, los hijos del rey, las infantas y el príncipe, aquel señalado día 23 de febrero de 1981, no fueron enviados al colegio. Preguntado por el autor de este reportaje sobre la fuente de la que obtiene esta información, Palacios afirma que no puede revelar su identidad, pero que «se trata de una persona que conoce perfectamente que los hijos del rey estuvieron todo aquel día en la Zarzuela».
Jesús Cacho (Palencia, 1943), periodista, fue director de El Confidencial después de pasar por las redacciones de ABC, El País y El Mundo. Actualmente dirige el diario digital Voz Populi y ha escrito varios libros de periodismo de investigación de los cuales el más importante es El negocio de la libertad (FOCA, 1999), que vendió más de ciento cincuenta mil ejemplares. En opinión de Jesús Cacho «En España es imposible citar una fuente porque te quedas seco. Es una consecuencia de la baja calidad de nuestra democracia. El miedo a hablar en libertad es una herencia del franquismo. En una sociedad realmente democrática lo normal sería que, por ejemplo, un constructor dijera que los planes de fomento son un desastre o que cualquier gran empresario criticara la política económica del Gobierno. Y que luego no temieran represalias. Aquí no puedes decir: “dice fulanito” como afirman las grandes agencias internacionales o la prensa anglosajona. Este es un drama que afecta claramente a las libertades de los españoles. Aquí todo es off the record». Preguntado sobre la comprobación de la veracidad de lo publicado manifiesta Cacho que «dado que no se explicitan las fuentes, lo que queda al lector es analizar y verificar la credibilidad del periodista en cuestión. Si el periodista ha demostrado a lo largo de los años que tiene un comportamiento ético, que no manipula la información, que no lo han llevado mucho a los juzgados… Si tiene un prestigio reconocido por la comunidad no solo periodística, entonces el lector le puede otorgar una calificación de noventa sobre cien. Si es un cantamañanas, le dará un veinte sobre cien y no comprará sus libros. Pero claro, este no es un criterio objetivo».
Arcadi Espada (Barcelona, 1957) fue profesor de la Facultad Periodismo de la Universidad Pompeu Fabra hasta 2011, ha publicado diecinueve libros y ejerce el periodismo desde las páginas de El Mundo después de haber colaborado con La Vanguardia, el Diario de Barcelona y El País. Sobre este asunto opina que «En un relato fáctico, si no se puede citar la fuente, debe al menos manifestarse que aquello fue dicho, por alguien que no se quiere identificar, el día tal y en tal sitio. O asumir como propia la información. No la frase, pero sí la información. Si no se puede identificar la fuente, se debe dar a lector, al menos, la seguridad de que la fuente de la que obtiene la información es legítima».
Adolfo Suarez y Leopoldo Calvo Sotelo en febrero de 1981. Fotografía: Cordon Press.
La mitificación de Suárez y la Transición
Con el fallecimiento de Adolfo Suárez los periódicos se han visto inundados de artículos de opinión y reportajes sobre la Transición y sus protagonistas. Desde algunos foros se ha acusado a la opinión publicada de estar contribuyendo a la mitificación del periodo histórico y sus personajes. Incluso se han podido leer opiniones que consideraban positiva dicha mitificación. («Suárez. nuestro primer mito» de Nicolás Redondo Terreros en El País 3-04-14 y «Terra mítica» de Fernando Savater en El País 1-04-14).
Jesús Cacho tiene claro que «las sociedades de nuestra época lo que necesitan es calidad democrática y no mitos. Donde no hay auténtica democracia florecen los mitos producto de laboratorio, no de la sociedad». Añade, con sorna, Cacho: «Se muere Suárez y se orquesta una operación para ponerlo en el pedestal. Y el rey se pone a su lado porque como fue el que lo nombró… Y se equipara a él y lo irradia y lo limpia. Y de golpe aparece el libro de Urbano. Parece algo maquiavélico».
Arcadi Espada tiene un punto de vista diferente: «Cuando yo era joven considerábamos que Suárez no era más que un monigote. Muy diferente de la imagen que hoy se traslada a la opinión pública. Hay factores que influyen en esta mitificación y no hay por qué recurrir a conspiraciones para explicarla. Uno de ellos es el paso del tiempo, que mejora los vinos y mejora las personas. La melancolía es un factor decisivo y todos los que hoy construyen el mito de Suárez son personas de mi edad o mayores que yo que de alguna forma están también reconstruyendo su propio pasado. Y sobre ese pasado echan una mirada indulgente o piadosa. Es normal, es algo que hace —hacemos— todo el mundo. Otro factor es la enfermedad. La dolencia que ha sufrido Adolfo Suárez, por tener como característica principal la pérdida de memoria, ha sido muy metaforizada. Se han utilizado expresiones como la “amnesia de la Transición” y se ha comparado el Alzheimer de Suárez con la memoria histórica de su vida y del periodo. Y luego, como último factor, ocurre que el mito viene a proyectarse hoy sobre un paisaje español tocado por la crisis y el sucio populismo de estar en contra de los políticos y de la política. Es decir: en España hay una deslegitimación casi general —desde todos los ámbitos— de la forma tradicional de hacer política. Y como reacción no se sustituye esa forma tradicional por otra más moderna, sino por otras más arcaicas como son el populismo y los nacionalismos. En ese escenario aparece, indemne, la figura de Suárez. Un hombre que proviene de un tiempo en que la política era muy respetada».
Los fact checkers y la edición
Nota del autor: Fact checker es el nombre que se otorga en la prensa anglosajona a la persona que se encarga de comprobar la veracidad y exactitud de los hechos cuyo relato se incluye en una obra de no ficción.
En un artículo titulado «Historia de una short story» que publicó en el Corriere della Sera en los años sesenta el periodista y escritor italiano Indro Montanelli (Florencia, 1909-Milán, 2001) relató con mucha ironía el proceso de edición de un artículo que le fue solicitado por una revista norteamericana:
Entonces pudo ser llevado ante la comisión de cinco editors especialistas que, tras haber leído el trabajo, primero los cinco a la vez y luego cada uno por su cuenta, dieron secretamente su voto. Mi historia había sido aprobada por cuatro a uno: lo cual constituía una buena garantía para su paso a la segunda comisión, de once editors cuya Junta estaba prevista para el mes siguiente. La aprobación final, la del editor in chief, era una pura formalidad, y llegaría poco después.
Montanelli, como contraste, recoge en esta versión de su artículo la carta de un fotógrafo americano que había leído su trabajo en el rotativo italiano y que, reconociendo lo excesivamente escrupulosos que eran sus compatriotas a la hora de editar un trabajo periodístico, relataba cómo él había vivido una experiencia diametralmente opuesta con un periodista italiano que le compró unas fotos de la ciudad de Santa Fe (EE. UU.) para ilustrar un reportaje sobre Albuquerque (EE. UU.) y que cuando le advirtió de que eran ciudades muy diferentes, el italiano le respondió: «¡No importa! Siempre es el sur». Tiempo después el número correspondiente de la revista italiana llegó a las manos del fotógrafo y pudo comprobar que efectivamente sus fotos habían sido mal utilizadas.
En 2003 el escritor John D’Agata (Massachusetts, 1975) envió a la revista norteamericana The Believer un ensayo sobre el suicidio del joven Levi Presley en el Hotel Stratosphere de Las Vegas. Jim Fingal, fact checker de la publicación, fue el encargado de comprobar que los hechos, fechas, cantidades y demás datos incluidos en el reportaje se ajustaban a la realidad. Desde el inicio, Fingal encontró inconsistencias. La primera frase del texto de D’Agata decía que en las Vegas había treinta y cuatro clubs de striptease legalmente registrados. En la fuente que el autor facilitó a Fingal solo figuraban treinta y un locales. D’Agata, al ser cuestionado por Fingal, respondió que el ritmo de la expresión «treinta y cuatro» funcionaba mejor en la frase que el de «treinta y uno». Aquí comenzó el tira y afloja entre el escritor y el fact checker. El artículo fue inicialmente rechazado y terminó publicándose solo en 2010. Dos años después, Fingal y D’Agata, que acabaron haciéndose amigos, publicaron juntos un libro, The Lifespan of a Fact (W. W. Norton & Company), donde relatan todo el proceso de comprobación de hechos y fuentes por el que pasó aquel ensayo. El libro es considerado como uno de los más completos manuales de lo que significa la labor de comprobación factual en medios de comunicación.
«Si hay comparaciones que me parecen odiosas entre España y el resto de países —sobre todo si son los países anglosajones— son las relativas al periodismo», nos dice Arcadi Espada. «El periodismo español es una profesión agonizante. Pedir fact chekers en España es como pedir que comiéramos caviar todos los días. En España es que por no haber no hay ni editores. Los veteranos estamos esperando que el sistema cultural español —no solo el periodismo— acabe de morir. Un país donde el 80% de los contenidos culturales son piratas; donde no hay ningún respeto a sus escritores… Preguntar por fact chekers en este país es de cachondeo».
Jesús Cacho critica la edición periodística desde otro punto de vista. «En España no ha habido editores de verdad. Se ha perdido la figura del director como punto de enganche entre el capital (la propiedad del medio) y las redacciones. En algunos casos, además, el director se metió en el capital, con lo que terminó desapareciendo esa figura intermediaria que suavizaba las tensiones entre las dos partes. A esto hay que añadir la ideologización máxima que vivimos que se traduce en la necesidad del carnet en la boca del periodista cuando intenta ser contratado por un medio. Y lo peor: el efecto letal de la concentración de poder en pocas manos, en las manos de nueve señores que son los que reparten el 90% de la publicidad española. Y en el fondo, y por desgracia, esos señores entienden la publicidad como un pasaporte a la impunidad».
El libro de Pilar Urbano y cómo se hacen los libros de investigación
Nota del autor: Arcadi Espada aclara que no ha leído el último libro de Pilar Urbano y que entró en la polémica generada por su publicación porque al leer la entrevista que le hicieron a la periodista en El Mundo el domingo 30 de marzo se sintió liberado del compromiso de guardar el secreto que mantenía desde hace más de treinta años, cuando Adolfo Suárez le manifestó —a él y a otros periodistas— su opinión sobre el papel del rey en el golpe de Estado. Espada publicó un artículo, «Conversaciones privadas», sobre esta cuestión el 4 de abril. Hemos charlado brevemente con él, con Jesús Cacho y con Jesús Palacios.
«Pilar Urbano puede estar diciendo la verdad» —manifiesta Arcadi Espada—. «Y la verdad no sería que lo que Suárez decía era cierto, sino que Suárez lo decía. Imagínese que usted tiene la oportunidad de hacer una entrevista a un expresidente de Gobierno y este le declara que el rey de España fue un imprudente y que propició el golpe de Estado por torpeza y por frivolidad. Usted publicaría esa entrevista, ¿verdad? Le daría al personaje ese argumento de autoridad que concede el género de la entrevista al entrevistado y la publicaría. No sería necesaria una comprobación de la veracidad de esas declaraciones. Pilar Urbano, sin embargo, no hace esa entrevista, ella hace un libro y en ese caso sí son necesarias las comprobaciones».
Espada continúa: «En el relato fáctico hay una cosa que es clave: cuando usted está leyendo un ensayo, un libro de periodismo, y se pregunta: «¿Y esto cómo lo sabe el autor?». En ese momento ya se ha fastidiado la cosa. En una novela esa pregunta no tiene sentido porque el autor es dueño y señor de lo que sabe y de lo que deja de saber. Pilar Urbano construye escenas practicando la omnisciencia, la omnipotencia y todas esas técnicas típicas de los narradores decimonónicos. Eso de que con las herramientas de la ficción se puede escribir faction es una bobada y los libros de Pilar Urbano, con independencia de que lo que escribe sea o no sea cierto, tienen ese hándicap. Es como cuando te engaña tu mujer: si te engaña una vez, desconfías para siempre».
Jesús Cacho apunta: «Yo no me he inventado nunca una conversación para ponerla en mis libros, se me caería la cara de vergüenza. Yo lo que hago siempre es recoger la conversación y luego chequearla. Voy a la otra parte y compruebo lo que me ha dicho la primera parte. Por eso el trabajo de un buen libro de investigación se demora años. No como se hacen ahora algunos libros, que se componen con titulares de periódico, cuatro opiniones y poco más».
En 2001, después de que Planeta publicara 23 F: El golpe del Cesid, el teniente general Javier Calderón, entonces director del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) —hoy Centro Nacional de Inteligencia (CNI)—, se querelló contra Jesús Palacios, el autor del libro, por calumnias contra su persona. En 2004, la Audiencia de Madrid archivó la querella considerando que en el libro se incluía «una información valorada y alabada por varios historiadores y periodistas, por lo que, si bien no tiene por qué implicar que sea ajustada a la verdad, sí que contribuye a la idea de difundir una información veraz y contrastada».
Jesus Palacios valora muy positivamente ser «el único periodista al que un juez ha dado la razón», y después de decir que salvo con el rey, se entrevistó con todos los protagonistas del golpe de Estado —«Yo habré tenido con Armada unas doscientas conversaciones y con Sabino Fernández Campo más de un centenar»—, nos cuenta su método de trabajo: «Hablas con muchas personas. Son todos testimonios orales. Yo no he visto documentos escritos. Los pocos que había fueron inmediatamente destruidos. Se dice que existen conversaciones telefónicas, pero yo no las he escuchado. Entonces en esa historia oral vas, poco a poco, recabando los testimonios. Uno te cuenta más, otros menos y lo vas encajando en función de la veracidad, verosimilitud y la coherencia del mismo testimonio. Hay revelaciones de alguna fuente que las tienes que dejar en reserva durante un tiempo».
Palacios, que insiste en que para entender las conclusiones de sus libros es importante tener en cuenta que el golpe estaba pensado «como una operación de corrección del sistema democrático, como un golpe blando para evitar un golpe duro», reconoce que «Armada, en su relato posterior de los hechos, siempre se mantuvo dentro de su línea de defensa durante el juicio de Campamento. Él me dijo que fue al Congreso porque se lo ordenan sus superiores. Y negó siempre que existiera una lista del Gobierno que teóricamente iba a ser presidido por él. Lo mantuvo hasta el último momento».
El perro que casi le muerde los cojones a Suárez. Con perdón.
La discusión subía y subía de tono. Llegaron a alzarse la voz con tal rudeza que el perro del rey, Larky, un pastor alemán, tumbado en la alfombra del despacho real, comenzó a ladrar y, excitado, se arrojó contra Suárez. «Casi me muerde los coj…», me contó Suárez tiempo después. El rey saltó y sujetó al perro. Más allá de esta anécdota, Suárez le leyó la cartilla al rey, el hombre que lo había elegido para, juntos, hacer historia. (Respuesta de Pilar Urbano en la entrevista que, realizada por Miguel Ángel Mellado, publicó el diario El Mundo el día 30 de marzo).
En el libro de Pilar Urbano, en nota a pie de página, se dice que esta conversación (el rey y Adolfo Suárez estaban a solas en el despacho del primero con un único testigo: un perro) no fue relatada por el presidente del Gobierno directamente a la autora —como manifiesta en la entrevista de El Mundo—, sino que Suárez la relató a su cuñado Aurelio Delgado y a su amigo Antonio Navalón y que ambos, en momentos distintos, se la contaron con posterioridad a la autora. La expresión «Casi me muerde los coj…» no aparece en el libro.
Fotografía: Cordon Press.
Si en algo estamos de acuerdo los españoles sobre la figura de Adolfo Suárez, es acerca de su valentía. Todos pudimos ver en televisión cómo se quedó sentado cuando Tejero, durante el golpe de Estado, ordenó a los diputados que se tirasen al suelo. Solo Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado tuvieron lo que hay que tener para desobedecer al uniformado. Como Gregorio Morán (biógrafo de Suárez) dijo al autor de este artículo en entrevista publicada en esta revista: «Hay que decir que Suárez tiene tropecientos defectos, pero hay que reconocerle algo que demostró siempre: una valentía inigualable. Si es algo referente a la inteligencia o al talento, se le puede cuestionar. Pero la cuestión testicular la tenía muy bien colocada».
¿Qué hubiera ocurrido si un mes antes del golpe de Estado aquel perro hubiera conseguido su objetivo? La imagen de Adolfo Suárez sentado en su escaño mientras unos militares intentan acabar con la democracia ha simbolizado durante los últimos treinta y tres años, y gracias al periodismo, la defensa de la dignidad de la nación española y su imbatible deseo de progreso ante la barbarie y el involucionismo. ¿Hubiera sido la historia igual si aquel perro hubiera mordido a Adolfo Suárez en sus partes pudendas? ¿Dependía en aquellos momentos el destino y la dignidad de una nación de los dientes de un perro? (**)
Las entrevistas con Jesús Cacho y Arcadi Espada se celebraron el jueves 10 de abril de 2014. La entrevista con Jesús Palacios el viernes 11 de abril de 2014.
(*) Este artículo se puede encontrar en Gentes del siglo, recopilación de artículos de Indro Montanelli realizada por Arcadi Espada con traducción de Domingo Pruna y que fue editada por Espasa en 2006.
Anexo 10
Suárez, nuestro primer mito
Invocar su nombre es un argumento de autoridad en una sociedad necesitada de símbolos comunes
Tendemos a contemplar todas las actividades humanas con una comprensión benevolente que nos permite vivir con tranquilidad. Así, consideramos que son las naciones las que han configurado el tejido jurídico-político que llamamos Estado por medio de una voluntad colectiva, pacífica, pero etérea, casi espiritual. Pero en realidad primero se construyó el andamiaje estatal, sobre unas bases más o menos homogéneas, y luego la nación, tal y como la entendemos desde la Ilustración. Para la configuración de la nación, además de la fuerza fueron utilizados elementos culturales y económicos con un objetivo integrador y, ¿por qué no decirlo?, hasta homogeneizador. En esa política unificadora, que siempre fue iniciada por las elites y nunca nació de levantamientos populares de naturaleza nacionalista, las banderas y los símbolos han jugado un papel decisivo.
En su visita a España, tras negarse a visitar el Alcázar de Toledo, De Gaulle dijo: “Todas las guerras son malas porque significan el fracaso de toda política, pero las guerras civiles son imperdonables, porque la paz no nace cuando la guerra termina”. Es tan cierta la afirmación del presidente de la República Francesa que la Guerra Civil no terminó el 1 de abril de 1939, aunque el parte de guerra emitido desde Burgos dijera: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, sino cuando iniciamos el periodo que denominamos Transición española. En concreto, el 15 de junio de 1977, cuando todos los españoles depositaron por primera vez su voto libremente, terminó la contienda civil. Solo por eso podríamos enorgullecernos de los hombres que protagonizaron aquel periodo, sin embargo, como toda obra humana tiene sus sombras. Por desgracia, la Transición española, producto de la debilidad de un franquismo agonizante y de una izquierda que vio morir al dictador en su cama, no acertó a construir símbolos y mitos en los que pudiéramos sentirnos representados la mayoría de los españoles, que sin embargo sí habíamos sido capaces de consensuar pacíficamente unas reglas mínimas para convivir en libertad. Fue como si el esfuerzo de la razón, que nos inducía a evitar los errores del pasado y buscar denominadores comunes de convivencia, hubiera requerido de todas nuestras energías y de toda nuestra inteligencia, impidiendo el nacimiento de vínculos sentimentales suficientemente poderosos para integrar el producto de la razón.
Cuando todos los españoles depositaron por primera vez su voto libremente, terminó la contienda civil
Los políticos de la Transición fueron capaces de hacer lo que hoy recordamos en la muerte de Suárez, pero fueron incapaces de captar el mundo de las representaciones simbólicas, que son esenciales para la pervivencia de un sistema. Nos conformamos con depositar nuestra confianza, una vez más, en las personas; en el Rey mayoritariamente, y en los líderes de cada cual en aquella etapa. Confirmábamos, sin saberlo, nuestra tendencia a seguir a un jefe, a un líder, en un plano superior al sistema y a las instituciones en nuestra estima. Este déficit se agravó inexorablemente, cuando los nacionalistas, dueños de los instrumentos propios de un Estado —aunque en el lenguaje político-jurídico se les denomine comunidades autónomas—, iniciaron la creación de sus respectivas naciones. La carencia de unos y la exuberancia simbólica de los otros ha ido creando una fractura sentimental que hoy, por lo menos con Cataluña, parece insalvable.
Y en esta situación estábamos cuando se nos anuncia la muerte de Adolfo Suárez; las interpretaciones sobre la reacción popular han sido muchas y variadas. ¿Cómo no tener en cuenta la atracción nostálgica del pasado, que en ocasiones puede ser irracional, más si en ese pasado contemplamos gallardía, soledad, traición y momentos trágicos, como en el caso del primer presidente democrático?, ¿cómo no comparar el compromiso político y la talla de aquellos dirigentes con el de los actuales a la hora de encontrar explicaciones a la expresión de unos sentimientos tan ocultos que creímos inexistentes?
Yo creo que estas interpretaciones son plausibles y compatibles. Pero más interesante que la divagación por las múltiples causas de esta emoción colectiva, es la consecuencia del fenómeno social. No creo que sirva, como han pretendido algunos bienintencionados, para mejorar nuestra vida pública ni para que se realice un examen de conciencia en el lenguaje de los creyentes o una autocrítica en el de los laicos. Sin embargo, la necesidad de símbolos que tiene la sociedad española hará de Suárez el primer mito de nuestra democracia. Su utilización por unos y por otros como argumento de autoridad para justificar sus diversas posturas lo demuestra y estoy convencido que esta elección de la sociedad española, que han adivinado intuitivamente todos los políticos, desde el Rey hasta el último personaje de la vida pública española, es la acertada. Suárez después de muerto, vuelve a prestar un gran servicio a España, tan importante como legalizar al PCE o abrir un periodo constituyente una vez ganadas las primeras elecciones democráticas, sin olvidar por supuesto lo que le debíamos por mantener la dignidad de todo un país cuando se mantuvo erguido ante Tejero. Ahora en el terreno de lo simbólico, al constituirse en un personaje histórico trascendente, se ha convertido en nuestro primer mito.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.
Anexo 11
Terra mítica
Decir que los seres humanos tenemos necesidad de mitos para animarnos a mejorar la realidad y hasta para soportarla es algo tan evidente que huelgan los lamentos o los parabienes por ello. Tampoco nos enorgullecemos o sonrojamos por respirar. En la digestión del pasado histórico, siempre laboriosa, los mitos son tan imprescindibles como el alka-seltzer después de un banquete de boda. Y además tienen la excusa de que por muy objetivos que pretendamos ser y por muchos datos que acumulemos, la verdad incontrovertible de lo que pasó —la perspectiva divina— siempre se nos escapará por las costuras del tiempo y gracias, señora Dueñas. De modo que aceptemos la ayuda de algún mito que otro para asimilar de modo espiritualmente nutritivo y políticamente positivo lo que en cualquier caso ya no podemos remediar. Eso sí, tongue in cheekcomo dicen los ingleses y creyéndolos lo suficiente pero nunca del todo.
Adolfo Suárez es ya la figura más indudablemente mítica de la Transición democrática y reúne los elementos insustituibles para tal sublimación: origen poco prometedor, traición bienaventurada, orfandad ideológica que dio cauce tolerante a las ideologías, audacia para abrir puertas que sólo querían mantener cerradas los embrutecidos porteros de una discoteca en la que ya nadie bailaba, esa intuición que resulta mejor que la ciencia en momentos de vértigo… en una palabra, los riesgos del azar convertidos retrospectivamente en logros del destino. ¡Y todo resultó bien, aunque ahora lo cuestionen quienes nacieron a tiempo para beneficiarse de ello, pero, a Dios gracias, no para estropearlo! Por supuesto, Suárez no salió indemne de esa travesía: le laminaron, le laminamos entre todos. Su mayor timbre de gloria es que España se llevó los beneficios y él los palos, como debe ser…cuando el político es decente. Sobre Suárez se han escrito ya muchos libros, hagiográficos, desmitificadores, de análisis, de cotilleo o de un cóctel de lo uno y lo otro: los de Gregorio Morán, Juan Francisco Fuentes, Luis Herrero, Manuel Campo Vidal, Fernando Ónega… También ficciones o, mejor, semi-ficciones, como Anatomía de un instante, de Javier Cercas, la miniserie de Antena 3 dirigida por Sergio Cabrera y El encuentro, la pieza teatral de Luis Felipe Blanco Vilches que actualmente se representa en el T. Español de Madrid. Y prepárense, porque vendrán más.
Mucha de la buena gente que ha lamentado públicamente la muerte del expresidente (dejemos de lado a los plañideros oportunistas y a la gentuza que le ha negado el mínimo silencio respetuoso porque no aguanta ninguna unanimidad que refuerce la convivencia democrática) ha deplorado que ahora no haya políticos como él, de los que se ocupaban de las necesidades del pueblo. Por mi parte, lo que echo en falta es más bien aquel pueblo de ciudadanos aún sin ciudadanía que respaldó y posibilitó la Transición, ese pueblo que comprendía las necesidades de la política y computaba como triunfos las concesiones de los políticos siempre que fueran positivamente conciliadoras, que cuando salía a la calle para mostrar su indignación ante crímenes como el de los abogados de Atocha garantizaba su propio servicio de orden para evitar desmanes de los descerebrados, el pueblo que mereció de sobra la democracia y que hoy no merece perderla por culpa de incompetentes, demagogos y disgregadores.
Anexo 12
Muere Adolfo Suárez, el líder que cambió la historia de España
Fallece a los 81 años el primer presidente del Gobierno de la democracia, que dirigió el cambio de un Estado dictatorial hasta la democracia
Madrid 23 MAR 2014 – 15:05 CET
Suárez, durante una entrevista en 1985
Fue el coraje hecho persona y el más firme defensor de los valores del diálogo y del consenso. Pero por encima de todo, Adolfo Suárez González, que ha fallecido este domingo 23 de marzo a los 81 años tras una larga enfermedad neurodegenerativa, entra en la Historia por haber dirigido un auténtico cambio en el curso de los asuntos públicos de España, que transitó desde el Estado dictatorial hasta la democracia constitucional en solo dos años y medio, a pesar de la intensidad de los esfuerzos de la extrema derecha y del terrorismo de ETA y del GRAPO para impedirlo, y de las conspiraciones de franquistas atrincherados en el inmovilismo.
El portavoz de la familia, Fermín Urbiola, con la cara desencajada ha hecho el anuncio oficial a las puertas de la clínica Cemtro de Madrid ante los medios congregados. Urbiola, en un breve parlamento, ha tenido que improvisar la confirmación de la muerte del expresidente y ha dado las gracias en nombre de la familia, informa Fernando J. Pérez. Los médicos han precisado que ha fallecido por el «deterioro neurológico».
La capilla ardiente para despedir al expresidente estará instalada desde este lunes a las diez de la mañana y durante 24 horas en el Congreso de los Diputados, donde la bandera ondea ya a media asta. Al día siguiente, el féretro con los restos de Suárez será trasladado a la catedral de Ávila, donde se celebrará una misa en su memoria y será enterrado en el claustro del templo junto a su esposa y junto al que fue presidente de la República en el exilio, el historiador Claudio Sánchez Albornoz. Además, el Gobierno ha decretado tres días de luto oficial, según ha anunciado el presidente, Mariano Rajoy.
Todos los partidos políticos de todo el espectro ideológico han reconocido el papel de Adolfo Suárez y su aportación a la democracia. Al reconocimiento de las formaciones políticas se sumaron los presidentes autonómicos con comunicados o declaraciones. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha asegurado que el «mejor homenaje» que los españoles pueden rendir a Adolfo Suárez tras su fallecimiento es «seguir el camino que él marcó: de entendimiento, de concordia y de solidaridad entre españoles».
El hombre que capitaneó la Transición
Un golpe de timón del rey don Juan Carlos fue precisamente lo que desbloqueó el camino de una reforma política que tuvo muchos padres. Suárez había redactado una hoja de ruta de la futura democracia, “unas cuartillas” que puso en manos del Rey en el mayor de los secretos, según afirma su círculo íntimo. Esa versión contrasta con las Memorias póstumas de Torcuato Fernández Miranda, el maduro profesor que ofició de mentor político de don Juan Carlos en sus primeros años como Rey, en las que se atribuye a sí mismo el papel de diseñador de la Transición. Líderes de la izquierda, como Felipe González y Santiago Carrillo, también participaron de lleno en las decisiones de la Transición, y aunque más tardíamente, también hay que reconocer el papel de Manuel Fraga.
Pero lo cierto es que nada hubiera sido posible si Suárez, al frente del segundo Gobierno del Rey, hubiera titubeado o se hubiera atascado en la conducción del proceso durante el año escaso que transcurrió entre su nombramiento como jefe del Gobierno y las elecciones del 15 de junio de 1977. Decidió una primera amnistía de presos políticos, disolvió el Movimiento Nacional, legalizó a los partidos que pugnaban por la democracia; socialistas y comunistas contuvieron a los más radicales y Suárez se fajó para que las estructuras franquistas se hicieran el haraquiri, como un general que tuerce el brazo a sus tropas, siempre por el procedimiento «de la ley a la ley». De ahí la inquina que le guardaron los elementos inmovilistas.
El rey Juan Carlos y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez, en 1976.
Don Juan Carlos despidió a Carlos Arias, su primer presidente del Gobierno, el 30 de junio de 1976. Este no había presentado la dimisión, pero tampoco se resistió. En las jornadas sucesivas, Fernández Miranda maniobró para hacer posible que los consejeros del Reino incluyeran el nombre de Suárez en el trío de propuestas para nuevo presidente («terna», en la jerga de la época). Era un asunto delicado porque, según la legislación de la dictadura, el jefe del Estado solo podía designar a uno de los tres que le propusiera aquel órgano dominado por franquistas de toda la vida. De ahí la habilidad con que Fernández Miranda condujo las deliberaciones para que el nombre de Suárez figurase como si fuera de relleno. Al término, anunció: «Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido», sin especificar en qué consistía. El secreto se guardó hasta el día en que el Monarca convocó a Suárez a La Zarzuela para pedirle «el favor» de aceptar la presidencia del Gobierno. Y al futuro conductor de la Transición solo se le ocurrió esta primera respuesta: «¡Por fin!».
Suárez contaba entonces con 43 años. Criado políticamente en el Movimiento Nacional (el partido único de Franco, un magma de falangistas, sindicalistas verticales y cargos públicos), llevaba nueve dedicado a la política. Había comenzado como procurador en Cortes (hoy, diputado) por Ávila, su provincia natal, hasta desempeñar la secretaría general del Movimiento en el primer Gobierno del Rey. Una trayectoria con poco brillo y demasiada juventud para la élite intelectual y funcionarial de la época, que compartió con la oposición clandestina, sin quererlo, la impresión de que el Rey había cometido el error de su vida.
Juan Carlos I
«Obrad sin miedo»
Eso dijo el Rey en la primera reunión del Consejo de Ministros formado por Suárez, según testimonio de su entonces vicepresidente, Alfonso Osorio. No habían transcurrido dos semanas desde la designación cuando el nuevo Ejecutivo anunció la celebración de elecciones en menos un año, y se fijó el plazo máximo del 30 de junio de 1977. Abandonada la titubeante reforma política del Gobierno anterior, el nuevo proyecto pasaba por establecer un objetivo más claramente democrático. La base para ello salió del cerebro de Fernández Miranda, lo que él mismo llamó el documento «sin padre». Por corto que parezca ahora el objetivo, se trataba de elegir un Parlamento por sufragio universal, por primera vez desde 1936. Para conseguirlo era necesario que las Cortes franquistas lo aprobaran por mayoría de dos tercios. En el intento de salvar obstáculos, Suárez protagonizó el 8 de septiembre una reunión con el alto mando militar de la que salió la versión de que el presidente había prometido no legalizar al PCE. Por eso cuando lo hizo, nueve meses más tarde, una parte del alto mando se sintió traicionado y le pareció pretexto suficiente para protagonizar un conato de rebelión.
Primero fue la ley de reforma política, negociada no con la oposición ilegal -aunque se le tuvo al corriente- sino con Alianza Popular, el grupo que acababa de fundar Manuel Fraga y que contaba con 200 procuradores en las Cortes franquistas. El 18 de noviembre de 1976, una gran mayoría de procuradores en Cortes (425 a favor, 59 en contra, 13 abstenciones) aprobó la ley que autorizaba al Gobierno para convocar elecciones a Congreso y Senado, salvo 40 senadores reservados a la designación del Rey. Inmediatamente se convocó un referéndum de ratificación, que contó con una participación del 77% (pese a la abstención solicitada por la oposición), de los cuales votó a favor el 94%.
Mariano Rajoy, presidente del gobierno de 2011 a 2018
Suárez consiguió una gran victoria tras torcer el brazo a sus propias tropas. Ese triunfo reforzó al presidente del Gobierno frente a Fernández Miranda, que se había limitado a actuar en la sombra. Ahí comenzó el distanciamiento entre los dos. Suárez tomó decididamente las riendas de la negociación de las condiciones en que iban a celebrarse las primeras elecciones, la legalización de los partidos clandestinos (no todos, pero sí los que se suponía más potentes) y los preparativos para las urnas. El terrorismo de ETA, de los GRAPO y de la extrema derecha se abatió sobre el incipiente proyecto democrático, pero eso no impidió la legalización de los principales grupos de izquierda que iban a ser la base de la estructura política del Estado reformado. El 9 de abril de 1977 quedó legalizado el Partido Comunista, poco después de que fuera retirado el gigantesco yugo y las flechas instalado en la madrileña Alcalá 44, la sede del partido único (hasta entonces).
El 11 de abril dimitió el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, y el 12 se produjo la reunión del Consejo Superior del Ejército que expresó la «repulsa general» a la legalización del PCE «en todas las unidades del Ejército». La publicación de este comunicado militar coincidió con la primera reunión pública del PCE en Madrid, que trató de contrarrestar la movida militar colocando la bandera rojigualda en la misma sala donde estaba la bandera roja. Su secretario general, Santiago Carrillo, hizo una ostensible declaración de reconocimiento a la Monarquía. La mayoría de la prensa, que en enero había publicado un editorial conjunto contra la desestabilización, volvió a difundir otro en abril, No frustrar una esperanza, en defensa de la democracia y de la neutralidad de los militares.
El presidente del Gobierno confirmó la voluntad de ir a las elecciones. Él mismo quiso competir en ellas: carecía de partido político alguno, pero desembarcó en una coalición de 14 grupos (democristianos, liberales, socialdemócratas) que pululaban bajo el nombre de Centro Democrático y, sobre la base de desplazar a su figura principal, José María de Areilza, se alzó con el mando de la improvisada UCD. También entró ahí mucha gente suya, a la que se llamó los azules por el color de la camisa falangista. De la campaña a las elecciones de 1977 data una de sus frases más famosas, «puedo prometer y prometo», sugerida por su colaborador Fernando Ónega.
Bipartidismo imperfecto
Los resultados del 15-J diseñaron aquel «bipartidismo imperfecto» que perdura todavía, con un partido dominante, pero sin mayoría absoluta (UCD) que obtuvo 166 diputados, en todo caso muchos más que la Alianza Popular de Manuel Fraga, que se quedó en 16. Mientras, el PSOE se alzaba con la hegemonía de la izquierda, 118, frente al PCE de Santiago Carrillo, que logró 19. La coalición nacionalista de Jordi Pujol obtuvo 11 y el PNV, 8.
Sin mayoría absoluta, pero al frente de la fuerza dominante (UCD), Suárez se lanzó en múltiples direcciones. Por una parte, trató de reforzar su autoridad sobre UCD, empujando a sus diversos partidos hacia la disolución a favor de la unidad, apoyándose para la tarea de gobierno en un número dos de confianza, Fernando Abril Martorell. Por otra, reconoció la legitimidad de la Generalitat de Cataluña en la persona de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas. Y al tiempo, lanzó a la arena pública el invento del «consenso», cuyo primer fruto fueron los pactos de la Moncloa (otoño de 1977), que reunieron a un amplio abanico de partidos y sindicatos en un acuerdo frente a la crisis económica.
Alfredo Pérez Rubalcaba, secretario general del Psoe de 1997 a 2004
La Constitución fue el segundo fruto del consenso. Fue elaborada a lo largo de 1978, mientras la derecha y parte de los centristas rechinaban contra Suárez, su poder y su actitud presidencialista. El malestar militar iba en aumento y el terrorismo etarra dejó bien claro su intento de acabar con la incipiente democracia. En esas condiciones se cerró el acuerdo de la Constitución y se celebró el referéndum por el que se aprobó, el 6 de diciembre de 1978.
Ni la participación en el referéndum fue demasiado elevada (67%) ni se consiguió el apoyo del PNV al texto constitucional, que optó por la abstención en el País Vasco. En todo caso, se consideró un gran triunfo haber llegado a promulgar una Carta Magna elaborada con participación activa de la derecha (AP), el centroderecha (UCD), el socialismo, el comunismo y el nacionalismo catalán. Pero ahí se acabó el consenso. A partir de ese resultado compartido, cada sector político decidió continuar su propio camino. El presidente disolvió las Cortes constituyentes, convocó nuevas elecciones y volvió a ganarlas en marzo de 1979, en términos similares a las precedentes: sin mayoría absoluta, pero otra vez en posición dominante.
El tren se atasca
El resultado de las elecciones de 1979 marcó una ruptura nítida entre Adolfo Suárez y el grupo socialista situado en torno a Felipe González, cargada de consecuencias para el futuro. Suárez cerró la campaña electoral con una intervención televisada en la que atacó al PSOE como un defensor del «aborto libre», «la desaparición de la enseñanza religiosa» y «una economía colectivista». Felipe González le devolvió la pelota en la sesión de investidura de Suárez, exhibiendo su pasado en el Movimiento Nacional. Un año más tarde, la moción de censura socialista contra Suárez no obtuvo votos suficientes para derribarle, pero le fragilizó. Las posiciones dentro de UCD se dividieron; la ley del divorcio y la del Estatuto de Centros Docentes tropezaron con la oposición interna de los democristianos. La opinión publicada de la época usó las palabras desilusión y desencanto para referirse a la situación del país en 1980. El ambiente de confusión y malestar caló en la opinión pública, que retiró rápidamente el apoyo a Suárez, según las encuestas de la época.
Adolfo Suárez Illana, hijo de Adolfo Suárez
Si la clave del consenso había sido una reforma democrática compartida por la derecha civilizada, la izquierda y el nacionalismo catalán, a finales de 1980 el presidente del Gobierno ya no tenía fuerza para convencer a los barones de su propio partido. Las conspiraciones militares y cívico-militares avanzaban a buen ritmo. Los principales banqueros presionaban a parte de UCD para que abandonara a Suárez —que acaba de implantar una política fiscal digna de tal nombre—. «Querían que nos incorporásemos a la derecha pura y dura, es decir, al grupo de Alianza Popular», ha explicado el democristiano Fernando Álvarez de Miranda en sus Memorias. El trato entre el Rey y Suárez se enfrió: el presidente quería ser el responsable constitucional de un Rey que se le escapaba, fiel a la idea de que prefería atribuir los éxitos del Gobierno a la Corona y sus fracasos, al propio Gobierno. Y el terrorismo etarra continuaba su tarea de demolición implacable de la confianza en la democracia.
A finales de enero de 1981, Adolfo Suárez decidió tirar la toalla y renunció a la presidencia del Gobierno. Esto aceleró el nerviosismo de los implicados en las diversas conspiraciones militares en marcha. Desconocedor de lo que se tramaba, asistió como presidente dimisionario a la segunda y definitiva votación de investidura de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, el 23 de febrero de 1981, cuando el entonces teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso al frente de cientos de guardias civiles. Ahí resurgió el mejor Suárez, el hombre arrojado que se enfrentó a los asaltantes sin más respaldo que el de su valor personal frente a las armas sublevadas.
Adolfo Suárez jura su cargo ante el Rey en 1976. (EL PAÍS)
Salió prestigiado de aquella prueba, pero en realidad fue su canto del cisne: el animal político de raza intentó recuperarse y ya no pudo. España dejó caer al líder genial, considerando que su tiempo había pasado y otros protagonistas pugnaban por abrirse paso. Todavía construyó otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS), pero los resultados fueron mediocres. Suárez se retiró del primer plano de la política en 1991 y se refugió en un discreto despacho profesional como abogado. En 2003 empezó a sufrir los síntomas del Alzheimer y la noticia, mantenida en la discreción por su primogénito, Adolfo, se hizo pública 1 de junio de 2005.
Y a partir de entonces todo han sido homenajes y reconocimientos al estadista, al hombre adecuado en el momento oportuno, sublimado en la consideración pública por la nostalgia de un tiempo en que los conflictos políticos se resolvían por el diálogo y la negociación, en una España donde la crispación era de los extremismos y no afectaba a las corrientes centrales de la política. En todo caso, nadie puede regatearle méritos a Adolfo Suárez en la obra de haber conducido el tren de la Transición sin que descarrilara. Y sin conocer la vía por la que circulaba. Como recuerda su biógrafo Juan Francisco Fuentes, Adolfo Suárez había dicho que no había modelos nacionales o internacionales que pudieran servir de falsilla para la transición española, y por eso dijo: «Nosotros fuimos nuestro propio antecedente».
Anexo 13
Conversaciones privadas
ARCADI ESPADA
El Mundo 04/04/2014
Querido J:
Aun en tu retiro, al que ya se acerca la gran hora de los lilás, te habrá llegado noticia del libro que acaba de publicar la periodista Pilar Urbano, La gran desmemoria, que lleva un subtítulo muy ceñido: Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar. Tengo el libro encima de la mesa. Es muy gordo. Y acaba de llegarme uno más gordo aún, La desventura de la libertad, que ha escrito nuestro antiguo director, Pedro J. Ramírez. Los autores de libros gordos, Kahnmenan, Pinker, Ramírez, Urbano, deben de sentir una emoción forzosa al contemplar semejantes fenómenos, que más que de la cultura parecen de la naturaleza. Yo los admiro y me siento casi Yerma, la casada seca. Aún no me he adentrado en la espesura de la desmemoria suarista, pero está la entrevista que hace una semana le hizo Miguel Ángel Mellado a la periodista Urbano, y donde quedaba expuesta su tesis principal, esto es, que el 23-F se produjo, entre otras razones, por la frivolidad del Rey al juguetear con soluciones inconstitucionales como salida de la crisis que atravesaba el proceso democrático. Tú conoces mi opinión sobre la escritura de Pilar Urbano y la relación que mantiene con los complementos. Nada más abrir el librote ya la he visto instalada en el despacho que usaba Alfonso XIII en el Palacio Real, y no en cualquier momento, ¡quia!, sino en la candente mañana del primero de julio de 1976, desbordadas y en naufragio ya las trece horas y cuarto, y oyendo y anotando lo que le decía el Rey a Carlos Arias; que era, en síntesis, sal por la puerta, pero que ella lo adorna, joder si lo adorna. Lo que siempre me fascinará de la escritura de Urbano y asociados es su modestia. Mira este inicio de párrafo, por favor, antes de entrar en materia:
-Bueno, Carlos, te extrañará que te haga venir aquí cuando siempre despachamos en la Zarzuela- El Rey parecía agobiado, titubeaba al elegir las palabras-.
Es supremo. Y una muestra de respeto, verás. Nuestra reportera desafía tiempos, espacios, protocolos, se hace omnipresente y omnipotente y se escurre por la chimenea del despacho alfonsino. Ok. Pero no pierde la compostura. Es decir, no escribe «El Rey estaba agobiado», sino «El Rey parecía agobiado». ¡No fuera a desconfiar el lector del alcance de los superpoderes de nuestra reportera! Bien está penetrar en el despacho a la hora y lugar. ¡Muy otra cosa sería penetrarle por el alma a nuestro Rey! Me divertiría tanto ir por ahí página a página. Pero iba a exigir, en buena lógica, el mismo adelanto editorial.
No sé si es cierto lo que explica Pilar Urbano sobre el Rey, Suárez y el 23-F. Pero sí te puedo dar fe de una certeza más modesta: el expresidente Suárez sí lo daba por cierto y sí lo explicaba. Al menos lo explicó delante de mí una noche del otoño de 1985 en su despacho de Antonio Maura. Yo tenía entonces 28 años y una buena, aunque superficial, relación con él, que venía de los tres años que había trabajado en la sección política de El Noticiero Universal. El diario, que acababa de cerrar, apoyaba de una manera sublime al CDS de Suárez, lo que resulta del todo punto lógico dado que Javier de la Rosa, financiero del suarismo (y de otros ismos), pagaba las nóminas. En la ciudad se había organizado entonces, por el empeño principal del periodista José Antich, el Grupo Periodístico Barcelona, del que yo formaba parte. Su misión era comer o cenar con políticos y explicar luego lo que se pudiera. Hubo cenas memorables, como la del expresidente Tarradellas. Pero la más importante, trascendente e inquietante fue la de Suárez. Cuando se produjo el encuentro, probablemente a finales de noviembre, ya no tenía diario donde escribirla. Pero colaboraba en el semanario El Món (lo recordarás: bueno, socialista y efímero) y allí me compraron la crónica. La leo hoy. Tiene un interés relativo. A pesar de los años, un rastro de piedrecillas blancas aún explica al lector lo que no se podía explicar. Por ejemplo: «Su discurso de estas horas privadas no tiene cabida, ni de lejos, en el discurso periodístico y político de la hora actual de España». O bien: «Lo verdaderamente cabal es el nuevo reparto de méritos que él adjudica, la desmitificación de algunos protagonismos que, prudentemente, es mejor no robar a sus memorias».
La conversación con Suárez duró más de siete horas. Para un hombre que lo único que quería era hablar, es decir, ni comer ni beber ni escuchar, son muchas. La mitad pasaron en una taberna madrileña que malditamente he olvidado, aunque me encantaría que hubiera sido Casa Ciriaco; la otra en su despacho. Creo que despiertos, lo que se dice despiertos, sólo aguantamos Suárez, Antich y yo. Y de allí sólo nos sacó el alba, ni siquiera el expresidente, que parecía dispuesto a seguir con gafas de sol.
El resumen de aquel monólogo tan notable es fácil de escribir. Fue pocos días después del décimo aniversario de la muerte de Franco. Suárez estaba desmoralizado y humillado por el tono que había tenido la conmemoración: creía que el Rey se había llevado injustamente toda la gloria de la Transición y sus sarcasmos sobre el llamado motor del cambio me parecieron escandalosos. Toda la velada discurrió bajo el susurro irresistible de venid muchachos que yo os voy a contar ahora quién es de verdad vuestro Rey. Y su Rey de aquella noche era, en efecto, alguien que, por frivolidad, torpeza o borboneo (Suárez utilizó este verbo) había provocado el intento de golpe, aunque luego hubiera sabido reaccionar in extremis cuando se le fue grotescamente de las manos.
Entonces no escribí sobre ello, atado por el pacto de silencio. Pero, sobre todo, porque la complejísima trama de nombres, lugares y circunstancias que la memoria de Suárez iba hilando necesitaba un trabajo gigantesco de verificación. Éste que habrá hecho Pilar Urbano, a no dudar. Y que en cualquier caso no hizo el propio protagonista. El último párrafo de aquella crónica mía del 85 decía: «Por las calles de Madrid viajaba un “off the record” contra el sistema, una suerte de personaje hoy por hoy indefinible, tal vez cogido a contrapelo en la esquina donde la vida y la historia se disputan sus piezas, no siempre con educación exquisita».
Es evidente que se dejó arrebatar por la historia.
Anezo 14
Ante la «reforma»
Coincide la aparición primera de EL PAIS con momentos singulares de la convivencia española. Desde la muerte del general Franco, y quizá antes, desde el asesinato del presidente Carrero, nuestro pueblo permanece en una constante y prolongada expectativa de cambio político que no acaba de producirse. Cuantos experimentos se han hecho desde el poder en los últimos dos años para tratar de asumir las profundas transformaciones operadas entre los españoles e integrarlas en el régimen vigente han fracasado. La iniciativa reformista que el Rey asumiera en los tempranos días de su llegada al Trono parece condenada a similar destino, dada la actitud del gabinete ministerial. La pérdida de credibilidad de la política gubernamental es, nos tememos, definitiva. Y ni el reciente discurso del presidente Arias ni las promesas, siempre incumplidas, de democratización consiguen ya prender en la esperanza de los españoles.
No es cuestión de impaciencia. Este país lleva esperando cuarenta años -exactamente desde el comienzo de la guerra civil- la normalización de su convivencia política. Este país, cuyas tres cuartas partes de la población no participaron en aquella contienda fratricida, busca inútilmente, por lo mismo, desde hace casi medio siglo unas formas de vida civilizadas y modernas que le permitan encontrar en el concierto de las naciones el lugar que por historia y por derecho le pertenece. Y la espera contenida del pasado, preñada de ilusiones cuando se pensaba en fechas como las que ahora vivimos, se ha visto repetidamente defraudada.
En este primer número de un periódico que nace al amparo de una convicción irrenunciablemente democrática, hay que decir que la reforma política anunciada ni satisface las exigencias mínimas que el respeto a los principios de la democracia y de la libertad exigen, ni puede lograr la adhesión de las nuevas generaciones de españoles.
El reformismo del poder ha naufragado porque no ha sido sincero. En una palabra: porque no ha sido verdadera y realmente reformista. Las esperanzas de un tránsito lineal entre la dictadura de antaño y un sistema democrático han sido siempre pocas; resultaban no obstante plausibles por el deseo de los españoles, repetidas veces demostrado, de encontrar soluciones a una situación sin salida como la provocada por el antiguo régimen. Pero para que la dialéctica de la reforma hubiera podido anular con convicción a la dialéctica de la ruptura, tenía que haber comenzado por el reconocimiento de que las metas de una y otra tienen que ser en cualquier caso parejas: la instauración de una democracia real en nuestro suelo, con el reconocimiento de las libertades individuales y del derecho de los ciudadanos a elegir a sus gobernantes a través del sufragio universal. La reforma que el Gobierno quiere vender hoy a la opinión viene sólo a defender privilegios e intereses de grupo que nos hablan de la continuidad de un pasado sin horizontes.
Quizá todavía sería hoy posible una estrategia de reforma, a condición de que fuera otro gobierno el que la emprendiera y tuviera credibilidad entre los ciudadanos. De otro modo, cuando el presidente anuncie calendarios y programas parecerá que establece un turno ordenado para cometer errores inútiles. No es un prejuicio esto que decimos. Las líneas conocidas de las leyes políticas enviadas a las Cortes hacen subsistir el antiguo aparato burocrático y político del Régimen y del Movimiento bajo la capa medrosa de un nombre venerable, el de Senado; solución esta que no soluciona nada y no satisface a nadie. La existencia de una Cámara Alta con facultades colegislativas de hecho superiores a las de la Baja -elegida por sufragio universal- y con funciones similares al actual Consejo Nacional en lo que respecta a la salvaguarda de las Leyes Fundamentales; la permanencia de los cuarenta consejeros de Ayete -designados por Franco- con carácter vitalicio; la de unos senadores elegidos por representación sindical, con la ambigüedad que supone el legislar tal cosa sin que se tenga noticia previa de cómo va a articularse la propia reforma de nuestros sindicatos; y la existencia final de un Comité de Vigilancia del Senado con notable presencia de senadores de designación franquista y con altas atribuciones sobre todo, el cuerpo legislativo, son ejemplos de que las «soluciones» del gobierno Arias están teñidas de caetanismo y, por tanto, de inutilidad cara a un futuro no lejano. Si añadimos a ello que existe una propuesta para que los principios Fundamentales del Movimiento no sean reformables ni a través de Reférendum, que el antiguo Secretario General del Partido permanece en el gabinete bajo la denominación de Ministro Secretario General del Gobierno, y que finalmente este no es responsable para nada ante una Cámara Baja elegida por sufragio universal -que lógicamente es quien debe representar la voluntad de los ciudadanos- podrá entenderse hasta qué punto la reforma está condenada al fracaso. Porque no ha consistido en una verdadera reforma. Pero amenaza además con arrastrar en su caída a toda otra posibilidad de reformismo auténtico que pudiera haber contado con un asentimiento generalizado.
Y esto es cuanto queríamos decir en nuestro primer día de existencia. Si como saludo resulta intemperante, acéptese al menos como inicial impresión de un diario recién nacido que, apenas abre los ojos y mira en torno suyo, no tiene otro remedio que pronunciar de nuevo las palabras de Ortega, tan entrañables para nosotros: Desde luego, señores «no es esto, no es esto».
Anexo 15
Ápice y declive del aznarato
Todos los clásicos de la historia de la teoría política han escrito sobre los momentos de apogeo de los gobernantes que, con el paso del tiempo y de una forma que parece fatal, son sustituidos por los de declive y decadencia. El teórico ofrece remedios empíricos para detener esta marcha, pero sabe que no siempre es atendido e incluso que sus recetas son de valor limitado.
Además, las circunstancias pesan sobre el destino de los humanos, y las actuales, como nos advirtió Miguel Roca en un artículo de hace unas semanas, tienen poco de propicio, tanto en lo político como en lo económico, para el esplendor de quienes ejercen el poder. José María Aznar, durante seis largos años, ha jugado un papel tan crucial en la vida de los españoles que se puede dudar que la etapa previa fuera ‘felipismo’, pero no de que lo que vino después merezca el término de ‘aznarato’. Si bien se mira, el actual presidente ha tenido las capacidades que Maquiavelo atribuyó al buen gobernante: ser ‘un hombre hábil y bien protegido por la fortuna’ y gozar de ‘virtù’, con lo que el pensador aludía al ejercicio del poder con una especie de energía brutal y calculadora.
Sobreabundante en todo ello, quizá el ‘aznarato’ llegó a su punto de esplendor en el Congreso del partido en el que el presidente anunció su deseo de no volver a presentarse. Pero hubiera sido precisa una lectura más amplia del pensador florentino. Maquiavelo también escribió que ‘hay cosas que parecen una virtud y que, si las sigue, le llevarán a la ruina, en tanto que otras, que en apariencia son vicios, le llevarán si las practica a la seguridad y el bienestar’. De estas últimas, la apariencia de grisura, sabiamente cultivada, puede proporcionar resultados óptimos.
El declive comienza cuando el gobernante, desorientado, cree obrar el bien y no mide las consecuencias de sus propias acciones. Los fastos nupciales son objeto de los llamados ‘ecos de sociedad’, pero es obvio que también reflejan no sólo la colusión entre lo público y lo privado, sino también un estilo y un estado de ánimo. Su contenido ofrece una imagen de la desmesura, pero sobre todo de ese ‘mal de altura’ que el general Kindelán ofrecía como característica de Franco en las cartas que le enviaba a don Juan. El ‘mal de altura’ supone, a la vez y de forma proporcional, alejamiento de la realidad y extravagancia en el comportamiento. La negativa a la selección del sucesor, aun si estuvo guiada por propósitos óptimos, crea sensación de agotamiento de un periodo, sin fácil relevo, por otro de idénticas características políticas. Carecer de punto de referencia personal es para cualquier partido político una máquina de hacer crecer la desafección entre los sectores sociales que pueden apoyarlo. Si los tiempos no son fáciles y se suma el ya citado ‘mal de altura’, el panorama no puede menos de aparecer turbio a los ojos del espectador independiente.
A muchos esta situación les podrá parecer regocijante; en realidad resulta motivo de alarma, porque conduce a una de las dos grandes ruedas con las que se mueve la política española, a una virtual parálisis que puede ser, además, indefinida, al depender de tan sólo la voluntad de una persona. Una situación como la descrita traslada la iniciativa política a la otra rueda. Ahora, por vez primera en mucho tiempo, el PSOE puede estar en condiciones de ganar. El fardo del pasado sigue pesando sobre las espaldas de sus dirigentes, pero se ha dibujado ya de forma nítida un estilo personal del que las encuestas revelan que es apreciado por el electorado, aunque pongan nervioso a los adictos proclives a la impaciencia. Se han apaciguado las disputas internas, enfermedad crónica de un partido incluso cuando tenía las máximas responsabilidades del poder. Pero el PSOE debe ser consciente de que le es exigible aún mucho más. Quizá en el ejercicio de la oposición haya pecado de demasiado simple o de desaprovechar oportunidades. Pero lo importante es que las circunstancias le marcan ya otra obligación: la de dar una idea suficientemente clara de lo que quiere hacer con España. Y ello sólo podrá lograrse mediante un serio ejercicio de la virtud de la imaginación.
Anexo 16
Aznar el arrojado
1 marzo, 2016 Javier Casqueiro
El día que José María Aznar entró al fin en La Moncloa como cuarto presidente del Gobierno de España tras la transición, se quitó de encima muchas asignaturas y rencores pendientes. No todos. Cuarto hijo de una familia de clase media acomodada del barrio de Salamanca de Madrid, estudiante aseado en el prestigioso Colegio del Pilar, sacó una oposición de inspector de finanzas, se casó con su primera novia universitaria y se afilió a Alianza Popular casi por mimetismo. Su esposa, Ana Botella, ya era una gran fan de Manuel Fraga y ese era su entorno natural. No destacaba en nada, pero era arrojado. Ese talante marcó su trayectoria.
Su primera experiencia política de campaña fue con 29 años, en 1982, en Ávila, de diputado cunero. No fue bien acogido. Entró en la sede con su loden verde, su pelo engominado y su gesto adusto. No se dejó amedrentar, se pateó toda la provincia y resultó elegido contra pronóstico. En 1987 una alianza con el CDS le promocionó a la presidencia de la Junta de Castilla y León. Lo primero que hizo fue eliminar las tarjetas visa de los consejeros.
En septiembre de 1989, Aznar cogió el relevo de toda la organización con la refundación del Partido Popular “sin tutelas ni tu tías” con respecto al pasado en el ya famoso Congreso del partido en Sevilla. En un giro teatral que marcó su carrera, Fraga rompió allí en pedazos ante todos los militantes y las cámaras la carta de dimisión que Aznar le había entregado poco antes de ser nombrado como sucesor tutelado para que hiciera con ella lo que quisiera y cuando quisiera. Fraga arriesgó con un flemático y aún desconocido dirigente que apenas llevaba dos años como presidente autonómico pero que ya había enseñado sus dientes en una descarada conferencia política en el Club Siglo XXI.
Aznar recogió aquel PP, eliminó sus capillas de familias, influencias, opositores y tecnócratas, se rodeó de un equipo muy leal, con su misma ambición y sin complejos, y se atrevió a enfrentarse electoralmente contra Felipe González en menos de dos meses. Parecía un suicidio y se quedó solo en una dura derrota: 175-107.
Persistió. Tenaz y rencoroso, Aznar se sentía minusvalorado y despreciado por González, por gran parte de los medios de comunicación y por un sector muy anticuado en sus propias filas. Le costó asentarse. Pulió algo su imagen, pero le era imposible mostrarse simpático o accesible. Tampoco para los suyos, que le profesaban más temor que respeto. Se rodeó cada vez mejor, aguantó y en 1993, en plena vorágine de la corrupción socialista, estuvo a punto de tumbar a su gran enemigo. Le faltó o le sobró esa campaña: 159-141.
Elecciones generales de 1993. Elecciones generales de 2000.
Aznar dedicó los tres años siguientes a perfilar ya su programa de gobierno. En 1996 efectivamente ganó pero por poco y gobernó gracias a los nacionalistas: 156-141. Uno de sus jóvenes altos cargos de entonces, Javier Fernández-Lasquetty, ahora en la oposición más crítica a Mariano Rajoy, ensalza cómo se atrevió al mes de ocupar el Consejo de Ministros a firmar dos polémicos decretos ley liberalizadores de los principales sectores del mercado casi en secreto. Y lo interpreta: “Quería evitar que los ministros, recién llegados a sus carteras, se atraparan a sí mismos en el bucle de pasividad que suelen recomendar los burócratas, los sindicatos y –más que nadie- los lobbies corporativos empresariales que defienden privilegios, monopolios y proteccionismos que benefician a unos a costa de perjudicar a los consumidores”.
Aznar estuvo dos mandatos muy dispares en La Moncloa, el segundo marcado por su mayoría absoluta y su desconexión de la realidad del país en aspectos tan evidentes como la oposición a la guerra de Irak. Aguantó con el bastón de mando del PP 14 años. En el verano de 2003, con el mismo método personalista con el que había actualizado al PP, Aznar señaló como heredero a Rajoy y le cedió el despacho. No era ni su mejor amigo en el partido ni la personalidad más arrolladora. Le creyó el más fiable frente al incierto futuro de Rodrigo Rato y ante el nulo entusiasmo que provocaba Jaime Mayor Oreja. No tardó mucho en darse cuenta de que se había equivocado.
Evolución del paro en España (1996 a 2014)
Desde que Rajoy perdió las elecciones de 2004 por la nefasta gestión personalista de Aznar tras los atentados del 11-M en Madrid, el ahora presidente de honor del PP apenas ha vuelto a participar dos veces más en órganos internos del partido. Y siempre para regañarle o ponerle deberes. Rajoy hace como que le escucha y luego pasa. A Aznar esa actitud le pone de los nervios. Ahora apenas se hablan.
Anexo 17
José María Aznar (Wikipedia)
VI Legislatura (1996-2000)
Aznar alcanzó el Pacto del Majestic con CiU mediante el cual recibirían su apoyo en el Congreso de los Diputados a cambio del apoyo del Partido Popular de Cataluña en el Parlament autonómico. El pacto incluía asimismo el traspaso de competencias y el final del servicio militar obligatorio. El porcentaje del IVA y el IRPF transferido a las Comunidades Autónomas pasó del 15 al 30 % del total recaudado.22 Además Aznar tuvo que prescindir de Alejo Vidal-Quadras como presidente del PP de Cataluña.23
1996
El 5 de mayo, José María Aznar tomó posesión ante los Reyes de España como el cuarto Presidente del Gobierno después de la Transición.24 Al día siguiente, juraron o prometieron su cargo los miembros del nuevo Gobierno, en el que había cuatro ministras.25 El día 7 de ese mes, el gobierno anunció un recorte de gasto de 180 000 millones de pesetas, la medida que más destacó fue la supresión de 90 directores generales.26 El 7 de junio, el ejecutivo anunció la liberalización y desregulación de la vivienda, el suelo, los colegios profesionales, los servicios funerarios, los combustibles y otras energías, así como la matriculación de vehículos.27
El 2 de agosto, el ejecutivo negó todos los papeles del CESID a los jueces apelando a la seguridad del Estado.28
El 19 de septiembre, el gobierno congeló el sueldo de los funcionarios (cerca de dos millones), a excepción de los médicos.29
El día 28 de ese mismo mes, el gobierno aprobó los Presupuestos más austeros de los últimos veinte años. Con un gasto público que crecería en 1997 por debajo de la inflación prevista, el Presupuesto redujo el gasto corriente y la inversión pública.30
El 9 de octubre, Aznar firmó junto con los secretarios generales de UGT y de CC.OO. un acuerdo sobre las pensiones públicas.31 Antes de que se acabara el mes de mayo de ese año, el ejecutivo de Aznar confirmó que la Seguridad Social se encontraba con un déficit de 1,5 billones de pesetas.32
En esta etapa de mejora económica tuvo un papel crucial el entonces director de la Oficina Presupuestaria del Gobierno: José Barea que ocupó ese cargo desde 1996 hasta 1998.33
1997
El 1 de julio de 1997, la Guardia Civil liberó de un zulo en un taller industrial de Mondragón a José Antonio Ortega Lara. Ortega Lara había sufrido el secuestro más largo de la historia de ETA (532 días).
Diez días después, el 10 de julio, la banda terrorista ETA secuestró al concejal del PP de la localidad vizcaína de Ermua Miguel Ángel Blanco. El posterior comunicado de la organización terrorista es un ultimátum: si en 48 horas el Gobierno de Aznar no decide el acercamiento de todos los presos etarras al País Vasco, Miguel Ángel sería asesinado. Esta amenaza suscitó una movilización popular sin precedentes en todo el territorio español, y en particular, en el País Vasco para reclamar la liberación del joven concejal. A las 4 de la tarde del sábado 12 de julio, se terminó el plazo del ultimátum y el ejecutivo no cedió al chantaje. ETA cumplió su amenaza al disparar mortalmente a Miguel Ángel Blanco.34 Dos días después, el 14 de julio, toda España salió a la calle para condenar su asesinato. En Madrid, acudieron unas 1.500.000 personas. Estas históricas manifestaciones de repulsa marcaron un antes y un después en la postura social ante el terrorismo (Espíritu de Ermua).35
Entre los años 1997 y 1998, el Estado ingresó 25.000 millones de euros (lo que equivalió a un 2,5 % del PIB) gracias a privatización de las empresas: Telefónica, Repsol YPF, Endesa y Tabacalera.36 La economía española terminó el año 1997 cumpliendo los criterios de convergencia fijados en el tratado de Maastricht para acceder a la Unión Monetaria el 1 de enero de 1999, con una inflación en el entorno del 2 %, un déficit público por debajo de los límites de Maastricht y unos tipos de interés inferiores al 5 %. La economía española atravesaba desde ese año 1997 un tiempo de crecimiento, ensombrecido por el alto nivel de paro que azotaba al país y que afectaba a una de cada cinco personas en edad de trabajar.37 No obstante entre enero y septiembre de ese mismo año se crearon 317 200 puestos de trabajos netos y la tasa de desempleo se redujo hasta el 20,55 %.38 El año 1997 terminó con el índice de la Bolsa de Madrid al 632,6 —tras un crecimiento anual de más del 40%—.39 40
1998
El 2 de mayo, se reunieron jefes de Estado y de Gobierno en Bruselas para designar la lista de países aptos para el Euro y para nombrar al presidente del Banco Central Europeo. Los países que formarían parte del euro serían 11, entre ellos España.41
El 16 de septiembre de ese mismo año, la organización terrorista ETA declaró por primera vez en su historia, un «alto el fuego total e indefinido».42 En ese año, antes de haber declarado la tregua, la banda terrorista había asesinado a 6 personas.43
El 3 de noviembre, Aznar declaraba que «el Gobierno y él personalmente ha autorizado contactos con el entorno del Movimiento Vasco de Liberación». Había comenzado los contactos entre ETA y el gobierno.44 Durante la negociación, el gobierno del Partido Popular acercó a 135 presos.45
El gobierno tuvo como intermediarios al entonces obispo de Zamora, Juan María Uriarte, tres enviados por Aznar: el jefe de su gabinete, Javier Zarzalejos, el secretario de Estado para la Seguridad, Ricardo Martí Fluxá, y el sociólogo Pedro Arriola se reunieron el 19 de mayo de 1999 en Zurich (Suiza) con el dirigente de ETA Mikel Albizu Iriarte, «Antza», y Belén González Peñalva, «Carmen». En la reunión, que tuvo una duración de más de dos horas y media, no se llegó a ningún acuerdo pues los enviados por el gobierno se negaron a aceptar la autodeterminación, tal y como reclamaba ETA, y a discutir con la banda cuestiones políticas. Aunque se acordó celebrar una nueva reunión, para la que no llegó a fijarse fecha, no hubo segundo encuentro.46 El día anterior, se anunció la firma de un pacto de legislatura en el cual el gobierno autonómico del PNV y Eusko Alkartasuna (EA) recibirían el apoyo parlamentario de la coalición proetarra Euskal Herritarrok (EH).47
Después de que las negociaciones cesaran, el PNV inició conversaciones con ETA por su cuenta y logró una tregua. El conocimiento de esta noticia provocó una ruptura del PP con el PNV que perdura aún hasta la actualidad. El PNV retiró el apoyo a Aznar en el Congreso (aunque pudo seguir legislando con el respaldo de CiU y CC) y convocó elecciones en Euskadi.
El 25 de octubre se celebraron elecciones al Parlamento del País Vasco, en las que una vez más se impuso el PNV por 21 escaños, los cuales perdieron un escaño respecto a la anterior cita electoral. Euskal Herritarrok (EH) se situaron como la tercera fuerza política del País Vasco con 14 escaños.48 El segundo partido más votado fue el Partido Popular con 16 escaños (subieron 5 más).49
1999
Aznar durante su rueda de prensa ante los medios de comunicación en el Foro Económico Mundial o de Davos de 2000.
El 1 de enero, entró en vigor el Euro en bancos y sistemas financieros (aunque no existía físicamente) y se fijó el tipo de cambio irrevocable de la peseta en 166,386.
El día 18 de ese mes, Aznar realizó su primera remodelación de Gabinete, aunque sólo se redujo en el cese de Javier Arenas en la cartera de Trabajo y Asuntos Sociales (Arenas pasó a desempeñar el cargo de secretario general del PP) que fue relevado por Manuel Pimentel; además cesó en Educación y Cultura, Esperanza Aguirre, quien fue sutituida por Mariano Rajoy, hasta ese momento ministro de Administraciones Públicas, puesto para que fue nombrado Ángel Acebes.50
El 24 de marzo, la OTAN inició el bombardeo de Yugoslavia, ordenado por su secretario general, el español Javier Solana para frenar los planes de limpieza étnica de Milosevic contra la población civil de Kosovo. En el ataque aéreo participaron dos cazas F-18 y un Hércules KC-130 españoles.51 El día 30, el Congreso apoyó la intervención española en la operación de la OTAN, excepto Izquierda Unida.52
El 29 de abril, Jesús Posada fue nombrado nuevo ministro de Agricultura en sustitución de Loyola de Palacio.53 El 19 de febrero de 2000, Pimentel dimitió al haberse desvelado que uno de sus subordinados en el ministerio, Juan Aycart, había cometido irregularidades al favorecer con contratos a una empresa de su mujer.54 Le sustituyó en el cargo el entonces secretario de Estado para la Seguridad Social, Juan Carlos Aparicio.
El domingo 13 de junio fue jornada electoral en España. En las elecciones al Parlamento Europeo, el PP se impuso por cuatro puntos de ventaja al PSOE, que no obstante, mostró síntomas de una evidente recuperación, no solo en estos comicios sino también en las municipales y autonómicas.55
En las elecciones municipales, celebradas en todo el Estado y autonómicas celebradas ese mismo día en todas las Comunidades menos en Andalucía, Cataluña, Galicia y País Vasco, el PP se mantuvo como el partido más votado en toda España, pero con el PSOE pisándole los talones; gano en Castilla y León, Cantabria, Aragón, Navarra, Baleares, Comunidad de Madrid, Murcia, La Rioja y Comunidad Valenciana, mientras que los socialistas vencieron en Asturias, Castilla-La Mancha y Extremadura.56 No obstante, gracias a los pactos electorales no siempre el candidato con más escaños asumió la presidencia de la Comunidad. Estos fueron los casos de Aragón y Baleares (en las islas se rompieron 16 años de gobierno popular).
El 17 de octubre tuvieron lugar las elecciones autonómicas en Cataluña se alzó con el triunfo (por sexta vez consecutiva) el candidato de CiU, Jordi Pujol. Pujol superó en cinco escaños a su principal rival, Pasqual Maragall (PSC-PSOE), aunque no en votos, ya que el socialista obtuvo 6000 votos más.57 No obstante, Pujol consiguió en la investidura en la primera votación gracias a los votos afirmativos del PP y a la abstención de ERC, que en un principio había decidido votar en contra.58
El 28 de noviembre, ETA rompió la tregua, terminándose así el período más largo en democracia sin asesinatos cometidos por los terroristas hasta entonces, cerca de 14 meses y 16 días.59 El 21 de diciembre, la Guardia Civil interceptó en la autovía A-2, en su tramo por Calatayud, una furgoneta de ETA con más de 1700 kilos de explosivos.60 Su intención, según algunos medios, era la voladura de la Torre Picasso.61
Elecciones generales de 2000
Artículo principal: Elecciones generales de España de 2000
El Partido Popular gana las elecciones generales del 12 de marzo del año 2000 por mayoría absoluta. Con cerca del 70 % de participación electoral, el PP obtiene 10 321 178 votos, los cuales son un respaldo del 44,2 por 100 de los votantes y 183 escaños. De ello hay que destacar que por primera vez en Democracia ocurría que el partido que presidía la nación, no perdía, sino que sumaba escaños (El PP aumentó en 27 su número de escaños). También fue la primera vez desde el final de la dictadura de Franco en la que el centro-derecha superó al centro-izquierda en número de votos.62 El PP se consolidó en todas las Comunidades, dado que fue el partido más votado en todas las Comunidades Autónomas, excepto en Andalucía (pese a ello, ganó en las provincias de Almería, Málaga, Córdoba y Cádiz), Cataluña (donde el PP sumó cuatro escaños más de los ocho que tenía gracias a los más de 70 000 nuevos votos que ganó)63 y el País Vasco. Aquí, el crecimiento fue espectacular, ganó más de 100 000 votos, subió 10 puntos porcentuales y conquistó dos nuevos escaños.64
Dicha mayoría le permitió a Aznar gobernar en solitario, deshaciendo el pacto de gobierno que tenía con CiU, PNV y CC.
VII Legislatura (2000-2004)
2000
El presidente de Rusia, Vladimir Putin junto a Aznar en el Palacio de la Moncloa. Junio de 2000.
El 5 de abril, por primera vez en la Historia de España, dos mujeres fueron elegidas presidentas del Congreso y del Senado, dichos cargos recayeron en Luisa Fernanda Rudi y Esperanza Aguirre.65 El 26 de abril, Aznar fue investido presidente del Gobierno para la nueva VII Legislatura con 202 votos a favor (los de su partido, CiU y CC) y 148 en contra.66 Al día siguiente, tomó posesión de su cargo ante los Reyes de España y presentó a su nuevo Gobierno.67
El día 15 de septiembre, la policía francesa junto a la Guardia Civil detuvieron en Bidart (Bayona) a Ignacio Gracia Arregui, alias «Iñaki de Rentería», el número uno de ETA.68
El 22 de noviembre, en el pueblo de Carballedo (Lugo) se detectó el primer caso en España de las «vacas locas».69
El 12 de diciembre, Aznar y el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero firmaron el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo o Pacto Antiterrorista.70
El año 2000 acabó tras una brutal ofensiva etarra en la cual fueron asesinadas 23 personas.
El 21 de enero, 19 meses después, ETA volvía a asesinar, un coche bomba acabó con la vida del teniente coronel Pedro Antonio Blanco en Madrid.71 El 22 de febrero, en Vitoria, fueron asesinados el diputado socialista Fernando Buesa y su escolta Jorge Díaz mediante la explosión de un coche bomba.72 El 7 de mayo fue asesinado en la localidad guipuzcoana de Andoáin, de varios disparos, el periodista y miembro del Foro de Ermua, José Luis López de Lacalle. Los días 4 de junio y 15 de julio fueron asesinados mediante disparos los concejales del Partido Popular de Durango (Vizcaya), Jesús María Pedrosa Urquiza y José María Martín Carpena de Málaga.73 El 29 de julio, fue asesinado a tiros en Tolosa el socialista Juan María Jauregui, ex gobernador civil de Guipúzcoa. El 8 de agosto, José María Korta, presidente de la patronal guipuzcoana Adegi, fallece al hacer explosión de un coche bomba estacionado junto a su empresa en Zumaya (Guipúzcoa). Sus dos siguientes víctimas mortales fueron los concejales del Partido Popular por Zumárraga, Manuel Indiano (29 de agosto) y el de San Adrián de Besós, José Luis Ruiz Casado (21 de septiembre). Sus dos siguientes asesinatos tuvieron lugar en Andalucía, el 9 de octubre y el día 16 de ese mismo mes se les arrebató la vida siendo tiroteados a Luis Portero, fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y a Antonio Muñoz Cariñanas, teniente coronel médico. El 22 de octubre, el funcionario de prisiones Máximo Casado Carrera es asesinado en Vitoria al hacer explosión una bomba lapa. El 30 de octubre, nuevamente Madrid fue el escenario de una matanza etarra provocada por coche bomba, donde fueron asesinadas el general de la Armada José Francisco Querol, su chófer, Armando Medina y su escolta Jesús Escudero: la onda expansiva además causó numerosos heridos y uno de ellos, el conductor de un autobús, Jesús Sánchez, fallecería el 8 de noviembre a causa de las heridas.74 El 21 de noviembre, los etarras mataron al ex-ministro socialista Ernest Lluch de varios disparos, mientras éste dejaba su vehículo en apartamento de su domicilio en Barcelona.75 La repulsa de la ciudadania y de los partidos fue clamorosa y en la capital Condal un millón de personas se manifestaron contra el terror etarra, al final de la manifiestación la periodista Gemma Nierga76 mientras en algunos sectores político y sociales se reclamaba al ejecutivo de Aznar que reabriera el diálogo con el sector nacionalista del PNV, con el que se había roto toda relación. El día 24 de noviembre, Aznar hizo unas duras declaraciones en las cuales rechazó reunirse con Ibarretxe, hasta que su Gobierno y su partido (el PNV) no recuperen la «conducta democrática» exigiendo una condena explícita del terrorismo etarra, la liquidación del pacto de Estella y la convocatoria de elecciones autonómicas.77 Sus dos últimos atentados mortales volvieron a ser en Cataluña, el 14 de diciembre un coche lapa con entre 750 o 1000 gramos de dinamita colocado en su vehículo asesinó en Tarrasa al concejal del PP en Viladecavalls, Francisco Cano Consuegra.78 Seis días después, dos etarras asesinaron de dos disparos al guardia urbano, Juan Miguel Gervilla Valladolid en la capital Condal después de que se hubiera interesado por su coche, cargado con 13.5 kilos de explosivos, que empujaban por un lateral de la Diagonal.79
2001
Aznar junto al presidente ruso Vladimir Putin en el Kremlin de Moscú. 22 de mayo de 2001.
El presidente de los Estados Unidos, George W. Bush y Aznar en las escalinatas del Palacio de la Moncloa (Madrid). 12 de junio de 2001.
El 27 de febrero, Jaime Mayor Oreja fue elegido candidato por el PP a lehendakari, Mariano Rajoy le sustituiría en la cartera de Interior y Juan José Lucas ocupó el Ministerio de la Presidencia.80
El 9 de marzo, el gobierno aprobó por decreto el final de la incorporación obligatoria al ejército para todos los varones españoles que alcanzaban la mayoría de edad (la llamada popularmente «mili») a partir del 31 de diciembre de ese mismo año.81
El 13 de mayo, se celebraron elecciones anticipadas en el País Vasco, en la que resultó vencedora la coalición integrada por el PNV y Eusko Alkartasuna (EA), que obtuvo 33 escaños (uno más que los obtenidos por la suma del PP y el PSE-EE). Aunque sin mayoría absoluta, Juan José Ibarretxe renovó su cargo como Lendakari. Cabe resaltar la perdida de la mitad de escaños de Euskal Herritarrok (EH) que pasó de 16 a 8 representantes en el Parlamento Vasco.82
El 12 de junio, el recién elegido presidente de los Estados Unidos, George W. Bush visitó España. Se trataba del primer país europeo que visitaba en su primera gira por la Unión Europea. En el primer encuentro entre ambos presidentes, se saldó con una muestra pública de Aznar de apoyo al proyecto norteamericano del escudo antimisiles83 y el sello de unión de la lucha contra el terrorismo de ETA por parte del presidente norteamericano.84
El día 29 de ese mes, por primera vez, un civil Jorge Dezcallar dirigiría el Cesid (Centro Superior de Investigación de la Defensa) que durante su etapa de director cambiaría su nombre por el de Centro Nacional de Inteligencia (CNI).85
El 21 de octubre, se celebraron las elecciones autonómicas en Galicia, en ellas volvió a vencer el PP por mayoría absoluta y Manuel Fraga (79 años) sería presidente de la Junta de Galicia en un cuarto mandato.86
El 1 de diciembre, se celebró en Madrid la Marcha contra la Ley Orgánica de Universidades, convocada por UGT, CC.OO. y organizaciones estudiantiles (secundada por 350.000 personas según los organizadores y 50.000 según la Delegación de Gobierno en Madrid) en donde pidieron la retirada del texto y la apertura de un proceso de negociación.87
2002
Aznar en un apretón de manos con el presidente de Rusia, Vladimir Putin durante una cumbre UE-Rusia en Moscú. Mayo de 2002.
El 1 de enero del año 2002, se pusieron en circulación tanto en España como en otros 11 países de la Unión Europea, las monedas y los billetes del Euro.88 Esto supuso el final tras 134 años, de la peseta en la vida española. En 2011, se publicó que en diez años después, la inflación general (los precios) ha subido de diciembre de 2001 a noviembre de 2011 un 31,6 %, según los cálculos de un INE que cambió de metodología en 2002.89
Ese mismo día y durante el primer semestre de ese año, España presidía por tercera vez la Unión Europea.90 Durante esos meses, la política internacional española cambia y se sitúa definitivamente al lado de los Estados Unidos.
El 30 de diciembre, el entonces secretario de Estado de Economía, Luis de Guindos, reconoció que el redondeo por la llegada del Euro había subido los precios en España.91 Concretamente en los productos básicos una media del 8 %.92
En enero de 2002, llegó el primer contingente militar español en misión de paz a Afganistán bajo los auspicios de las Naciones Unidas.93 Unos tres meses antes, el 7 de octubre de 2001, se inició una operación militar estadounidense-británica en Afganistán denominada «Operación Libertad Duradera»,94 después de que la Administración Bush acusara al régimen talibán (y estos se negaran a entregarlo) de ocultar al líder de Al-Qaeda, Osama bin Laden autor de los atentados del 11 de septiembre de ese mismo año, en las ciudades de Nueva York y Washington DC y en donde murieron cerca de 3 000 personas. Estos primeros efectivos de España en Afganistán no actuarían de forma autónoma, sino que participarían en las misiones de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, al mando del Reino Unido.
El 24 de mayo, tres días después de la ruptura del diálogo social entre los sindicatos, el Gobierno aprobó el Real Decreto Ley para la Reforma del Sistema de Protección por Desempleo y Mejora de la Ocupabilidad. El nuevo decreto, bautizado por los sindicatos mayoritarios (UGT y CC.OO.) como «decretazo», disponía, entre otros asuntos, la supresión de los salarios de tramitación y el recorte de las prestaciones por desempleo. Debido a ello, al día siguiente, los sindicatos anunciaron una huelga general (la primera que sufría Aznar desde su llegada al poder en 1996) el 20 de junio.95
Aznar durante el transcurso de la Cumbre entre Rusia y la Unión Europea. 29 de mayo de 2002.
El 9 de julio, Aznar llevó a cabo la más amplia remodelación de un Ejecutivo desde que llegó al poder en 1996, salieron seis ministros (Juan José Lucas, Anna Birulés, Celia Villalobos, Juan Carlos Aparicio, Jesús Posada y Pío Cabanillas), entraron cinco nuevos: Ana de Palacio, ministra de Asuntos Exteriores; Josep Piqué, de Ciencia y Tecnología; Eduardo Zaplana (que al asumir esa Cartera tuvo que dejar la presidencia de la Comunidad Valenciana), de Trabajo; Javier Arenas, de Administraciones Públicas; Ana Pastor, de Sanidad y Consumo; y José María Michavila, de Justicia y otros dos cambiaron de cartera: Ángel Acebes, asumió Interior y Mariano Rajoy, cuya figura se reforzó ya que pasaba a ocupar la vicepresidencia primera, ministro Portavoz y de la Presidencia.96
El 11 de julio, una docena de gendarmes marroquíes desembarcaban en Perejil, un islote deshabitado, situado al oeste de Ceuta. Ésta estaba considerada parte del territorio español. Los militares después de ocupar Perejil, clavaron en su superficie banderas de Marruecos.
Al día siguiente, España reforzó sus posiciones en el Norte de África. Rabat anunció que no retirará a los soldados de la isla. La Comisión Europea reclamó a Marruecos «una solución rápida». El día 13, España exhibió ante Marruecos tres buques de guerra en Ceuta y Melilla. El primer ministro marroquí, Abderramán Yusufi se comprometió ante el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, «a trabajar en una solución muy rápida».
La Unión Europea exigió a Marruecos su retirada. El ministro de Exteriores marroquí aseguró que «se podía llegar a encontrar una fórmula para colaborar juntos con España sobre los problemas pendientes incluido el de Perejil». El día 15, Marruecos anunció oficialmente que no abandonaría Perejil. España rechazó todos los argumentos expuestos por Rabat. Aznar eludió hablar de Perejil en el Debate sobre el estado de la Nación. Al día siguiente, Aznar retiró de forma «indefinida e inmediata» al embajador español en Marruecos
El día 17, dio comienzo la operación Romeo Sierra en donde el ejército español desalojó a los soldados marroquíes del islote e izó la bandera española.97
El secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell tuvo que mediar entre los países, lo que permitió un final pactado al conflicto: las tropas españolas abandonaron Perejil (día 20), sobre el que se estableció el «statu quo» anterior a la invasión marroquí.98
El día 29 de junio, entró en vigor la Ley Orgánica de Partidos Políticos, que permitió la ilegalización de formaciones que amparen y apoyen políticamente el terrorismo.99
El 4 de agosto, la explosión de un coche bomba de los terrorista de ETA en el Cuartel de la Guardia Civil en Santa Pola asesinó a dos personas (una niña de 6 años y un hombre de 57) además, provocó 34 heridos.100
Los dirigentes proetarras de Batasuna rehusaron condenar este atentado terrorista, con lo que inclumpieron uno de los preceptos de la nueva ley. Ante ello, el gobierno promovió una sesión parlamentaria con el objetivo de elevar al Tribunal Supremo una petición para que procediera a la ilegalización de Batasuna. La moción fue aprobada con los votos afirmativos del PP y el PSOE y la férrea oposición del PNV. El 26 de agosto, el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, ordenó la suspensión cautelar de todas las actividades de Batasuna debido a su relación orgánica con la banda terrorista ETA.101 El 7 de mayo del año siguiente, 102
El 5 de septiembre, se produjo en El Escorial la boda de la hija de Aznar; Ana con Alejandro Agag donde acuadieron hasta más de 1.100 invitados, entre ellos los Reyes de España, tres jefes de Gobierno y un jefe de Estado y todos los ministros y ex ministros de los ejecutivos de Aznar.103
El entonces Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la UE, Javier Solana, junto a Aznar y Putin en el transcurso de una rueda de prensa en Moscú (mayo de 2002).
El gabinete de José María Aznar hubo de enfrentarse al más duro de los escollos en su etapa gubernamental hasta en ese momento; la mayor catástrofe ecológica de la Historia de España.
El 19 de noviembre, el petrolero Prestige se hundió a unos cien kilómetros de Galicia, con más de 77 000 toneladas de combustible a bordo. Esto provocó una marea negra que afectó al litoral cantábrico y a las costas de Portugal y Francia, teniendo especial incidencia en Galicia. El derrame de petróleo del Prestige fue el tercer accidente más caro de la humanidad, sólo por detrás de la desintegración del Columbia (2003) y el accidente nuclear de Chernobyl. La limpieza y sellado costó 12 000 millones de dólares.104 El vertido de fuel afectó asimismo a los fondos marinos, a la fauna y flora ribereñas y, subsidiariamente a la mayor parte de pescadores y habitantes en general de las regiones afectadas, lo que a su vez conllevó cuantiosas pérdidas económicas.105
A raíz de este desastre se produjeron multitudinarias manifestaciones en Galicia, muchas de ellas encabezadas por la plataforma Nunca Máis, en las que se responsabilizaba al Gobierno de distorsionar y ocultar información, así como de una mala gestión del suceso. El Colegio de Periodistas de Galicia llegó a denunciar el “intolerable apagón informativo” y lamentó que sus periodistas tuvieran que acudir a fuentes extranjeras para poder hacer su trabajo. A esta carencia de información se suma la censura que llegó hasta tal punto que se impidió obtener imágenes de la zona del hundimiento del Prestige prohibiendo sobrevolar esa área.[cita requerida] Por su parte el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en un comunicado aprobado por el claustro, criticaba el “menosprecio” y «silencio» al que los científicos se vieron sometidos.[cita requerida] Los partidos de la oposición, especialmente el PSOE y el BNG, criticaron la actitud del entonces presidente de la Junta de Galicia, Manuel Fraga, por tardar 8 días en aparecer en público tras el desastre. Aznar tardaría 31 días en ir a Galicia desde que se produjera la catástrofe.106 Nunca llegó a visitar las costas afectadas, ni compareció en el Congreso, en su lugar lo hizo el entonces vicepresidente Mariano Rajoy. Este dijo que «no es en ningún caso una marea negra, se trata sólo de manchas muy localizadas»[cita requerida] y «unos pequeños hilillos que se han visto, cuatro regueros que se han solidificado con aspecto de plastilina en estiramiento vertical».107 El entonces Diputado regional por Madrid del PSOE, Antonio Miguel Carmona, tuvo que dimitir de su cargo al ser grabado bromeando sobre el desastre: «porque estamos sobrados de votos, y si hace falta hundimos otro Prestige».108
Entre los índices macroeconómicos correspondientes a los dos primeros años de legislatura (2000-2002) destaca la tasa de crecimiento económico, que se mantenía en más de un 3 % en términos reales de la economía española, el déficit público se redujo hasta el 0,3 % aunque la inflación se disparó en este año hasta el 4 %, la tasa más alta desde 1996, no obstante lo más destacable de todo es que la tasa de paro bajó hasta el 13,6 por 100, ya que la creación de empleo aumentó en 600 000 empleos nuevos.
2003
Durão Barroso, Tony Blair, George W. Bush y José María Aznar en la Cumbre de las Azores.
La guerra como amenaza es lo que domina el ambiente político en toda la parte del mundo a inicios del año 2003.109 Desde septiembre de 2002, se temía un ataque contra Irak, después de que la coalición aliada derrocara al régimen talibán en Afganistán, aunque esta no pudo ni atrapar y ni asesinar a Osama bin Laden (su asesinato ocurriría en mayo de 2011), Bush puso como siguiente objetivo el régimen iraquí de Saddam Hussein, acusándolo de apoyar y fomentar el terrorismo de Al Qaeda y de poseer armas de destrucción masiva, y por ello, significar una amenaza a la paz mundial.110
El 15 de febrero, se celebró la mayor manifestación mundial de la Historia, para mostrar un rechazo hacia la ya inminente guerra contra Irak.111 En España, salieron en torno a tres millones de personas en todas las ciudades del país, pero es en Madrid y Barcelona donde se desbordaron todas las expectativas más optimistas de los convocantes, al haber largamente más de 2 millones de personas. El lema de éstas fue: «¡No a la guerra!». Fue una oleada de contestación social contra un Gobierno inédita en la historia de la democracia española.112
Siete días después, el 22 de febrero, se celebró una reunión entre Bush y Aznar en el rancho de la localidad texana de Crawford.113 En ésta se supo cuatro años después que el presidente estadounidense le dijo a su homólogo español: «Quedan dos semanas. En dos semanas estaremos militarmente listos. Estaremos en Bagdad a finales de marzo»114
El 16 de marzo, se celebró en la isla portuguesa de Las Azores, una cumbre con Bush, Aznar, el primer Ministro del Reino Unido, Tony Blair y el primer Ministro de Portugal, Durão Barroso, anfitrión de ésta. Dos años después, en 2005, se supo que Aznar propuso como lugar de reunión Las Azores, en lugar de la que en un primer momento había propuesto el presidente Bush en la isla Bermudas.115 En dicha cumbre se pidió a los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, que aprobasen una resolución que incluyese la advertencia a Irak de una intervención militar, y al régimen de Sadam Husein se le pidió que se desarmara.116
Al día siguiente, Bush le dio a Saddam Hussein un ultimátum de 48 horas para que abandonara el poder; de no ser así, se iniciaría una acción militar.117
Aznar y Bush en el transcurso de una rueda de prensa en el Cross Hall en la Casa Blanca en mayo de 2003.
Dos días después, el 20 de marzo, a las 03:35 horas de la madrugada, hora española, una coalición estadounidense-británica iniciaba un bombardeo sobre Bagdad (la capital iraquí) y con ello dio comienzo a la Guerra de Irak.118 Por la mañana de ese mismo día, Aznar compareció desde el Palacio de la Moncloa ante la nación y los medios de comunicación.119 Por la tarde, en prácticamente todos los lugares de España y del mundo, se produjeron manifestaciones contra el estallido de la guerra. En Madrid, acabada la concentración antibelicista en la Puerta del Sol, la policía tuvo que intervenir contra un grupo de manifestantes que pretendían llegar a la sede del Partido Popular.120
A pesar de que España no participó militarmente en la invasión, esto no impidió la muerte de dos ciudadanos españoles. El 7 de abril, fallecía el corresponsal del diario El Mundo, Julio Anguita Parrado en un ataque contra una compañía estadounidense con la que se desplazaba en territorio iraquí. Únicamente transcurridas unas horas después, moría un cámara de Telecinco, José Couso debido a que fue alcanzado por un misil disparado por un tanque estadounidense contra el Hotel Palestina donde se alojó la prensa internacional.
El apoyo de Aznar a Bush fue rechazado por la mayoría. Los sondeos de opinión hablaron de un 91 % de rechazo al conflicto bélico de Iraq.121 A pesar de esto y de tener a todos los demás partidos políticos en su contra, el gobierno de Aznar apoyó a los EE.UU. y ordenó el envío de tropas a Iraq, con fines humanitarios, pudiéndose realizar debido a la mayoría absoluta de la que gozaba el Partido Popular en el Parlamento.
El 29 de noviembre, siete agentes del CNI fueron asesinados en una emboscada al sur de Bagdad.122
El 25 de mayo, se celebraron las elecciones municipales en todo el Estado y regionales en 13 Comunidades Autónomas. El Partido Popular vence en las municipales porque logra mayor número de concejales y más alcaldías. Pero en número de votos el PSOE supera al PP por apenas 120.000 en toda España. A pesar de ello, todos dan por vencedor al Partido Popular, que lo es realmente en términos e poder, y casi toda la sociedad y analistas interpretaron que los españoles no han castigado a Aznar en las urnas por su apoyo en la Guerra de Irak.123
El PP mantuvo las alcaldías de las capitales de provincia en las que ya gobernaba y mantuvieron su hegemonía en Madrid y Valencia, a excepción de Zaragoza, en donde el socialista Juan Alberto Belloch sería el nuevo alcalde.124 En cuanto a los resultados autonómicos, el PP tuvo mayoría absoluta en los Parlamentos autonómicos de Castilla y León, La Rioja, Navarra, Valencia y Murcia (además de Ceuta y Melilla), y fue la lista más votada en Madrid y Cantabria; por su parte el PSOE alcanzó la mayoría absoluta en Extremadura y Castilla La-Mancha, y fue la candidatura más votada en Aragón y Asturias.
Una alianza entre el PSOE e Izquierda Unida (IU) garantizaba el gobierno de izquierdas en la Comunidad de Madrid. Sin embargo, la defección de dos diputados socialistas; Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez —que faltaron de manera intencionada a la elección de la mesa parlamentaria— dejó la presidencia de la Cámara en poder del PP e impedió la investidura del candidato socialista, Rafael Simancas.125
Aznar estrecha la mano al Primer Ministro de Francia, Jean-Pierre Raffarin en diciembre de 2003.
El 31 de agosto, Aznar propuso a Mariano Rajoy para sucederlo como candidato del Partido Popular a la presidencia del Gobierno, y la Dirección Nacional del PP aprobó la candidatura.126 En noviembre de 2012, Aznar reveló que éste había ofrecido su secesión a Rodrigo Rato, pero Rato la rechazó hasta en dos ocasiones.127 El expresidente cumplía así su palabra de no estar más de ocho años en el Gobierno y además se convertía así en el primer gobernante español en ejercicio que renunciaba voluntariamente a seguir en el poder128 a pesar de las presiones de dentro de su partido para que continuara.
El día 3 de septiembre, Aznar remodeló por última vez su Gabinete, Eduardo Zaplana asumió Portavoz y siguió con su cartera de Trabajo; Javier Arenas pasó a Presidencia y se convirtió en vicepresidente segundo y Rodrigo Rato se convirtió en vicepresidente primero. Además, el gobierno contaría con dos miembros nuevos: Juan Costa (Ciencia y Tecnología) y Julia García-Valdecasas (Administraciones Públicas).129
En las nuevas elecciones que se tuvieron que repetir en la Comunidad de Madrid el 26 de octubre, el PP consiguió la mayoría absoluta y Esperanza Aguirre se convertía en la primera mujer en ser presidenta de una Comunidad Autónoma.130
El 16 de noviembre hubo una nueva cita en las urnas, en Cataluña se celebraron las elecciones autonómicas. Esta convocatoria electoral marcaba el final de la «era Pujol», por primera vez en 23 años, Jordi Pujol no volvería a presentarse como candidato a la presidencia de la Generalidad. No obstante, volvió a vencer CiU con Artur Mas de candidato con una ventaja de cuatro puntos sobre el PSC (46 escaños a 42).131 A pesar de esa victoria, el PSC junto a la ERC (que había logrado un gran aumento de escaños, pasó de 12 a 23) y a ICV firmaron el 14 de diciembre el Pacto de Tinell, y estas tres fuerzas políticas formaron el Gobierno tripartito con Pasqual Maragall como presidente de la Generalidad.132
El 9 de diciembre, la policía francesa desarticuló en Pau a la cúpula militar de ETA y detuvo a su jefe de comandos, Gorka Palacios.133 La banda terrorista seguía activa y con sus mismas intenciones asesinas, pero su capacidad de matar había quedado muy mermada.134 En el año anterior, 2002 fueron detenidos 191 terroristas y colaboradores de ETA.135 Además para finalizar, en ese mismo año la actividad terrorista había descendido un 44% respecto a 2001 y un 52,8% respecto al año 2000, y las acciones violentas de la «kale borroka» se redujeron un 52% respecto a 2001.136 En 2003 hubo que lamentar el asesinato de tres personas, Joseba Pagazaurtundúa 137 138
2004
El jueves 11 de marzo de 2004, tres días antes de que se celebraran las elecciones generales, se produjo en Madrid el mayor ataque terrorista de la historia de España y uno de los más trágicos en Europa (el peor producido en el Viejo Continente en tiempos de paz). A partir de las 7:39 horas de la mañana hicieron explosión diez mochilas cargadas de bombas en cuatro lugares diferentes. Las primeras explosiones ocurrieron en un tren de cercanías que acababa de hacer su entrada en Atocha. A continuación, hicieron explosión varias bombas en la calle Téllez, a 800 metros de Atocha, y finalmente en las estaciones del Pozo del Tío Raimundo y Santa Euguenia. Estos atentados yihadistas causaron la muerte de 191 personas y provocaron más de 1500 heridos.139 El caos y el pánico se apoderaron de la capital española.
Todos los partidos políticos cancelaron sus agendas y dieron por acabada la campaña electoral en señal de duelo y repulsa por lo sucedido.140
Durante las primeras horas tras la masacre terrorista la convicción generalizada en la sociedad y en las fuerzas políticas fue de atribuir la autoría a ETA.141 La única excepción fue Herri Batasuna. Arnaldo Otegi, fuentes próximas a ETA y portavoces habituales de la banda negaron que ésta fuera la autora del atentado y además en hecho insólito de la izquierda abertzale condenó la cadena de atentados terroristas.142 El presidente Aznar se dirigió a la nación desde el Palacio de la Moncloa en una declaración institucional poco antes de las 15.00 horas de la tarde. En ella, no se citó en ningún momento expresamente a la organización terrorista ETA.143
Aznar llamó personalmente a los directores de los principales periódicos nacionales que estaban preparando ediciones especiales para sacarlas a primera hora de la tarde144 para transmitirles su absoluto convencimiento de que ETA era la autora de la matanza.145 La Ministra de Exteriores, Ana de Palacio, presiona a los cónsules y diplomáticos españoles para que difundieran en el extranjero la tesis de la autoría de ETA.146
A partir de las ocho de la tarde cuando compareció el ministro del Interior, Ángel Acebes anunció que en Alcalá de Henares se había encontrado una furgoneta en cuyo interior había varios detonadores idénticos a los usados en los atentados y una cinta con versículos del Corán. A pesar de la información dada, el Gobierno siguió afirmando que la línea de investigación era ETA, pero sin descartar a Al Qaeda.147
Por la noche, una organización terrorista ligada a Al Qaeda (las brigadas de Abu Hafs Al Masri) reivindicaba el atentado ocurrido en la capital de España en un periódico árabe editado en el Reino Unido.148
A las 22.00 horas de esa noche, la cadena SER informaba que «en el primer vagón del tren que explotaba antes de llegar a Atocha iba un terrorista suicida», información que resultó ser falsa.149
Al día siguiente, el 12 de marzo, tras haberse producido el último Consejo de Ministros de la Legislatura, Aznar compareció por segunda vez ante los medios de comunicación y afirmó que «el Ejecutivo no descarta ninguna línea de investigación»150
Esa misma tarde, más de 11 millones de españoles se manifestaron en las principales vías de todas las ciudades del país para expresar su repulsa al terrorismo y su solidaridad con las víctimas del atentado.151 En la capital de España, fueron más de 2,3 millones de personas,152 y por primera vez el Príncipe de Asturias y las Infantas participaban en una manifestación, a ellos le acompañaron, el presidente Aznar y los expresidentes González y Calvo Sotelo, Zapatero, Jordi Pujol, el primer ministro francés, Jean-Pierre Raffarin y su homólogo italiano, Silvio Berlusconi, por citar a algunos.153
Muchos ciudadanos consideraron que el Gobierno mentía acerca de la autoría del atentado, culpando a ETA para que no se considerase el atentado como una represalia por parte de Al Qaeda al apoyo del Ejecutivo a la invasión de Irak. Durante la jornada de reflexión del 13 de marzo se produjeron movilizaciones, convocadas a través de mensajes SMS, en contra del PP delante de sus sedes, siendo la movilización más multitudinaria en su sede principal de la calle Génova de Madrid. El principal motivo de estas concentraciones era saber la verdad de la autoría antes de ir a votar.154
En noviembre de 2013, Aznar reveló que el CNI mantenía las dudas sobre la autoría de las acciones terroristas dos días después de que se produjesen.155
Debido a estas concentraciones, el candidato del Partido Popular a la presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy compareció en televisión para pedir que cesaran unas «manifestaciones ilegales», las cuales calificó «hechos antidemocráticos».156 Cerca de media hora después, compareció Alfredo Pérez Rubalcaba el cual afirmó que «los ciudadanos españoles se merecen un gobierno que no les mienta, un gobierno que diga siempre la verdad».157
En la madrugada del 14 de marzo, antes de que los españoles acudieran a votar, Ángel Acebes anunció el hallazgo de un vídeo en el que el presunto portavoz «militar» de Al Qaeda en Europa reinvindicaba la autoría de la matanza terrorista, además horas antes, se anunciaron las primeras detenciones por el atentado, se trataban de dos indios y tres marroquíes.158 Con estos hechos, se vinculaba al terrorismo islámico como la principal autora, pero el ministro del Interior seguía sin descartar la autoría de ETA, organización terrorista que lo negó en un comunicado.159
Aznar junto al presidente de Argentina, Néstor Kirchner y su esposa, Cristina Fernández, quien en 2007 le sucedería en la presidencia. Foto tomada en el Palacio de la Moncloa, enero de 2004.
En las elecciones generales del 14-M, en las que acudió a votar el 77,2 % del censo electoral, el Partido Popular fue derrotado, logró 9 763 144 votos (37,71 %) y 148 escaños, perdiendo 35 de ellos y la mayoría absoluta con respecto a las elecciones de hace cuatro años. El PSOE resultó vencedor y se convirtió en la candidatura más votada en unas elecciones generales; con 10,9 millones de votos. Los socialistas tendrían en el Congreso 164 escaños.160 Antes de la tragedia terrorista del 11-M todos los sondeos electorales pronosticaron que los populares obtendrían por tercera vez consecutiva el triunfo en las urnas.161 162 Por lo que se trató de un vuelco electoral inesperado y sin precedentes.
El 2 de abril, se evitó una nueva masacre terrorista, al ser encontrada a tiempo una bomba con 12 kilos de Goma 2-ECO en la vía del AVE Madrid-Sevilla.163
Al día siguiente, en Leganés (Madrid) se produjo el primer atentado suicida de la historia de Europa. Siete terroristas del «comando 11-M» se inmolaron en un piso cuando estaban siendo rodeados por la policía,164 a consecuencia de esa explosión asesinaron al agente Francisco Javier Torronteras, primera baja que sufrían los GEO desde su creación en 1978.165
El 17 de abril, José Luis Rodríguez Zapatero tomó posesión como el quinto presidente del Gobierno de España en Democracia,166 y al día siguiente se formó el nuevo Gobierno de la nación, que relevó al del Partido Popular.
En abril de 2004, último mes en el que Aznar ocupaba la presidencia de España, se dio a conocer que el número total de desempleados fue de 1 743 706 personas, el 9,18 % de la población activa.167 En su segunda legislatura, se habían creado en España 2.4 millones de puestos de empleo.168
Cuando Aznar dejó el poder, la vivienda costaba más del doble que en 1996 y su precio aumentaba a un ritmo superior al 17 % anual.169 170 Pese a estas cifras, Aznar no reconoce ninguna responsabilidad en la burbuja especulativa del sector inmobiliario que se inició en su mandato, afirmando que «lo de las burbujas vino después» de su presidencia.171
Anexo 18
Aznar y la vertebración de España
Este artículo no pretende en absoluto ser regocijado ni tampoco denigratorio. Sería lo último si quisiera centrarse en el uso que se ha hecho de los medios públicos en una campaña electoral. No puede ser lo primero porque, por más que la polémica acerca de las elecciones vascas haya dominado la escena política española durante meses enconando posiciones contrapuestas, a fin de cuentas, son los vascos quienes han decidido y no el resto de los españoles. Además, ni las elecciones se van a repetir, ni tiene sentido abundar en argumentos que en su momento se utilizaron hasta la saciedad, ni menos aún hacerlo al ritmo de las acciones de ETA. Tendríamos, por el contrario, que hacer un serio esfuerzo por respetar los resultados, tratar de aprender de ellos y situar la polémica en terreno distinto de aquel en que la hemos tenido durante muchos meses. Así llegaría a ser constructiva y no exasperante, como ha acabado por resultarnos a todos. Así, además, cabría referirse a algunas cuestiones de principio con cierta distancia y ánimo de entendimiento.
Uno de los aspectos de la lucha electoral pasada está relacionado con el propósito, genérico pero persistente, del presidente del Gobierno por vertebrar España. Con eso no quiero decir ni que todos los que se alineaban con la llamada opción ‘constitucionalista’, calificativo que habría que comenzar por desterrar, pensaran ni remotamente lo mismo ni tampoco que el propósito de Aznar carezca de sentido. Sin duda ésa ha sido una preocupación primordial del presidente del Gobierno que nace de convicciones profundas. Nada de lo sucedido en cuestiones como la reforma de las Humanidades puede entenderse sin partir de ellas. Pero, con mayoría absoluta o antes sin ella, lo que ha cosechado por el momento a la hora de tratar de llevar a la práctica ese propósito han sido espejismos, actos fallidos, alguna derrota y sobre todo mucha gresca. Cuando, a comienzos de siglo, Unamuno y Maragall debatieron sobre la España plural, el primero recordaba que en tal tipo de controversias muy a menudo se acudía a rebatir no lo que se decía, sino lo que cada uno imaginaba que se había dicho. El desencuentro de esta manera suele convertirse en agónico e interminable.
El propósito, por otro lado, puede ser considerado deleznable por algunos, pero no tiene por qué serlo en una sociedad muy fragmentada y necesitada de coincidencias. A mí me parece correcto; lo que me resulta profundamente errado es el método para llegar a él. No se trata, por tanto, de que la sociedad o la situación vasca no estén maduras para un Gobierno no nacionalista como de que el procedimiento para lograrlo es tan desacertado como para resultar contraproducente por completo.
No se vertebra mediante la confrontación. No ya el caso de Cataluña durante los años ochenta, sino también el de Andalucía en los setenta, como el País Vasco luego, testimonian que en el momento en que existen unos temores -reales o imaginados- sobre el respeto a la propia identidad la confrontación concluye en un resultado reactivo. A algunos comentaristas les hemos leído que, tras la supuesta victoria ‘constitucionalista’, vendría la inyección de sentimiento nacional (español, por supuesto); otros han recordado que bastante habían hecho ellos con admitir el Estatuto. Debían saber que la confrontación en materias de identidad colectiva tiene efectos lamentables, incluso para quien la provoca. Los ultraespañolistas del pasado no nacieron en Valladolid; fueron, como Maeztu o Sánchez Mazas, vascos o, como D’Ors, catalanes. Igual sucede en el momento actual: Jiménez Losantos fue aragonesista radical en Barcelona y Jon Juaristi nacionalista vasco. Lo pésimo, en fin, del propósito de crear conciencia de identidad nacional española desde fuera es que, como mínimo, se pretende un resultado ucrónico. Bien se puede decir de él, en efecto, que no sólo no ha sido viable en ningún lugar, sino que es impropio del tiempo en que vivimos. Si éste impulsa a la globalización también incita, en cierta manera y como actitud inevitable, al cuidado de la propia identidad.
Un propósito de vertebración de España debe basarse en un programa a largo plazo en que la política cultural juegue un papel determinante y la voluntad de diálogo sea permanente. De esta manera se descubre que la civilización española es siempre el producto de miradas que se entrecruzan desde puntos de vista distintos, pero siempre entrelazados. Lo peor de la realidad actual española no es, siquiera, la confrontación, sino a menudo el olvido de esta realidad. Carles Riba recordaba que los intelectuales catalanes no han sido separatistas sino por excepción y se han convertido en tales tan sólo cuando han sentido en su interior la desesperanza ante un diálogo inexistente o interrumpido. Cuando existe un reconocimiento mutuo desde la conciencia de pluralidad el acuerdo es posible, incluso inevitable. Lo pésimo es la ignorancia radical de la alteridad. Por eso resulta un error elemental, impropio de un Bachillerato bien cursado, ignorar que el catalán o el vasco han sido perseguidos; viene a ser algo parecido a situar el Museo del Prado en Lanzarote.
El Estado, en vez de ocuparse en proporcionar esas inyecciones artificiales de españolidad -que pueden sentar como una purga de aceite de ricino-, debiera ocuparse de lo que la Constitución le prescribe, es decir, de poner en comunicación a las distintas culturas de los pueblos de España. ¿Se puede decir que verdaderamente lo ha hecho en los últimos tiempos? Tiene sentido rememorar el pasado y celebrar grandes acontecimientos colectivos. Pero, ahora que proliferan las sociedades estatales de carácter cultural, no vendría mal una dedicada a satisfacer aquella necesidad. De hecho, cuando se ha intentado esta operación de altos vuelos se ha hecho desde la periferia y no desde el centro. Hoy en Madrid se exhibe una exposición titulada Cataluña hoy; en el pasado reciente fue la Comunidad de Madrid (no el Estado central) quien acogió otra dedicada a la relación Madrid-Barcelona. La vida cultural española en el siglo XX no se entiende sin una relación dialéctica entre los distintos mundos culturales de sus capitales más importantes. Reconstruirla es hacerla perdurar y eso tiene más trascendencia que una actitud impositiva (o que lo parezca) durante una consulta electoral ocasional.
En España, hoy y ahora, lo que tiene sentido no es ni predicar la uniformidad, aunque sea por el procedimiento de eludir la pluralidad, ni tampoco pretender simplemente la adhesión a unos principios genéricos de carácter democrático que todos comparten. Estos últimos deben, por supuesto, ser defendidos a ultranza en cada caso concreto, en especial si existe el peligro de la mínima discriminación personal. En este punto no se alabará nunca lo suficiente a las entidades que tienen ese propósito; hay que alinearse con ellas sin el menor titubeo. Pero eso no basta. Elías Canetti decía que el internacionalismo -es decir, una vaga adscripción a principios de carácter general- no puede ser la cura contra el nacionalismo; quien lo resulta es el plurinacionalismo, en definitiva, esa conciencia de pluralidad. En un caso como el español todavía se podría añadir algo más. Es de sobra sabido que la conciencia de las colectividades en buena parte se construye mediante actos voluntarios y prácticas cotidianas. Un ministro canadiense habla, por ejemplo, en francés y en inglés en cada párrafo de sus discursos. De parecido modo nada sería mejor que el propio Gobierno de Madrid fuera consciente de la necesidad de hacer emerger un ‘patriotismo de la pluralidad’ que no sólo supusiera lealtad constitucional, sino que contribuyera a movilizar los afectos colectivos. No lo ha hecho hasta el momento cuando es posible llevarlo a cabo. Si así se hiciera, el resultado habría de ser enormemente positivo. No sólo tendríamos los sentimientos de identidad superpuestos de forma orgánica y coherente -como en Suiza y no como en la antigua Yugoslavia-, sino que además lograríamos que los nacionalismos impositivos -el vasco, el catalán y también el español- resultaran más tolerantes y sobre todo más propios de los tiempos en que vivimos. Por desgracia no ha existido una auténtica pedagogía de la pluralidad. Pero todavía es tiempo para rectificar el rumbo.
Se dirá que no tiene sentido hacer todas estas afirmaciones dirigiéndolas al actual presidente del Gobierno. Ni aunque así fuera habría que dejar de recordarlas, pero, además, no viene mal tomar en cuenta que el actual Ejecutivo ha hecho en más de una ocasión buena la afirmación de Fraga durante la etapa socialista. En algunos casos, menos de los deseables, ha acertado rectificando. Sería bueno que ahora meditara de nuevo la posibilidad de hacerlo. Porque, aunque estas cuestiones parezcan excesivamente alejadas de la política diaria, no cabe la menor duda de que en la próxima campaña electoral de una manera u otra, quizá incluso en forma decisiva, estarán sobre el tapete. Y quien tiene esa acusada avaricia de poder y ese sentido para captar la ventaja electoral debe darse cuenta de ello.
Javier Tusell es historiador
Anexo 19
Don José María Aznar
Llegué a conocer personalmente a Don Pedro Go…, nombre con el que identificábamos a Don Pedro Gómez Aparicio buena parte de los radioyentes del diario hablado de Radio Nacional. Lo tuve de profesor de Historia del Periodismo en el tercer curso de la Escuela Oficial, obligatorio entonces seguirlo en Madrid, y gracias a ello pude recibir docencia o claridades de algunos miembros de la plana mayor intelectual del Régimen. Por ejemplo, Adolfo Muñoz Alonso, franquista agustiniano, y Don Pedro Go…, de la democracia cristiana colaboracionista. La abreviatura del nombre se debía a que, comentarista de fondo del diario hablado de Radio Nacional, bastaba que el locutor anunciara… a continuación el comentario de Don Pedro Go… para que muchos radioyentes se precipitaran hacia el aparato y lo desconectaran, porque el diario hablado de Radio Nacional fue obligatorio para todas las emisoras durante la mayor parte de la larguísima posguerra. El recuerdo de Don Pedro Go…, enfático apologeta del Régimen y lento e irrelevante profesor que se limitaba a repetir en clase, año tras año, su libro de texto salió del desván de mi postadolescencia al advertir que Don José María Aznar está provocando reacciones similares y nada más aparecer en pantalla o en las ondas sonoras, las gentes cambian de canal o de emisora de radio. A continuación, el jefe del Gobierno, Don José María Az… No sólo desconectan de Don José María sus antagonistas políticos naturales o profesionales, sino también muchos, muchísimos peatones de la Historia que lo consideran sonoramente insoportable, argumentalmente torpe, gestualmente insuficiente y además armador de guerras santas, armador de guerras santas en las que no pega un tiro, a lo sumo se limita a enviar la Legión para el desfile de la victoria. Sospechoso Don José María Az… de graves deficiencias por el mero hecho de ser apreciado por George Bush y sospechoso también de extrañas connivencias dado que un hermano de Bush, casi tan inteligente como el emperador, declaró que el apoyo de Aznar a la guerra de Irak representaría muchos beneficios para los españoles. Estremecedor que Don José María Az… no tuviera ni una palabra sobre los muertos que iba a provocar la guerra santa, hasta que se puso aritmético el hombre y llegó a la conclusión de que Sadam Husein había matado a más iraquíes que los que pudieran liquidar Bush, Blair y él juntos. Hay que reconocer que no llegó a la línea Maginot argumental de un alto cargo o alta carga del PP, experto o experta en muertes comparadas, por ejemplo, las que causan los accidentes de tráfico en España, y las que han conseguido los misiles inteligentes en Irak. El tráfico es mucho más mortífero que los misiles inteligentes.
A otros tampoco les gusta que Don José María bautizara el aquelarre de las Azores como Eje Atlántico, porque deseuropeiza el futuro e incluye a España otra vez en el Eje, en el pasado formado por la Alemania nazi, la Italia de Mussolini y el Japón de Hiro Hito. Otros recuerdan que se escondió en una torre gallega para no pisar chapapote o que conserva en su despacho una foto conmemorativa de la conquista de la isla Perejil o que tuvo que envainarse el decretazo sobre la reforma laboral tras padecer una huelga general o que quiere trasvasar ríos a pesar de que no le salen los trenes de alta velocidad: los trenes de alta velocidad de Don José María no sólo resultan de baja velocidad, sino que además no llegan a su destino, engullidos por los alevosos socavones que le ponen los socialistas bajo los raíles.
Atraído por la posibilidad de escribir un libro sobre la aznarización de España o simplemente una epopeya titulable La Aznaridad, hace meses que he recuperado cuanto he escrito durante más de diez años sobre el todavía jefe de Gobierno español, desde sus tiempos de joven con cara de pésame, presentado en sociedad como nieto de Don Manuel Aznar, polifónico personaje que dirigió El Sol de Ortega y Gasset y contribuyó a la creación del mito de Franco durante la guerra de África. La polifonía final de Don Manuel tal vez se debiera a que, a riesgo de morir a manos de los incontrolados de la República, se refugió en Salamanca, capital del franquismo, y allí estuvieran a punto de liquidarle los del Movimiento, hasta que Franco le echó naturalmente un capote. Curioso que aquel periodista criado intelectualmente a los pechos de la España liberal más avanzada fuera incluso biógrafo canonizador del Caudillo, fugaz embajador del Régimen y director de La Vanguardia, que por entonces era el diario Pravda del franquismo moderado editado en Barcelona. El mito de Franco como genial guerrero durante la guerra de África fue elaborado entre Manuel Aznar y otro abuelo de brillante político del PP hoy en ejercicio, el periodista Ruiz-Gallardón, Tebib Arrumi (así firmaba en Abc las glosas de la irresistible ascensión de Franquito a Franco, Franco, Franco, el abuelo del hoy aspirante a la alcaldía de Madrid).
La irresistible ascensión de Don José María Az… a la presidencia del PP fue consecuencia de los problemas de representatividad política de la derecha española. Cómplice en la Guerra Civil y en el uso y abuso de la victoria, la derecha social y económica no se despegó del Régimen y llegó a la Transición sin líderes ni aparatos presentables en el mercado democrático. El simple recuerdo de aquel frente compuesto por Fraga Iribarne, Silva Muñoz, Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó inspira terror y de fracaso en fracaso las derechas incluso promocionaron a un joven encantador que había cantado rock y se sabía las canciones de Conchita Piquer, Hernández Mancha, y a continuación pasaron por encima del cadáver de su político mejor preparado, Rodríguez de Miñón. La larga complicidad con el franquismo tenía aquel precio, nada menos que elegir a un joven inspector de Hacienda que dirigía la comunidad autónoma de Castilla-León con cierto sentido del marketing personal, pero sin resultados gestores apreciables, aunque supo crearse la imagen de político austero, reductor de consejerías, del uso de las tarjetas de crédito por parte de altos funcionarios y vigilante disuasor de las croquetas que se comían los periodistas cuando llegaba la inevitable copa de vino español.
Solo, fané y descangayado ha quedado Don José María Az… tras el desdichado Vía Crucis de su mayoría absoluta llena de fracasos políticos como el fallido intento de destruir a ETA por el procedimiento de convertir al PNV en un exceso periférico del Imperio del Mal o de respaldar con usura y mala sombra, con mucha usura, con mucha mala sombra, el gobierno autonómico de Pujol en Cataluña o de tratar de despegar como un líder absoluto a la medida de su mayoría absoluta. Ni siquiera consiguió quedar en la consideración popular suficientemente por encima de Rodríguez Zapatero, un recién llegado al star system y a la vista del carrerón internacional que está cumpliendo durante el curso 2002- 2003 parece como si la última esperanza de promoción globalizada sea que Bush le nombre Secretario General de la ONU, previa ocupación militar de la sede de las Naciones Unidas. Tal vez le quede el recurso de encabezar simbólicamente el Eje Atlántico, si pilla a Blair distraído, siempre y cuando Bush y todo lo que representa vuelva a ganar las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.
Hagiógrafos próximos insinúan que cuando deje de ser jefe del Gobierno español, Don José María Az… incluso podría dedicarse a la poesía, más en la línea veneciana que en la de la nueva sentimentalidad. Siempre es una salida prestigiosa, habida cuenta de que su carrera política europea parece no imposible pero difícil, a no ser que Europa sea ocupada, militar y preventivamente desde luego, por el ejército de Estados Unidos. Menos mal que casi todos los presuntos delfines de Don José María Az… han procurado quemarse mínimamente en la guerra de anexión de Irak, aunque a veces recurriendo en exceso a la palabra humanitaria hasta provocar náuseas y mareos semánticos casi imposibles de paliar. Partidarios de la paz, los santones del PP respaldaban la guerra siempre que fuera humanitaria, naturalmente. Los errores de estrategia personal cometidos por Don José María Az… en la película que ha cointerpretado con George Bush y sus mariachis, alarman incluso a sus aparentemente más incondicionales seguidores y le restan apoyos como el de Pastor Ridruejo, uno de los inventores en 1990 de Aznar como gran esperanza blanca de una derecha española entonces todavía entre el caqui y el infinito pasando por el azul, aquel azul de la camisa de trabajo glosada por los teóricos de la Falange en los libros de Formación del Espíritu Nacional.
Aunque por su edad, Don José María Az… podía haber extrañado la cultura de Por el Imperio hacia Dios o de España, como unidad de destino en lo universal, se siente atraído por ella, como las aguas se sienten atraídas por los sumideros. Para el futuro del PP, Don José María Az… representa la tozuda quinta columna de un proyecto nacionalcatólico malencarado, pretendidamente adaptado a la estrategia de la globalización vista por la extrema derecha norteamericana, personalista, cejijunto, servido por una voz llena de gallos. Además, sus correligionarios corren el riesgo de que, empecinado como sólo consiguen serlo los caudillos civiles, pretenda reinar después de morir, sobre todo después de su decisiva vivencia de héroe de hazañas bélicas: la conquista de Bagdad.
Anexo 20
EL FIN DE LA TRANSICIÓN
En las elecciones de 1982 se produjo un nuevo escenario que habrá de prolongarse hasta 1996 y que sólo se invertirá en 2000. En aquella ocasión votaron 3.200.000 ciudadanos más que en 1979. El PSOE le arrebató al PCE la mitad de los votos que éste había logrado antes; y el 30 por ciento del electorado de UCD le confió su destino. AP-PDP mejoraba sustancialmente, pero quedaba muy lejos, con algo más del 50 por ciento de los votos recaudados por el candidato vencedor.
-¿Se había convertido el PSOE en un partido de centro?
-En aquellos años se decía que España se gobernaba desde el centro. En 1982 ya es un PSOE cuyo apoyo electoral no se limita a un espectro ideológico. Las políticas que se hacen entre 1982 y 1990 (luego estallan los escándalos de la corrupción y los GAL) son importantísimas y se ve cómo los socialistas -al principio inexpertos, sesentayochistas y con toda clase de herencias radicales- se convierten, al día siguiente de ganar las elecciones, en hombres de Estado responsables, sabedores de en qué país se encuentran y de cuáles son sus necesidades inmediatas. Creo que, efectivamente, el electorado español siempre ha ido apoyando opciones moderadas. Primero apostó por la UCD de Suárez y, luego, por otro líder joven y atractivo, como Felipe González, hombre con un gran interés en la política internacional y que tomó iniciativas a la vez valientes e impopulares en el ámbito económico, cuando emprendió la reconversión industrial. También muy discretamente pone en marcha una reforma militar que no hiere la susceptibilidad de los viejos mandos y que transforma el ejército heredero de la guerra civil en otro moderno. Fue una etapa de gran importancia para la estabilización de España tras el 23-F y, claro, para la de la izquierda desde 1936: su retorno al poder no fue rencoroso, ni vengativo ni dramático.
-Su amigo Javier Tusell -cuyo libro sobre «La Transición a la democracia» (Espasa) ha prologado- situaba el fin de ese periodo en la victoria electoral socialista. -Otros historiadores aplazan el fin de la Transición hasta 85-86, cuando España ingresa en la CE y confirma su permanencia en la OTAN, aunque el gran impulso de todo ello se produjo durante el Gobierno Calvo Sotelo, pero lo materializan los socialistas. Creo que ahí se completa la Transición.
-Una de las «razones» de la Ley de Memoria Histórica fue el rechazo a un «pacto de silencio»…
-Parafraseando a Günter Grass, la guerra dejó una huella indeleble en la conciencia y en la historia de los españoles. Pero no hubo ningún «pacto de silencio» sino un «nuevo comienzo» desde la conciencia, el recuerdo, la memoria y el conocimiento de lo ocurrido.
-Entonces, el pasado ¿no se «echó al olvido»?
-Yo invito a los lectores a ver los anuarios de publicaciones de los años 77 y 78, que difunde el Ministerio de Cultura, y verán que el tema dominante era la República y la Guerra Civil. El retorno de los exiliados lo vimos en directo ya fuera Madariaga, Pasionaria o Sánchez Albornoz. Un millón de personas acompañó los restos de Largo Caballero al cementerio. La guerra civil española, de Thomas, se ha vendido en quioscos lo mismo en libros que en fascículos. Los premios Planeta durante esos años han reflejado la guerra y la posguerra. En 1981 se conmemoró el cincuentenario de la República y ahí están todas las revistas, especializadas o no. También se constituyó en el País Vasco una comisión para el estudio del bombardeo de Guernica. TVE hizo una serie documental sobre la guerra de cuarenta y tantos capítulos con un plantel presidido por Tuñón de Lara y donde figuraba, entre otros, García de Cortázar; es decir, muy amplio y plural. En 1986 y 1987 Valencia acogió encuentros sobre la República y el Congreso de intelectuales antifascistas del 37. En 1990, siendo ministro Semprún, se celebró el año Azaña. Sobre Lorca se ha hecho hasta una serie de TVE dirigida por Bardem. ¿Pacto de silencio? La atención ha sido permanente y la bibliografía supera a la de la Segunda Guerra Mundial.
-Ahora también se han cumplido 25 años del juicio del 23-F. ¿No puso en evidencia que el ejército no era tan golpista en 1981?
-Tomado en su conjunto, ello es así. Al fin y al cabo, sólo se movilizan y apoyan el golpe una capitanía general y algunos regimientos de las cercanías de Madrid. Y esto será así se descubra lo que se descubra. Tal fue la realidad. La investigación histórica, como es natural, buscará aclarar mejor dónde estaba cada uno; y si es que había más implicados, por qué no se sumaron.
-La gente prefiere creer en grandes conspiraciones tras algunos accidentes históricos; por ejemplo, que hubiera no uno sino tres golpes y que estuvieran implicados el Rey y figuras del PSOE.
-Pero la realidad suele ser mucho más aburrida que esa fértil imaginación. Los historiadores tenemos prevención contra todas esas fabulosas y laberínticas teorías conspirativas. Es verdad que hay acontecimientos que ocurren con auténtica fatalidad y no ocultan ninguna trastienda; como es verdad, también, que hay otros a los que se quiere explicar mediante grandes fuerzas impersonales, cuando en realidad se deben al error o al acierto de algún actor político. Cualesquiera que sean las tramas, las posiciones, las conversaciones que pudiera haber habido, lo cierto es que al final Milans se sublevó casi solo. Y creo que pueden concluirse dos cosas. 1) Si bien es verdad que al ejército no le agradaba lo lejos que se llevaba el proceso democratizador, y que muchos militares compartían las críticas que el propio Milans había hecho, por ejemplo, desde ABC… todo eso no significa que participaran en la conspiración y el golpe. Y 2) Con placer o sin placer, con más o menos titubeos, el hecho cierto es que el ejército obedeció al poder civil, bien sea por respeto y lealtad al Rey, y no secundó aquel golpe de Estado.
-Este año también se cumple el centenario de Tarancón. No se ha ponderado lo suficiente el papel que la Iglesia desempeñó bajo la guía de aquel cardenal ilustrado, aperturista y conciliar.
-A partir de finales de los 50 y ya en los años 60, España se va convirtiendo en una nación cada vez más secularizada. La educación, sobre todo la secundaria, había sido un monopolio de la Iglesia hasta los 60, y sólo en 10 años se invierte la balanza: la educación pública controla más del 60 por ciento de la enseñanza. También se produce una gran crisis vocacional que hace disminuir la dimensión del mundo eclesiástico. A la vez, está ocurriendo un cambio interior muy profundo que coincide con el Vaticano II, en el sentido de una apertura hacia la vida moderna de las formas de entender la fe; y por tanto, una modernización de la vida religiosa. Todo eso se transforma en poco tiempo y dramáticamente. Hubo dos nuncios: Riveri y Dadaglio, que mediados los años 60, y de acuerdo con Pablo VI, empezaron a nombrar obispos auxiliares, dejando las sedes oficiales vacantes -para eludir el privilegio de presentación que tenía Franco-, desmantelando su Conferencia Episcopal. Todo eso culmina en los 70 con el nombramiento de Tarancón. Esa Iglesia aperturista tuvo una importancia mayor de lo que parece, porque contribuyó a la progresiva deslegitimación del régimen. Y fue algo que personalmente el general resintió muchísimo. Si uno lee el libro de conversaciones con su primo y secretario privado, Franco Salgado-Araujo, es lo que más le irrita, por encima de las huelgas sindicales o las protestas estudiantiles. El conflicto con Don Juan, por un lado, y el conflicto con la Iglesia católica, por el otro, son los dos grandes torpedos a su línea de flotación.
-¿En qué sentido deslegitimaban a todo el régimen?
-Porque éste tenía una legitimidad de origen de corte religioso y en 1966 comienza a recibir alfilerazos de la misma Iglesia que consagró la guerra como cruzada. Y porque, habiendo instituido España como un Reino en la Ley de Sucesión, el heredero de la legitimidad histórica de la Dinastía no lo acepta y vive en el exilio, impulsando una monarquía parlamentaria y democrática.
Anexo 21
La Monarquía y los valores republicanos
Resulta paradójico que el Parlamento catalán, que ha vulnerado las leyes de la democracia, pretenda reclamar ahora unos abstractos valores republicanos
Juan Luis Cebrián (elpais.com)
En 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que alumbró la Revolución Francesa establecía que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho”. Al margen de que su lenguaje no fuera inclusivo como ahora se demanda, algo consecuente con las costumbres de la época, esta es probablemente la mejor definición posible de la esencia de los valores republicanos, recientemente reclamados por diversos portavoces políticos españoles. Con ocasión de la resolución para abolir la Monarquía que aprobó la semana pasada el Parlamento catalán, una portavoz de los llamados comunes declaró a la prensa que dichos valores republicanos son mayoritarios en la sociedad catalana. Y dijo bien. Tan mayoritarios son, habría que añadir, como en el resto de la geografía española, o quizá algo menos a juzgar por los excesos verbales y la demagogia provinciana que viene practicando el actual Govern de la Generalitat. ¿Pues en definitiva qué son los valores republicanos sino los que sustentan cualquier régimen democrático de corte liberal, como el que tenemos desde hace cuarenta años? Están inmejorablemente descritos por lo demás en el eslogan de la propia Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad.
Para defender esos principios son precisas elecciones libres y periódicas; una separación de poderes que permita el control del Ejecutivo por el Parlamento y la existencia de tribunales de justicia independientes. Un sistema así perdura desde hace décadas en la Europa democrática bajo dos formas de gobierno, diferentes en sus protocolos, pero sustancialmente iguales en lo que importa, que es garantizar la libertad y la prosperidad de sus ciudadanos; la Monarquía parlamentaria y la República. Al comienzo de la Transición política se planteó de forma temprana el debate sobre el caso. La Monarquía no gozaba de especial reconocimiento entre la ciudadanía, independientemente de la adscripción ideológica de cada cual. Los herederos directos del franquismo, y de manera singular los falangistas, se habían hartado de cantar a voz en grito en los fuegos de campamento juveniles que “no queremos reyes idiotas que nos quieran gobernar” y la derecha española, salvo un puñado de leales a la Corona, se hallaba dividida en torno a la funcionalidad de la emoción monárquica a la hora de perseguir la deseada reconciliación entre españoles. Pero sobre los sentimientos prevalecieron los hechos: la existencia de un Rey que había heredado todos los poderes del dictador y que libremente renunció a ellos para devolver la soberanía a los ciudadanos. Y su actitud decidida, repetidas veces demostrada, de defensa de la democracia frente a las tentativas golpistas y las militaradas. Así nació el juancarlismo, sometido hoy a un proceso revisionista que nada tiene que ver con la innegable contribución de Juan Carlos I a la recuperación de nuestras libertades.
Los líderes que encabezaron el consenso que fructificó en la Constitución de 1978 coincidieron desde un primer momento en que no era la forma de Estado lo que estaba en juego, sino la existencia o no de un régimen democrático. Que este se lograra a través de una Monarquía parlamentaria o de una República al uso resultaba algo accesorio. Lo importante era recuperar los valores republicanos dinamitados por el franquismo y la devolución de las libertades a los españoles. Los representantes históricos de la izquierda y el republicanismo liberal, derrotados décadas atrás en una cruenta Guerra Civil, consideraron entonces útil mantener la Monarquía de la que se distanciaban intelectualmente para recuperar la democracia.
Demasiadas voces alertan ya sobre los peligros que amenazan el ejercicio de la democracia
Hoy en día existen siete monarquías en la Unión Europea, a las que cabría añadir las de Mónaco, Liechtenstein y Noruega, que, aunque no pertenecen a ella incorporan sus directrices y cultura política. Hace ahora cinco años, el profesor Lluís Orriols publicó un artículo en el que ponía de relieve que dos prestigiosas organizaciones no gubernamentales, Polity y Freedom House, y la Universidad de Gotemburgo habían realizado encuestas para testar la opinión pública sobre la calidad de las democracias coronadas en comparación al resto de las europeas. Para sorpresa de algunos, pero no de quienes prefieren reconocer los hechos, aunque desmientan sus obsesiones, el resultado fue que a juicio de los ciudadanos era mayor la calidad democrática en las monarquías parlamentarias. Y mucho mejor aún el funcionamiento de sus Gobiernos y la proximidad de los mismos a sus electores en países en los que paradójicamente el jefe del Estado no es votado democráticamente.
Hablando de paradojas, la más relevante de todas es que el Parlamento catalán, que viene vulnerando desde hace más de un año el Estado de derecho, definido en la Constitución y en el Estatuto que rige la autonomía de Cataluña, pretenda alzarse ahora en defensa de unos abstractos valores republicanos, y se apreste a acabar con la democracia en nombre de la democracia misma. El objetivo declarado no es otro que destruir el régimen del 78, incompatible con el independentismo unilateral pero también con el programa hecho público repetidas veces por Podemos. Conviene reconocer por eso que al margen de cuales sean los sentimientos y emociones que despierte a cada cual, la figura del Rey es pieza clave en la arquitectura constitucional de nuestra democracia y lo podría ser aún más si al final se lograra una reforma que reconociera el federalismo de la misma. Por último, pues paradójicos andamos, no estaría de más que el caballero Puigdemont explique por qué ha elegido una Monarquía parlamentaria para fugarse de la justicia española, si en tales regímenes se vulneran los valores republicanos que él pretende enarbolar. La experiencia histórica enseña que las dos Repúblicas que en los doscientos últimos años acometieron la tarea de promover en nuestro país esos principios fracasaron en el empeño, mientras que han sido reconocidos y defendidos por nuestro actual sistema. Habida cuenta de la fragmentación política hoy imperante, y la violencia del lenguaje tanto del poder como de la oposición, no parece este el mejor momento para emprender un experimento así, que en definitiva trata de resolver un problema que por el momento no tenemos.
Tenemos una clase política coherente con el universo mediático que algunos definen como la jauría
Demasiadas voces alertan ya sobre los peligros que amenazan el ejercicio de la democracia. La libertad es un bien escaso y siempre en riesgo, que demanda una defensa permanente. La mejor de todas ellas en aquellos países que la disfrutan es el respeto a las instituciones y la contribución a su fortalecimiento. El filibusterismo parlamentario de la oposición y las triquiñuelas jurídicas del poder para perseguir sus objetivos que últimamente jalonan la actualidad política, no se encuentran en ese recorrido. Tampoco el empobrecimiento de un debate político cada vez más trufado de oportunismo, demagogia y ambición, no pocas veces teñido de una especie de iluminismo mesiánico, que desdice precisamente de los valores republicanos. Tenemos la clase política que tenemos, coherente por lo demás con el universo mediático que algunos definen como la jauría. Entre unos y otros han convertido el debate sobre el poder en un reality show que puede llegar a ser la envidia del propio Donald Trump. Ya que nuestros líderes no han decidido todavía teñirse el pelo, no estaría mal que algunos de ellos se tiñeran por lo menos las ideas, de descoloridas que las tienen.